Una jornada particular
El día 20 de noviembre de 2011
pasará a la historia electoral de este país como la jornada
en que las urnas mostraron la mayor desaprobación con que los electores
sancionaron la gestión gubernamental del Partido Socialista Obrero
Español y premiaron, de forma tan abrumadora como inmerecida, la
labor de oposición del Partido Popular.
En adelante, esta fecha ya no marcará únicamente el aniversario
de la muerte de Franco, sino la victoria electoral que culmina el ascenso
del Partido Popular, que en gran medida acoge a sus herederos políticos.
Desde su origen, en 1976, como alianza de minúsculas asociaciones
dirigidas por personalidades de la dictadura, y poca representación
parlamentaria en la etapa constituyente (1.500.000 votos, 16 diputados y
2 senadores, en 1977), el PP se ha convertido en el partido hegemónico
en 2011, al alcanzar, con 10.830.000 votos, holgada mayoría en las
cámaras con 186 diputados y 136 senadores, además de contar
con la amplia representación municipal y autonómica recibida
en las elecciones del pasado mayo.
No obstante hay que matizar este triunfo, porque, frente al hundimiento
del PSOE, que ha perdido 4,4 millones de votos, el PP sólo ha ganado
560.000 electores respecto al año 2008. En unas condiciones muy favorables
y ante errores de bulto de su adversario la derecha ha sabido mantener su
clientela y, a pesar de los casos de corrupción que la salpican,
convencer a unos cuantos más. España no es azul sólo
por la convicción de unos sino por ausencia de otros, de gran parte
de electores del PSOE, que, con 110 diputados frente a los 118 de 1977, ha
obtenido los peores resultados de la etapa democrática y queda, posiblemente
por largo tiempo, muy maltrecho en la oposición.
En el PSOE, la causa principal de la derrota se ha buscado fuera, en el
efecto devastador que la crisis económica ha tenido para los partidos
gobernantes. Pero Ignacio Urquizu (“¿Reiniciando el PSOE?”, El País,
7-12-2011), aludiendo al descalabro, señala grados en los negativos
efectos de la crisis sobre los partidos gobernantes, pues, aduce que, en 19
consultas electorales celebradas desde 2008, no es lo mismo perder 2,6 puntos
respecto a las elecciones previas, como sufrió el Partido Laborista
Australiano, que perder 15 puntos, como le ha ocurrido al PSOE.
Este autor señala como causas de la desafección de los votantes
progresistas la complacencia en el Estado de bienestar y la atención
a los derechos civiles, dejando de lado la redistribución de la riqueza
a través del sistema fiscal. Otra es la calidad de la democracia,
cuyas deficiencias critica el movimiento del 15-M, y la tercera es la pérdida
de conexión de los partidos con los grupos mejor formados de la sociedad.
Para Urquizu, detrás de los resultados electorales del PSOE hay una
pérdida de confianza entre el electorado de izquierda y una falta
de conexión con los grupos de mayor nivel educativo. Y con los jóvenes,
hacia los cuales debe volcar el PSOE toda su energía, concluye Belén
Barreiro, en otro artículo (“¿Qué hacer después
del 20-N?”, El País, 6-12-2011).
En la reunión del Comité Federal inmediata a las elecciones,
Rubalcaba apuntó una consoladora explicación de la derrota,
que marcaba el camino a seguir: No hay derechización de la sociedad
española. El PP se ha quedado a medio millón de votos de los
que alcanzó el PSOE en 2008. Si el PSOE aglutina los votos de la
mayoría progresista del país, puede ganar las elecciones generales.
El PP no ha logrado superar el techo electoral en las mejores condiciones
para haberlo hecho. Si no lo ha hecho ahora, no lo hará nunca. Eso
marcará nuestro trabajo electoral para el futuro.
Barreiro (ibíd.) comparte esta opinión e indica que el triunfo
del PP no responde a la hegemonía ideológica de la derecha
en España. Los populares ganan en un país que apenas ha variado
sus ideas políticas. Tampoco responde a la superioridad como partido:
tanto el líder como la organización llegan al poder a pesar
de la mala valoración ciudadana (...) La explicación de la
debacle socialista se resume en dos palabras: crisis y paro, dos problemas
ante los cuales el Gobierno ha mostrado a los sectores de más bajo
perfil político su incapacidad, y ante los más progresistas,
en particular ante los jóvenes, su incoherencia ideológica.
La explicación de Barreiro y Rubalcaba, que abunda en el tópico
de que España es de izquierdas, es estática y optimista, porque
prolonga en el tiempo la actual correlación de fuerzas, que la derecha
no va a respetar. Como viene haciendo desde hace años, el Partido
Popular no se quedará quieto y tratará de derechizar aún
más el país, imponiendo desde el poder que le otorga la mayoría
absoluta en ambas cámaras las reformas acordes con su ideario y difundiendo
sus valores y actitudes con la ayuda de sus aliados naturales, la Iglesia
y las organizaciones empresariales, de sus aliados políticos en la
Unión Europea y de las derechas nacionalistas, para llevarse por
delante el gaseoso progresismo de Zapatero.
La opinión de Barreiro y Rubalcaba sobre la no derechización
de la sociedad española está influida por su perspectiva,
que es la progresiva derechización del PSOE. Y las pruebas más
recientes de ambas derechizaciones están en la victoria del Partido
Popular en las elecciones locales y autonómicas y en la abrumadora
mayoría de electores que han respaldado con sus votos, tanto al PSOE
como al PP, la salida de la crisis aceptando las medidas de austeridad dictadas
por la derecha europea, en tanto que los partidos que ofrecían otras
opciones han obtenido resultados minoritarios. Por desgracia, es difícilmente
cuestionable que la derecha es ideológicamente hegemónica
en Europa y en España.
Por otra parte, tomar la crisis como la única o principal referencia
del desastre electoral encierra una alarmante paradoja, pues deja ver que
un partido socialista se hunde ante una crisis del capitalismo, tan grave
que ha llevado a sus defensores a proponer su refundación. Si el
capitalismo se hundiese, lo esperable sería que arrastrara consigo
a sus defensores, pero se constata que se lleva por delante a quienes se
tienen por sus detractores, lo cual indica que goza de mejor salud que sus
adversarios.
El quid de la cuestión está en conocer las razones por las
que el PSOE se ha hundido en una ocasión tan propicia para la izquierda.
Y ante una situación tan paradójica hay que buscar algo más
lejos las causas de esa incapacidad y de esa incoherencia ideológica
y desentrañar por qué el Gobierno y el Partido Socialista
estaban tan mal preparados para afrontar esta crisis económica. Tan
mal dotados, por otra parte, como el resto de la izquierda, problema cuyo
análisis vamos a posponer.
Las tentaciones del PSOE
En la actual coyuntura, la principal
tentación del PSOE puede ser la de tapar el roto con un zurcido.
Abrumado por el desastre, perdido el rumbo y el liderazgo, e impelido por
el deseo de reducir las consecuencias de la derrota del 20-N sobre la elecciones
andaluzas del mes de marzo, la mayor tentación es actuar con prisa
para encontrar el sustituto de Zapatero y dar la sensación de que
el partido recupera la normalidad. Hay quien piensa -pronto me lo fiais-
que las elecciones europeas de 2014 pueden señalar la recuperación
del PSOE de cara a las próximas generales.
Pero la búsqueda del líder, la lucha por el poder y el debate
sobre la forma de elegir al Secretario General (candidaturas, primarias,
elección french style o lo que resultare) tienen el peligro de desplazar,
o aplazar sine die, el debate sobre las ideas, y cambiar las personas pero
no las ideas no es una buena idea. Ya ocurrió en el XXXVº Congreso,
cuando, sin un análisis autocrítico sobre los mandatos de González,
Zapatero fue elegido Secretario General.
Hoy, el descafeinado programa del PSOE está públicamente
tan maltrecho como la figura del exjefe del Gobierno y necesita un repaso
general para ver dónde y cómo se ha ido quedando en jirones
por las esquinas, pero no parece haber intención, al menos públicamente
expresada, de abordar semejante revisión y asumir las oportunas responsabilidades.
Al contrario, como las consultas electorales han repartido derrotas por
doquier, todos los indicios apuntan a que hay que huir de la autocrítica
como de la peste. Todos son perdedores -el único barón a salvo,
por ahora, es Griñán-; en eso no hay ventajas ni desventajas,
pues todos están unidos por la derrota. Y, ahora, cuando llega el
momento del relevo, se echan en falta las voces críticas en el Partido
cuando gobernaba con mayoría. Han faltado las críticas desde
dentro, las voces discrepantes pero leales. Las opiniones no triunfalistas,
si es que las hubo, fueron sofocadas para hacer piña con el Gobierno
ante al acoso brutal de la derecha. Esas voces gozarían de mucha legitimidad
a la hora de abordar la ineludible rectificación.
Zapatero, en la reunión del Comité Federal del 26 de noviembre,
admitió errores de gestión y comunicación, pues los
imprescindible ajustes de 2010 -no había alternativa- no hallaron
explicación en un discurso global y coherente, pero no fue mucho más
lejos. Posteriormente ha realizado una breve reflexión autocrítica,
que también resulta insuficiente ante el descalabro sufrido, aunque
la última derrota electoral se haya cargado en la cuenta de Rubalcaba.
Sería deseable que, en el cercano congreso del PSOE, el Secretario
General fuera un poco más explícito, algo más humilde
y aclarase que si no había alternativa es porque él carecía
de otra o de si consideraba la propuesta de Merkel, Sarkozy y Trichet como
la más conveniente para salir de la crisis. En cuyo caso no caben
lamentaciones por las consecuencias sobre las rentas más bajas ni
retóricas alusiones a la defensa del Estado del bienestar, porque
lo que exigen los mercados financieros es acabar con él o reducirlo
a la mínima expresión.
Las responsabilidades en la derrota, como miembros del Gobierno y como
candidatos que han recibido antológicos rechazos en las urnas, alcanzan
a los dos aspirantes a sucederle en la Secretaría General.
Chacón no se da por aludida y mira hacia delante. Desecha, por el
momento, una reflexión crítica sobre su actuación como
miembro de la Ejecutiva del PSOE, vicepresidenta del Congreso, ministra
de la Vivienda (cuando la burbuja inmobiliaria estaba a punto de estallar)
y de Defensa en los gobiernos de Zapatero, asegurando que no hacen falta
transiciones ni interregnos, pues el partido necesita levantarse ya con
el objetivo de gobernar cuanto antes.
El expresivo lema “Mucho PSOE por hacer”, que ahora, no antes, agrupa a
los más disconformes, no va acompañado de concreciones respecto
a cuánto y cómo se aborda lo que queda por hacer. Eso falta
en el emotivo y vago proyecto de Chacón, que poco se ha distinguido
por sus ideas, y de sus camaradas de la Nueva Vía, que parecen apostar
por otro relevo generacional tan falto de sustancia como el del XXXVº
Congreso. Lo más claro es la prisa por devolver al partido su fuerza,
su frescura y su capacidad de liderar, pero sin decir cómo, la insistencia
en abrir espacios para elegir al Secretario General y utilizar la capacidad
de las redes sociales para salir del aislamiento. Chacón, al frente
de los jóvenes y de las jóvenas, agradece al carroza Rubalcaba
los servicios prestados, que son mayores que los suyos, y le envía
al museo de la historia junto con Zapatero, a hacer compañía
a la vieja guardia.
Rubalcaba tampoco es partidario de iniciar una refundación ni una
profunda autocrítica sobre la gestión de los gobiernos de
Zapatero, de los que él formó parte cualificada, aunque cuenta
en su haber con más méritos que Chacón. Rubalcaba, que
defiende el programa que ya utilizó en la campaña electoral,
pretende colocar al PSOE en condiciones de conformar una alternativa a la
recesión económica mundial, para lo cual es preciso revitalizar
el proyecto de la socialdemocracia para que, en España y en la Unión
Europea, la salida a la crisis no sea la que imponen los mercados.
Ambos contendientes defienden por principio las conquistas del Estado del
bienestar, pero tal defensa mal se compadece con las medidas que aplicaron
cuando gobernaban. La gran incógnita sigue siendo la concreción
del programa económico para salir de la crisis, que cada candidato
someterá al congreso, pero, sobre todo, la justificación de
tal programa sin las urgencias y presiones que recibió Zapatero.
Es decir, ¿albergan dudas los contendientes sobre la idoneidad de
las medidas impulsadas por el FMI y la Unión Europea para salir de
la recesión? Y en consecuencia: ¿Alguno de los aspirantes a
la Secretaría General va a proponer un programa económico distinto
al de Merkel, Draghi y Sarkozy? ¿Conciben alternativas a la presión
de los mercados o seguirán presos de la decisión de Zapatero
de que no se puede hacer otra cosa que aceptar los dictados de la UE y el
FMI? Al fin y al cabo, si se hace recaer la mayor parte de la responsabilidad
de la derrota electoral en la gestión de la crisis, la discusión
sobre otras posibles soluciones debería ser un elemento central del
debate y de la renovación.
Un (posible) tercero en discordia, García-Page, alcalde de Toledo,
también alude, aunque de forma más alambicada, a la socialdemocracia,
cuando, en una entrevista, señala: No creo que haya que plantearse
una refundación del partido, ni que tengamos que bucear en la historia.
Yo reinterpretaría la socialdemocracia y, sobre todo, las formas
de gestionarla. ¿Reinterpretar la socialdemocracia? Pero, ¿no
es eso lo que han venido haciendo hasta ahora? ¿Reinterpretar la forma
de gestionar la socialdemocracia? ¿Acaso no estamos ante los resultados
de esa gestión? Y en todo caso, ¿por qué no bucear
en la historia? ¿Quizá porque hay demasiados episodios que
producen sonrojo?
Martínez Olmos, diputado por Granada, defiende un PSOE nuevo con
los valores de siempre. Pero, ¿cuáles son los valores de siempre,
en un partido que se transmutó para refundarse -el PSOE renovado
frente al PSOE histórico- y se ha transformado tras cada estancia
en el poder? That is the question.
Asignatura pendiente
Suspensos que no se recuperan nunca,
asignaturas que no se aprueban, capítulos de la vida que formalmente
nunca se cierran o cuentas que nunca se saldan eran conclusiones de la homónima
película de Garci.
Cada cual tiene, como parte de su pasado, asignaturas pendientes que arrastra
como puede, porque la recuperación ya no es posible, se estima demasiado
costosa o porque suscita la perspectiva de un nuevo fracaso. Quedan entonces
como parte del equipaje vital, como epígrafes inconclusos de la biografía
íntima de cada uno.
Pero un partido político orientado hacia el futuro no puede estar
largo tiempo atado a un fardo, hipotecado por episodios del pasado, que,
aunque hayan merecido la atención de sociólogos o politólogos,
no han sido debidamente explicados y expiados por sus dirigentes, confiando
en la generosa indulgencia de los votantes ante la perversidad, cierta o
presunta, del adversario o en que queden sepultados por esa apisonadora de
la memoria que es la rabiosa actualidad.
Zapatero, en 2004, aseguró a sus seguidores que no les fallaría,
porque el ejercicio del poder no iba a cambiarle. Les falló, porque
cambió. Pero, ¿qué tenía en la cabeza cuando
hizo tal promesa? La frase, un desliz freudiano, indica que Zapatero pensaba
que el ejercicio del poder había cambiado a González. ¿Sólo
a González? No, la estancia en el Gobierno había cambiado
a González y había cambiado profundamente al partido. Como
la estancia en el Gobierno ha cambiado a Zapatero y, arrastrado por él,
ha cambiado al PSOE hasta dejarlo irreconocible para millones de electores,
incluso para muchos de los que le han votado. De lo cual se extraen varias
conclusiones: una, que el PSOE es un partido cuyos máximos dirigentes
cambian, desplazándose a la derecha, cuando están en el Gobierno.
Dos, que es un partido que cambia dócil y profundamente detrás
de sus dirigentes. Tres, que tales cambios amenazan con desnaturalizar el
partido. Cuatro: que los cambios en la naturaleza del partido debilitan
su perfil y lo hacen más vulnerable a las presiones externas.
Advirtiendo esa progresiva pérdida de identidad, desde filas amigas
se ha acusado a Zapatero y al Gobierno de carecer de guión o de hoja
de ruta y de no saber explicar sus decisiones ni justificar medidas que
eran acertadas. Pero tal actitud no se debe a errores en materia de comunicación,
carencia que se remonta a la época de González, sino a la
dificultad de engarzar medidas coyunturales en un discurso único,
porque detrás no existía un programa coherente que sirviera
de marco de referencia y les diera entidad. Como efecto de esa desnaturalización,
el Gobierno daba la impresión de que carecía de guión,
pero en realidad le faltaban una cartografía adecuada para saber
dónde estaba (Hispania terra incognita) y una brújula que
le marcara el Norte, pero sobre todo necesitaba un psiquiatra para saber
quién era. La gran asignatura pendiente del PSOE es tenderse en el
diván y hacer un examen crítico sobre su trayectoria reciente;
un examen de conciencia, como dirían sus afiliados católicos,
sin el cual no hay dolor de corazón ni propósito de enmienda.
Y cuando se acepta que se tiene una conciencia demasiado laxa, para que la
enmienda sea verosímil hay que cumplir la penitencia, que no es otra
cosa que asumir las responsabilidades políticas pertinentes.
En el XXXVº Congreso (julio de 2000) se perdió la ocasión
de efectuar ese examen retrospectivo sobre los controvertidos mandatos de
González, en los cuales, junto con innegables aciertos, habitualmente
exhibidos, había no pocos aspectos merecedores de atención
y aún de reconvención. No sólo el problema de la corrupción,
gravísimo en sí mismo, o el del GAL, sino otros asuntos que
contribuyeron a desdibujar la identidad del PSOE.
En primer lugar, al ocupar las instituciones, el partido se confundió
con el Estado deviniendo en un instrumento dispensador de puestos, cargos
y prebendas y, con la eficaz labor de la comisión de conflictos,
en un disciplinado séquito del Jefe del Gobierno y Secretario General.
En segundo lugar, aparecieron actitudes poco ejemplares en el ejercicio
del poder. El abuso de la mayoría absoluta y ciertas formas de autoritarismo,
de caciquismo y de prepotencia marcaron no sólo la actividad de las
instituciones sino que levantaron una barrera ante la ciudadanía,
inducida a la pasividad, a pagar impuestos y a callar ante los incuestionables
aciertos del Gobierno.
En tercer lugar, bajo la poderosa influencia de la revolución conservadora,
un acusado pragmatismo permitió ir cambiando el programa sobre la
marcha para adaptarlo al discurso económico dominante, por el que
se abandonaron ideas aceptadas poco tiempo antes. El socialismo como proyecto
de construcción de las condiciones sociales que hagan posible la felicidad
de todos los hombres, poético objetivo del XXIXº Congreso (1981),
que expresaba retóricamente el deseo de un cambio profundo, fue reducido
poco después a proporciones más modestas: que España
funcione.
De la progresiva eliminación de la economía capitalista,
anunciada por Felipe González en el XXVIIIº Congreso (1979),
mediante el control del sistema de producción y una nueva distribución
del trabajo, las rentas y el consumo, se pasó a la simple gestión
del capitalismo, palabra que se sustituyó por la economía.
El capitalismo ya no era un modo de producir que explotaba a los trabajadores
y repartía desigualmente la riqueza, sino el sistema que había
que gestionar con lo que se tenía más a mano: las teorías
neoliberales difundidas por Reagan y Thatcher, y aceptadas por la socialdemocracia
europea. Felipe González siempre ha sentido una fascinación
por la señora Thatcher, no física sino ideológica sobre
su contundente manera de gobernar, diría un dolido Nicolás
Redondo, tras la ruptura del PSOE con la UGT que condujo a la huelga general
de 1988.
Sin llegar a la inconsistencia de Zapatero en el ámbito internacional,
también había aspectos a revisar en las relaciones de los
gobiernos de González con la OTAN, el Mercado Común o el Vaticano,
pero los casi mil delegados que asistieron al XXXVº Congreso, de los
que las tres cuartas partes lo eran por primera vez, respaldaron la decisión
de hacer tabla rasa con el pasado inmediato y dar por zanjada la etapa felipista
con un relevo generacional. Si ese cónclave se saldó con una
faena de aliño la etapa de González, en el próximo
congreso una faena similar podría saldar la de Zapatero.
¿De qué lado está
el PSOE?
Ante los graves problemas que un partido
que aspira a gobernar tiene delante: una crisis económica de larga
duración, con los años duros que ya han pasado y lo que aún
queda por pasar, la hegemonía de la derecha en España y en Europa
y la agónica situación de la Unión Europea en un mundo
en plena reconfiguración, el PSOE está siendo interpelado para
que defina en qué lado de la raya se encuentra.
La derecha europea exige nuevos ajustes, nuevos castigos a las mujeres,
los parados, los asalariados, los dependientes, los jóvenes, los enfermos,
los ancianos y los niños, que van a vivir aún peor. Se trata
de una ofensiva en toda regla contra logros económicos y derechos
sociales y sindicales, obtenidos tras largos años de luchas, sacrificios
y esfuerzo económico y fiscal de las clases subalternas (los ricos
y los grandes empresarios apenas tributan), que van a reducirse o a desaparecer.
Derechos que dejarán de serlo y que harán más pobres
a los pobres, más desfavorecidos, más subalternos, más
sometidos y menos ciudadanos, para acercarse al viejo sueño de la
derecha: menos igualdad y menos libertad para los que no son ricos.
La opción el PSOE está en sumarse al bien financiado y promovido
coro de los que proclaman cada día que el Estado de bienestar no
se puede mantener, el sistema de pensiones no se puede sostener y el régimen
laboral es inviable, pero no quieren hablar de subir los impuestos a las
grandes fortunas. O bien en rechazar por antisocial, además de por
inútil, la salida a la crisis dictada por la Unión Europea
y el FMI, y explorar otros caminos que además de ser útiles
en España para no cargar el mayor coste de la crisis sobre las clases
subalternas, sirvan para los más desfavorecidos de otros países,
en un mundo que está en fase de reorientación.
Ha llegado el momento de definirse de una manera tan lapidaria como lo
hacen la derecha y los ricos y decir con quién se juega los cuartos,
si con los ricos o con los pobres; con los rentistas o con los trabajadores;
con las grandes fortunas y los financieros o con los asalariados, pequeños
empresarios y autónomos; con los dependientes de la red asistencial
del Estado o con los podadores de tales servicios.
Y ante la ofensiva de la derecha española y europea, por no decir
mundial, en el PSOE deben prepararse, sin excusas ni subterfugios, para
responder con claridad y, sobre todo, con sinceridad, a la pregunta que
tarde o temprano les formularán sus electores: ¿de qué
lado estáis?