"A partir de lo vivido
durante estos extraños meses, emerge ya un
elemento portador de esperanza: la experiencia
de las y los trabajadores de la Sanidad. Los
colectivos de sanitarios, pese a trabajar en
condiciones extremadamente difíciles y con
medios restringidos a causa de las decisiones
políticas de quienes ahora se presentan como
salvadores, han conseguido cargar sobre sus
hombros la supervivencia de la sociedad. Más
allá de jerarquías y burocracias, han demostrado
su capacidad de organización, de improvisación,
de innovación y de invención. Si el horror no se
ha extendido más es gracias a ellos. Sin duda,
esta solidaridad de los colectivos laborales ha
extraído su energía de una experiencia de varios
años de lucha contra la austeridad y los
recortes, contra la destrucción de sus
condiciones de trabajo, contra el ataque
predador del capitalismo privado. Frente a la
injusticia de la muerte y vinculados por los
valores de la solidaridad los sanitarios se han
reapropiado de su tarea, recuperando
momentáneamente el control de su actividad,
antes usurpado por los gestores financieros."
¿Cómo
pueden entrecruzarse y relacionarse las
reflexiones sobre el extraño y singular período
que estamos viviendo? Un periodo que, en su
aspecto trágico, pone de relieve las debilidades y
los límites del sistema capitalista mundializado,
debilidades que, aún ayer, parecían expresar su
fuerza y su potencia.
Sometidos a los discursos tóxicos propagados
repetidamente, una atmósfera ansiogénica nos ata a
un presente en el que nos sentimos impotentes a
causa de nuestro aislamiento. Nos sentimos
amenazados por un entorno donde todo objeto o
individuo es percibido como hostil, fuente de
muerte. El peligro socava las propias relaciones
humanas. Las cifras y curvas de los
"especialistas" de la muerte son seguidas como si
fuesen las de la Bolsa y nos sumergen y abruman;
vienen a sumarse a las explicaciones
conspiranoicas, a las especulaciones y a
pretendidas certezas supuestamente
tranquilizadoras. El espíritu crítico debe abrirse
camino a través de este magma, y sólo al intentar
ejercerlo tendremos acceso hacia la única salida
que da al aire libre y podremos superar la
renuncia a la reflexión a que nos induce el miedo.
El rechazo a la idea de la muerte parecía muy
consolidado en las sociedades ricas, borrada por
el culto al bienestar y por los mitos del progreso
y del individuo dominador de la naturaleza. Sin
embargo, la tempestad del progreso no es más que
destrucción de lo vivo, como temían, hace ya un
siglo, los enemigos de la ideología productivista,
como Walter Benjamin y otros "pesimistas"
emancipadores.
La fragilidad de la vida y de las sociedades sólo
era atribuida a los pueblos de la pobreza, sobre
los territorios cada vez más numerosos que padecen
la barbarie de la guerra, y a sociedades
expectantes ante la prometida llegada de los
frutos de este terrible progreso. La producción de
la muerte se había convertido en una imagen para
el consumo, que produce indignación pero queda
demasiado lejana.
La consolidación del sentimiento de seguridad no
había dejado de ser reforzada por los muros de la
represión y de la xenofobia de las sociedades
ricas. La figura del refugiado, las decenas de
miles de ahogados en el Mediterráneo, nos lo
recordaban todos los días. Después, de golpe y
porrazo, el virus ha eludido los controles
policiales, los muros y las fronteras y se ha
establecido entre nosotros, siguiendo finalmente
el camino más moderno y más fácil, el de la
circulación mercantil de bienes y personas,
incluyendo, ironía del presente, el turismo de
masas que se disfraza de lúdico ocio.
"¡Más lejos, más rápido, más nada!" decía un
grafiti anarquista sobre los muros de la gran
ciudad. ¡Ya está!, ya estamos inmersos en la nada.
Lo sabíamos, estábamos advertidos, íbamos directos
contra el muro. Ya hemos chocado con él, ya
estamos estámpados contra esa pared.
El choque frontal nos pasma y paraliza. No
obstante, como nos indica la experiencia
histórica, sólo si nos damos objetivos de mayor
envergadura podremos intentar salir de la
parálisis y de los miedos y atravesar este periodo
inesperadamente extraño.
Hemos salido de la normalidad, la normalidad del
capitalismo que rechazábamos pero a la que
estábamos obligados a someternos, a veces incluso
más allá de nuestra conciencia. Quizá esta sea una
primera enseñanza sustancial de este momento:
todos y todas somos parte del sistema, más allá de
las ideas rupturistas que podamos compartir y de
las prácticas no normativas que podamos
experimentar. Pero esta salida de la normalidad no
es la que hayamos podido vivir en otros momentos
de la historia, la ruptura del tiempo del
capitalismo y el acceso a otro tiempo producto de
la actividad subversiva de la colectividad. Lo que
hoy estamos viviendo es un tiempo suspendido que
nos ha sido impuesto, que no es el fruto de una
acción autónoma de oposición al mundo. Esta
extrañeza es seguramente una de las fuentes de
nuestras angustias.
Vivimos una nueva experiencia que no era
previsible en la forma que ha adoptado:"la huelga
general del virus", retomando la perteniente
expresión enunciada en algún otro lugar. La
suspensión de la "rutina empresarial" [business as
usual] se ha producido sin nuestra intervención,
fuera de los esquemas conocidos que siempre hemos
contemplado y deseado, y por los que hemos
batallado. Es una huelga general de masas sin
"masas", peor aún, sin fuerza subversiva
colectiva. Probablemente sería justo decir que
estamos viviendo una primera sacudida que anuncia
otras que se producirán en un proceso de
desmoronamiento general de una sociedad organizada
en torno al objetivo destructor de conseguir
ganacias. Este desmoronamiento, ajeno a toda
acción colectiva consciente, no es portador de un
mundo nuevo, ni de un proyecto de reorganización
de la sociedad sobre nuevas bases. Sigue siendo
una creación del capitalismo, dentro de los
límites de su barbarie, sin más perspectivas que
las del desmoronamiento. Aquí termina toda
semejanza con la huelga general, que es la
creación de una colectividad que se reapropia de
su propia fuerza.
Sin embargo, la conmoción sufrida, que anuncia un
encadenamiento de rupturas en el orden del mundo,
está relacionada con el funcionamiento del sistema
social en el que vivimos y no es disociable de sus
contradicciones. Los recientes desarrollos en la
mundialización del capitalismo, la aceleración de
los intercambios y la concentración y urbanización
rápida y gigantesca de las poblaciones han
acelerado la profunda alteración ecológica y han
destruido la frágil reproducción del mundo
vegetal, del mundo animal y del mundo humano,
rompiendo así las últimas barreras entre ellos.
El advenimiento del capitalismo global no ha
supuesto el anunciado "fin de la historia", sino
que ha inaugurado una nueva era de epidemias en la
que cada una de ellas está cada vez más cerca de
la anterior. Después de la gripe aviar, después
del SARS, era de esperar la inminencia de una
nueva epidemia, prácticamente previsible. Sin
embargo, la lógica de la ganancia propia del modo
de producción capitalista ha seguido
despiadadamente su camino, sin que se haya
activado el freno mencionado en el Monólogo del
Virus (1); un freno que sólo podía ser activado
por fuerzas sociales opuestas a esta lógica y a
las que está costando mucho constituirse.
Tenemos ante nosotros las consecuencias de esta
lógica y de esta impotencia para bloquearla, lo
que nos da una pista para nuestra reflexión: no
separemos la crisis viral de la naturaleza del
sistema. Hay que oponerse a la tentación de esas
explicaciones fáciles que se acomodan a los
límites de lo que existe y que no logran ocultar
la intención subyacente de volver a poner en
marcha la maquinaria. Un buen ejemplo de ello son
los delirios conspiranoicos de todo tipo, incluido
el muy seductor sobre el "virus creado en el
laboratorio". Aunque sabemos que la guerra
biológica forma parte de los proyectos criminales
de las clases dirigentes y que la desorganización
y el accidente son inherentes a toda burocracia,
militar o de cualquier otro tipo, lo cierto es que
la visión conspiranoica deja de lado la lógica
mortífera del modo de producción capitalista. La
explicación más inverosímil se vende como la más
evidente. Este virus no fue fabricado por poderes
ocultos, sino por el proceso destructor del
capitalismo moderno.
Ya se ha resaltado que las medidas de
confinamiento y de privación de las libertades
sociales e individuales ponen de relieve las
relaciones de clase. Una vez más, esta vez de
manera macabra, la igualdad formal se esfuma ante
la escandalosa desigualdad social. Una desigualdad
acelerada por la crisis viral. Pero la crisis
viral pone de relieve también la naturaleza del
capitalismo moderno y sus contradicciones. De
ahora en adelante, lo real de la transtornada vida
cotidiana reside en el desplome de los sistemas
financieros, en la debacle de las bolsas, en la
precariedad generalizada del trabajo asalariado,
en el aumento vertiginoso del paro, en un
empobrecimiento masivo.
Una bocanada de aire fresco: los "economistas",
que habían relegado los conceptos molestos
relacionados con el desequilibrio del sistema,
enterrándolos en el fondo del baúl en que se
guardan los objetos superfluos, están casi
desaparecidos, desconcertados por lo inesperado e
incapaces de prever nada.
Mientras que millones de parados se suman a los
millares de muertos por la pandemia, fortunas
gigantescas se atropellan unas a otras buscando
protección en brazos de sus Estados. La máquina de
imprimir billetes se pone de nuevo en marcha y la
inflación, de la que decían que era cosa del
pasado, asoma la patita. Ya se anuncia que "el
después" nos traerá una segunda sacudida del
desmoronamiento.
No tiene nada de sorprendente que la epidemia del
Covid-19 y aquellas que la precedieron se
generasen en China, convertida en la fábrica del
mundo, sobre territorios hechos presa de una
destrucción salvaje, rápida y masiva de la
naturaleza. China, fábrica del mundo, produce
virus como produce máscaras, aparatos de
respiración asistida y comprimidos contra la
migraña, etc., fundidos en un todo.
Por su amplitud global, planetaria, la
contaminación viral ha desembocado rápidamente en
un bloqueo de los intercambios y en un derrumbe de
la economía, en la desorganización de la
producción de ganancia. Cada una de estas crisis
implica a la otra. A partir de ahora, todo es
global. Y, en sólo dos semanas, se ha hecho
realidad lo que parecía poco factible: sólo en
Estados Unidos, uno de los centros mismos de la
máquina infernal, más de diez millones de
trabajadores se han convertido en parados.
Uno de los asuntos que nos hacen reflexionar e
inquietan es la respuesta de los poderes políticos
en el ámbito de los derechos formales, esas
restricciones liberticidas que trastornan el marco
jurídico de nuestra existencia. La eventualidad de
adoptar el "modelo chino" como referencia para el
estado de urgencia se perfiló muy pronto en las
sociedades europeas y se concretó enseguida en la
adopción de métodos y técnicas represivas y de
control de lo cotidiano. A esto se han añadido
algunas derogaciones que apuntan hacia un
cuestionamiento del Derecho Laboral. En Portugal
el gobierno socialista ha llegado a suspender el
derecho de huelga, permitiendo al Estado "tener
los medios legales para obligar a las empresas a
funcionar" (2).
La experiencia nos da razones para temer que,
cuando la crisis viral haya terminado, estas
formas de estado de urgencia pudierán ser
"vertidas al derecho común", retomando la fórmula
púdica del "diario de todos los poderes" [Le
Monde]. Con más razón cuando esa "terminación", el
famoso "desconfinamiento", corre el riesgo de ser
lenta y con sucesivas prórrogas.
La urgencia de un necesario retorno al "business
as usual", reclamado ya por todas las fuerzas
capitalistas, justificará sin duda la perpetuación
de las "restricciones liberticidas". Un nuevo
marco jurídico para nuevas formas de explotación.
Lo que significa que la oposición a este nuevo
estado de derecho autoritario será indisociable de
la capacidad colectiva para oponerse a la
reproducción de la lógica de producción y de
destrucción del mundo que nos ha llevado a donde
estamos.
Ahora bien, se sigue planteando de manera
ineludible una pregunta: el capitalismo, potente
sistema complejo y capaz de giros inesperados,
¿puede acomodarse, a la larga, a un funcionamiento
social regulado por medidas y restricciones
liberticidas extremas? Según la experiencia
histórica, si se cuenta con una fuerte
intervención del Estado el estado de excepción es
compatible con la reproducción de las relaciones
de explotación y de producción de ganancia. No es
casualidad que uno de los grandes teóricos del
estado de excepción, Carl Schmitt, haya sido un
brillante admirador del orden nazi, que suministró
el orden jurídico de una sociedad moderna en
Europa durante una decena de años al precio de
espantosos horrores. Más cercano en el tiempo, es
indiscutible que el orden totalitario heredado del
maoísmo ha permitido engendrar un régimen capaz de
construir una potencia capitalista moderna, en
cuyo seno la explosión de las desigualdades
sociales y el ascenso de los conflictos y de los
antagonismos de clase han sido, por el momento,
obstáculos superados por medio de medidas
despóticas.
Otra cosa es la aplicación de este modelo a las
sociedades del viejo capitalismo prioritariamente
privado, donde el estado de derecho regula el
conjunto de relaciones sociales por medio de la
cogestión de los "agentes sociales". En principio,
al menos, es cierto que la dirección de los
asuntos económicos y públicos se hace de manera
cada vez más autoritaria bajo las formas actuales
de capitalismo liberal. Esta tendencia ya se había
hecho patente antes de la pandemia y del
previsible desmoronamiento de la economía. La
evolución del capitalismo, su crisis de
rentabilidad y la necesidad de maximizar las
ganancias habían reducido progresivamente el
espacio de negociación y de cogestión, fundamento
del consenso de la democracia representativa y de
sus organizaciones. La crisis de la
representatividad política que vivimos desde hace
años es su consecuencia inmediata.
Dicho esto, cabe preguntarse si la puesta en
marcha de estas medidas liberticidas está
vinculada a un proyecto consciente de los poderes
para construir de manera duradera y con una
aceptación también duradera un estado de excepción
permanente. ¿O se trata, más bien, de que la
adopción de estas medidas es la única respuesta de
la que dispone la clase política para afrontar las
consecuencias sociales de la pandemia?
Como en cualquier crisis, la clase dirigente debe
hacer juegos malabares entre la idea de defensa
del interés general, en que se basa su hegemonía
ideológica, y la subordinación a quienes en verdad
toman las decisiones, esto es, a la clase
capitalista. Cuando las circunstancias se
enturbian, el único plan B disponible es reforzar
el autoritarismo y reforzar el recurso al miedo
como forma de gobierno.
En el periodo actual, la dimensión de las
restricciones exigidas por la amplitud de la
crisis viral mundial plantea, a la larga, el
problema de una parálisis del propio sistema
productivo. Por el momento, la desaceleración de
la economía está en sus inicios y la continuidad
de la vida social prueba indiscutiblemente la
riqueza y la potencia de las sociedades
capitalistas modernas. No obstante, si las medidas
de suspensión de actividades se prolongaran habría
riesgo de que el conjunto de la maquinaria
económica se derrumbase. El rápido tránsito, en
pocos días, de un estado de estancamiento
económico a una recesión vertiginosa con millones
de parados es signo de la fragilidad del conjunto
del edificio. Lo que explica las reticencias de
una parte de la clase dirigente a adoptar las
medidas del estado de urgencia sanitaria.
Los discursos anti-liberticidas están
justificados, nos alertan contra la pérdida de
derechos que ya eran bastante enjutos. Sin
embargo, y teniendo en cuenta los efectos
desastrosos que estas medidas de excepción pueden
tener sobre el desequilibrio de "su" economía, se
puede considerar que los sistemas políticos no las
adoptan con el objetivo principal de controlar a
la mayoría de la población o de someter a los
explotados a nuevas condiciones de explotación,
sino, ante todo, porque se ven forzados por las
circunstancias, por una situación que se les
escapa.
Por supuesto, las clases dirigentes saben hacer
buen uso de estas medidas del estado de urgencia,
las aprovechan para acelerar el desmantelamiento
de los derechos "fundamentales" y para transformar
el estado de derecho. No obstante, los hechos
muestran la ambigüedad de la situación. Estas
mismas clases políticas –en Europa e incluso en
otros países de frágil equilibrio social- se ven
forzadas a rectificar orientaciones y decisiones
tomadas anteriormente. Ejemplo de ello sería la
suspensión en Francia de la odiosa "reforma de las
pensiones" y de la "reforma de los derechos de los
desempleados", o el tímido proyecto de liberación
de ciertos tipos de prisioneros en Francia,
Estados Unidos, Marruecos y otros lugares.
Considerar que los dirigentes dominan la situación
y son capaces de ir más allá de medidas de
salvaguarda de las leyes de la ganancia sería
sobrestimar su función e incluso su inteligencia
de clase. Sus iniciativas políticas responden al
mandato de estas leyes. Ante la actual crisis
sanitaria, la necesidad de confinamiento de la
población deriva de que parece ser la única manera
de intentar evitar una situación de desastre
social y económico. Si se confina a la población
no es para reafirmar la dominación social, sino
como único medio de dar alivio a un servicio
público de sanidad hecho girones por la política
de austeridad. Al querer dar la impresión de que
domina la situación, el sistema político busca
ocultar sus responsabilidades en el desastre
sanitario. Intenta negar su fracaso desde el punto
de vista de la defensa del famoso "interés
general". El broche final a todo esto es que el
bloqueo progresivo de la economía a consecuencia
de estas medidas debilita a su vez la gobernanza.
Nada indica que la salida del "confinamiento"
pueda llevar a una vuelta harmoniosa a una
reproducción del pasado. Este sería, sin duda, el
proyecto de los señores de la ganancia y de sus
servidores políticos, pero estos corren el riesgo
de encontrarse, a la salida del estado de
urgencia, más debilitados que al inicio de la
crisis. Y con otra urgencia, la de una crisis
social extendida.
La crisis del capitalismo será el segundo episodio
de la crisis viral. Por esa razón, desde ahora
mismo, la clase política se propone preparar la
salida como un largo proceso que permita integrar
las medidas de urgencia en un estado de derecho
cada vez más "de excepción".
La crisis de representación, que ya estaba anclada
en una sociedad rica y violentamente
desigualitaria, se afirmará aún más por los
efectos devastadores de la crisis económica.
Una vez que termine la suspensión del tiempo bajo
el confinamiento, las fuerzas del capitalismo
intentarán imponer un regreso al modo de
producción del pasado, a las leyes de la ganancia
como única alternativa posible. Pero no estamos en
el siglo XIV de la peste negra y, en Francia como
mínimo, podemos esperar que la rebeldía y la
resistencia acumuladas a lo largo de estos últimos
años puedan nutrirse de las nuevas solidaridades
que se han tejido durante el confinamiento. Lo
colectivo, única fuente de creación liberadora,
deberá recuperar su lugar y extenderse.
A partir de lo vivido durante estos extraños
meses, emerge ya un elemento portador de
esperanza: la experiencia de las y los
trabajadores de la Sanidad. Los colectivos de
sanitarios, pese a trabajar en condiciones
extremadamente difíciles y con medios restringidos
a causa de las decisiones políticas de quienes
ahora se presentan como salvadores, han conseguido
cargar sobre sus hombros la supervivencia de la
sociedad. Más allá de jerarquías y burocracias,
han demostrado su capacidad de organización, de
improvisación, de innovación y de invención. Si el
horror no se ha extendido más es gracias a ellos.
Sin duda, esta solidaridad de los colectivos
laborales ha extraído su energía de una
experiencia de varios años de lucha contra la
austeridad y los recortes, contra la destrucción
de sus condiciones de trabajo, contra el ataque
predador del capitalismo privado. Frente a la
injusticia de la muerte y vinculados por los
valores de la solidaridad los sanitarios se han
reapropiado de su tarea, recuperando
momentáneamente el control de su actividad, antes
usurpado por los gestores financieros.
Por su función, estos trabajadores son conscientes
de su utilidad social para la supervivencia de la
colectividad, conciencia que refuerza su
compromiso pero también su fuerza impugnadora.
Como ya había ocurrido en el curso de otras
catástrofes, este movimiento puede constituir el
armazón de un proyecto de futuro diferente.
Estamos viviendo la peste, pero este tiempo
suspendido puede ser también aquel en el que
cultivemos y acumulemos las cóleras. La
oportunidad de su afirmación vendrá con la vida,
después del tiempo de los carroñeros.
Mientras tanto, y para domar miedos y angustias,
podemos leer con placer algunas líneas de un
querido amigo de Karl Marx, Heinrich Heine,
escritas durante los años del plomo, entre la
revolución de 1848 y la Comuna: "Aquí reina
actualmente la gran calma. Una paz laxa,
somnolienta y llena de bostezos de aburrimiento.
Todo está en silencio, como en una noche de
invierno envuelta por la nieve. Sólo se oye un
pequeño ruido misterioso y monótono, como de gotas
al caer. Son las rentas de los capitales, cayendo
sin cesar, gota a gota, a punto de desbordar las
cajas fuerte de los capitalistas; se distingue
claramente la continua crecida de las riquezas de
los ricos. De vez en cuando, se mezcla con este
sordo chapoteo algún sollozo casi inaudible, el
sollozo de la indigencia. A veces también resuena
un ligero tintineo, como el de un cuchillo
afilándose" (3).
Algo así nos ocurre hoy, el silencio no es siempre
la calma, es también el tiempo en que afilamos las
armas que ajustarán las cuentas pendientes.
Notas
1. https://lundi.am/Monologo-del-Virus-2853
2. Antonio Costa, primer ministro, declaración a
la televisión privada SIC, 20 de marzo de 2020
3. Heinrich Heine, Lutèce, Lettres sur la vie
politique, artistique et sociale de France (1855),
precedido de una presentación de Patricia
Baudouin, La Fabrique, 2008.