En
este confinamiento –cuarentena, encierro o como se
quiera llamar–, he descubierto un pequeño gran
tesoro guardado en una estantería. Una novela
corta llamada Baby Spot de Isabel Alba. Una
extraordinaria historia de un chaval de barrio. Y
cuando digo de barrio, me refiero a un barrio
marginal, pobre, donde “las cosas de la vida no
son como las de las películas”, esas películas que
hemos visto en los cines de barrio, algo que
desgraciadamente ya no existe, en las que el chico
–el bueno– se enfrenta al malo, le infla a hostias
y se casa con la chica. Y es que en el cine las
cosas ocurren según lo previsto, de manera que si
una teja cae y mata a un menda, cosas que se le
ocurren a Tomás, ese tipo se lo tenía merecido. En
cambio las tejas de la realidad pueden matar, si
es que matan, a alguien de manera imprevista. Y es
que lo ocurrido en esta historia, en la que todo
pasó de manera fortuita. Por eso Tomás quiere
contar cómo pasaron. ¡Y cómo lo cuenta!
Para ello Tomás, un golfillo de 12 años, se
estruja la cabeza pues los hechos no se le
presentan tal y como fueron en la realidad. Tomás
tiene un problema –tiene otros tal vez más gordos,
y sin tal vez, pero de momento nos vamos a ocupar
de éste problema–, y es que “a mi –nos dice en el
primer párrafo– nunca me ha gustado escribir. Me
parecía que andar rompiéndome la cabeza para hacer
bien las letras no me iba a valer de nada”. Pero
sí valía, sí. Al menos para el lector, el que sí
se rompe la cabeza muy satisfactoriamente leyendo
el relato. Y también para “la Ana”, la madre del
“pobre Lucas”. Al final Tomás confiesa que tal vez
hubiera sido mejor “contar lo que pasó ese día, el
que se llevaron al Zurdo, desde el principio, a lo
mejor de ese modo, las cosas habrían ido saliendo
unas detrás de otras, bien puestas sobre el papel,
y ahora se entenderían”. El lector agradece
profundamente que se rompiera la cabeza, el lector
–para emplear la misma construcción que Isabel
Alba–.
Tomás, por obra y gracia de Isabel Alba, llega a
utilizar el recurso de la digresión de manera
ejemplar. Tanto que nos recuerda a Laurence Sterne
y su Tristan Shandy, tal vez el autor que más
manejó esta figura retórica en la historia de la
literatura. Y lo hace porque, como nos dice, su
cabeza está hecha un lío y no es capaz de
continuar con una idea, una imagen, una
situación..., hasta desarrollarla completamente. Y
es así como leemos Baby Spot, como en un estudio
cinematográfico en donde emplean diferentes
pequeños focos con iluminación incandescente (los
Baby Spots). Y es así porque el cine está metido
en Tomás, quien está continuamente hablándonos de
las películas, de los buenos y de los malos, de
las muertes, y las compara con esa muerte que a él
le pesa tanto, que nubla su cabeza. El lector debe
saber que no solo en el narrador el cine es
importante, también lo es en la autora de la
novela, que ha trabajado de guionista en radio y
televisión[¡Ah que maravilla de programa para
niños y niñas despiertas, y padres atentos que fue
La Bola de Cristal!] y que, por lo tanto, conoce
el lenguaje cinematográfico tanto como el lenguaje
literario, de ahí que en la historia que Tomás nos
cuenta, haya referencias continuas al cine, a la
literatura y a sus diferentes modos de expresión,
sobre todo para Tomás, el cual insiste una y otra
vez en que “las cosas de verdad no son tan fáciles
de explicar como las que ocurren en las
películas”.
El universo de esta historia está localizado en un
barrio marginal, pobre, donde los vecinos y las
vecinas están condenados a un destino que todos
conocen, casi como en el naturalismo del XIX,
cuando quisieron aplicar a la literatura un
positivismo determinista. Pero casi porque se
aleja de él. Hay una esperanza que Tomás la intuye
con claridad. El chaval mira, y aprecia, a
Gerardo, el del bar, que se ha tirado media vida
en la cárcel, salió cuando los de arriba hicieron
una amnistía, y “ve las cosas de manera diferente
a todo el mundo”; y en la figura de Ana, la madre
del pobre Lucas, la que le dijo que “la lectura
sirve para no ser como Germán”. Solamente eso
distancia a Tomás, y a Gerardo, y a Lucas. Y a Ana
del determinismo, aunque todos lleven la tragedia
consigo mismos. Un barrio en el que la esperanza
está en la tele donde se ven las pelis sin sonido.
Tal vez la voz la ponen los espectadores. Tal vez
la imaginación vuela por encima de la pobreza. Tal
vez esté en Campanilla, en la magia de Peter Pan,
al que Tomás conoció de más niño a través de la
gran pantalla. O tal vez lo único que no es así es
cuando Gerardo pone el sonido al fútbol. Tal vez.
El universo del barrio está configurado por sus
personajes. Hombres marginales, delincuentes casi
todos ellos, mujeres que sufren el acoso de los
machos. Todos acosados por un sistema a todas
luces injusto. Personajes como Andrés, al que
llaman el Zurdo, el duro del barrio, ligón,
delincuente, y que se hace respetar violentamente;
Lucas, al que conocemos nada más empezar el relato
colgando de un andamio de la obra, que tiene un
tamagotchi y unos walkman, de los que no se separa
nunca; Martín, hermano de el Zurdo, el mejor amigo
de Tomás; Antonio, policía y con negocios con el
Zurdo y Germán; Germán, que ocupó el lugar del
padre de Tomás cuando este se fue a vivir a
Barcelona, chamarilero que no mira dónde
encuentra los cacharros para su venta; Pili, que
llora por todo y que pronto se olvida, solo ve
culebrones en la tele y revistas del corazón;
Rosa, la mujer de Antonio, es panadera y odia a
todo el mundo; Pili, madre de Tomás, maltradada
por Germán; Ana, la madre del pobre Lucas, al que
quiere con locura y lo lleva de paseo los
domingos, le compra cosas, le quiere y llora de
verdad sin olvidar; Germán, callado y
observador...
Todos ellos nos llevan a un lugar que normalmente
no vemos porque no queremos, pero que existe. Y
que existe porque hay otros lugares donde sobran
los coches, los barcos, los aviones..., los lujos.
Un pequeño gran tesoro. Todo un lujo para el
confinamiento –cuarentena, encierro o como se
quiera llamar–, o aplicación universal de la ley
mordaza como ya se empieza a sentir y algunos
rincones.
Abril
2020