Luis M. Sáenz Contra el Papa Revista Iniciativa Socialista (ahora Trasversales), número 33, febrero 1995 Textos del autor en Trasversales "Maigre immortalité noire et dorée, "La democracia es el ateísmo. Es el primer régimen
que osa prescindir, absolutamente, de la religión" El reciente libro de Juan Pablo II (2) no es una beatería, sino un libro político que hay que leer, aunque sea un libro fundamentalista con el que no se puede dialogar, lleno de la intransigencia de quien se atreve a decir "Esta revelación es definitiva, sólo se la puede aceptar o rechazar"[32-33]. Es un libro para alzarse contra él; pero contra un libro uno no se alza prohibiéndolo, despreciándole o quemándolo, sino con ideas. En defensa de la racionalidad -no del "racionalismo"(3)-, de la democracia, de los derechos humanos como conquista y creación humana, de la autonomía individual y social. Contra la superstición, contra el oscurantismo, contra el integrismo. Contra el Papa, no contra los católicos. Contra el Papa, como se está contra un dictador. Sería hipocresía adoptar un tono dialogante con un personaje que afirma su infabilidad "en virtud del Espíritu Santo"; un personaje que, además, hace esa afirmación desde el mando supremo de un miniestado nacional y de una gran organización supranacional, presente en las diversas instancias de la política y de la organización mundial [172-173] y con voluntad expresa de interferir en las leyes civiles, en el sistema educativo o en el sistema sanitario. Wojtyla fustiga al "racionalismo unilateral" y al positivismo, rivales
ya muy debilitados por el propio impulso del pensamiento crítico
y del movimiento científico y cultural. Pero el enemigo esencial contra
el que dirige sus ataques es la Ilustración, la modernidad, "la igualdad,
la libertad, la fraternidad"[68-69]. Wojtyla realiza una crítica premoderna
de la modernidad, a la que responsabiliza de una lucha contra Dios desde hace
tres siglos[141]. Su crítica es antidemocrática y reaccionaria.
Por ello, Wojtyla no sólo ataca el ateísmo, sino también a los teísmos con "un Dios fuera del mundo", pues lo que no admite es es laicismo, la consecuencia de "Que el hombre tenía que vivir dejándose guiar exclusivamente por la propia razón, como si Dios no existiese"[69]. Pero si la convivencia humana se organiza "como si Dios existiese" -¿cuál dios?-, la democracia no es posible, ni tampoco la creación de una polis común. La democracia es esencialmente atea (Lévy), o pagana, que viene a ser lo mismo, porque el momento de su nacimiento es aquel en el que se pone en cuestión la ley (Castoriadis). Sin embargo, la democracia no es atea de la misma forma que yo soy ateo, sino es un sentido que, a mi entender, puede ser aceptado por los movimientos cristianos progresistas(5). La democracia no afirma ni niega a dios, sino que prescinde de él. Pues no se trata, claro está, de que la Constitución niegue la existencia de un dios, o de que el Estado se proclame ateo u organice la propagación del ateísmo, ni de que se persiga o discrimine a los creyentes. Lo que la democracia implica es que la ley y el ordenamiento político y social es asunto humano, exclusivamente humano, y que su creación y cuestionamiento pertenece también a cada ser humano y a cada época; que ni el diálogo ni el conflicto sobre esas leyes y sobre esos ordenamientos tienen otro sustento que la autonomía individual y social, la responsabilidad del ser humano -de todo ser humano- ante sus actos y decisiones. La lejanía de Juan Pablo II respecto a la democracia se expresa
precisamente en su reivindicación de los "derechos del hombre". No
sólo por lo contradictorio de quien sustenta su radical lucha contra
el derecho al aborto en la idea de que "El derecho a la vida es, para el hombre,
el derecho fundamental"[201], pero sigue reconociendo la pena de muerte-,
sino, sobre todo, por el contenido mismo de esa "reivindicación".
Para él, "Es evidente que estos derechos han sido inscritos por el
Creador en el orden de la creación; que aquí no se puede hablar
de concesiones de las instituciones humanas, de los Estados o de las organizaciones
internacionales. Tales instituciones expresan sólo lo que Dios mismo
ha inscrito en el orden creado por Él, lo que Él mismo ha inscrito
en la conciencia moral, en el corazón del hombre"[195]. Pues bien,
se crea o no en un ser transcendente, no hay pensamiento democrático
si no se acepta que los derechos humanos son creación y conquista humana,
fruto de su esfuerzo y de su actividad. La democracia no se reduce a un conjunto
de normas y procedimientos, sino que tiene sus raíces en la responsabilidad
humana, una responsabilidad que no se confunde con el comportamiento según
valores pre-dados sino que se desarrolla plenamente en la creación
de los valores, aunque esta creación no sea arbitraria y esté
condicionada -¡no determinada!- por las circunstancias históricas,
sociales o biológicas. La salvación ¿Cómo negar, sin caer en una intolerancia similar a la de Wojtyla, que los Evangelios y la figura de Cristo pueden ser, y son de hecho, fuente de inspiración para combates personales admirables? Son muchas y diversas las pasiones y las razones que llevan a millones de seres humanos al terreno común de la justicia y de la libertad, y entre ellas pueden encontrarse pasiones religiosas y razones evangélicas. Pero el libro de Wojtyla no trata de ética. Asunto demasiado humano, peligroso para el integrismo por ser susceptible de diálogo laico entre ateos y creyentes sin necesidad de recurrir al "Misterio" o a la revelación. El eje total del libro del Papa es la salvación y la condenación, la inmortalidad en cualquier caso. Ese es el producto cuyo "repugnante consuelo" (Valery) ha puesto a la venta Wojtyla. Es una elección muy inteligente. La salvación es la fuerza de todo integrismo, pues la democracia no puede ni quiere ofrecerla. La salvación contra la salud: ese es el juego y la trampa, como ya desenmascaró Nietzsche. La salvación contra la salud: no es una metáfora. Literalmente: "El mundo, que puede perfeccionar sus técnicas terapéuticas en tantos ámbitos, no tiene el poder de liberar al hombre de la muerte. Y por eso el mundo no puede ser fuente de salvación para el hombre. Solamente Dios salva", "La muerte temporal no puede destruir el destino del hombre a la vida eterna" [85-91]. La tarea real, posible, humana, de combatir la muerte en el mundo prolongando y mejorando la vida mientras esto sea posible debe dejar paso a la tarea divina de vencer definitivamente a la muerte... fuera del mundo. Si la esperanza de vida en algunos países doble a la de otros, ¿qué diferencia hay frente a la infinitud de la vida eterna? ¿no es en ambos casos nula su proporción frente a la eternidad? Pero si esa vida eterna no existe, como pensamos los ateos, lo único que queda es que en Gabón y en otros lugares del mundo vive menos de la mitad del tiempo que, a finales del siglo XX, puede vivir razonablemente el ser humano, o que, incluso en los países occidentales avanzados, se encuentran diferencias significativas en la esperanza de vida de grupos sociales diverosos. Ciertamente, "El mundo no es capaz de liberar al hombre del sufrimiento, en concreto, no es capaz de liberarlo de la muerte"[73]. ¿Pero por qué en Gabón "sufren" durante 45 años menos que en Japón? ¿Por qué Bosnia y Grozni? ¿Por qué Ruanda, por qué Somalia? ¿Por qué la Inquisición, por qué la infamia colonial en Africa, América y Asia, por qué el Holocausto, por qué Hiroshima, por qué el Gulag? ¿Por qué rebrotan la peste y el cólera? ¿Por qué el hambre, la tortura, el crimen y el racismo? Por la presencia del mal en el mundo, se dirá en el lenguaje vaticanista... Aceptémoslo, para entendernos. Pero ese mal, el mal a nuestro alcance, el mal al que podemos combatir o con el que nos podemos comprometer, el que sufrimos o del que somos cómplices, es el mal que nos interesa, los males de los que el ser humano puede tratar de liberarse o proponerse incrementar. Pero Wojtyla, en su cruzada contra la autonomía, no admite
siquiera que cada ser humano sufre su propio e irrepetible sufrimiento: "Todo
está contenido en esto [la muerte de Cristo en la cruz]: todos los
sufrimientos individuales y los sufrimientos colectivos, los causados por
la fuerza de la naturaleza y los provocados por la libre voluntad humana,
las guerras y los gulag y los holocaustos, el holocausto hebreo, pero también,
por ejemplo, el holocausto de los esclavos negros en Africa"[79]. El sufrimiento de cada ser humano es singular, único, irrepetible,
y el mal se expresa de múltiples formas, o, mejor dicho, las múltiples
formas que provocan el dolor humano constituyen "el mal". Sobre un único
dolor, el de Cristo, y sobre la figura de la Redención en él,
puede formarse quizá una Iglesia, si así lo quieren sus fieles,
pero las éticas y las solidaridades humanas se tejen con muchos hilos,
hilos que no son salvíficos sino salutíferos y que no son movidos
por la euforia de la promesa de triunfo definitivo sino por la simpatía
y (com)pasión entre seguros perdedores que no renuncian a luchar y
a mejorar algo las cosas durante cierto tiempo. La perdición ¿Por qué tienen tanto éxito las religiones salvíficas,
teístas o no? ¿Por qué millones de seres humanos han
aceptado la existencia de un futuro paraíso, celestial o terrenal?
¿Por qué en su nombre han llegado muchos a sacrificar su presente
o a torturar a otros seres humanos? No tengo los conocimientos necesarios
de historia, de antropología, de sociología o de psicología
para dar una respuesta. En todo caso, creo que uno de los puntos fuertes
de las doctrinas salvíficas es que nos evitan el tener que asumir
nuestra irremediable perdición. Es muy difícil pensar la muerte
propia como definitiva, como nunca más, como se acabó. Pero,
a pesar del innegable atractivo de las doctrinas salvíficas, éstas
son un espejismo que obstaculiza la solidaridad humana, al menos cuando dominan
el comportamiento social. Las primeras de estas preguntas han tenido ya respuesta empírica contundente. Se ha asesinado, torturado, saqueado, violado, humillado y despellejado a muchos más seres humanos en nombre de la salvación y de la pureza (pero buscando poder, gloria, riqueza, prestigio, inmortalidad, honor) que desde un matizado escepticismo -no indiferencia-. No sólo "Todavía permanece en la atmósfera el vaho de los desolladeros"(7), sino que permanecen los propios desolladeros... en honor de la Verdad Absoluta. Wojtyla ofrece su paraíso: "En vez de tantas verdades parciales, alcanzadas por el hombre mediante el conocimiento precientífico y científico, la visión de Dios 'cara a cara' permite gozar de la absoluta plenitud de la verdad"[86]. Pero la absoluta plenitud de la verdad es la máscara del terror, si no el terror mismo. Es la muerte disfrazada de vida. Simultáneamente, es también patente que ateos y creyentes han creado solidaridades humanas y se han dotado de proyectos éticos, comunes en muchos casos, sin tener que basarlos en una utopía salvífica. Más aún, creo que la conciencia de la perdición tiene un potencial ético y transformador muy superior a cualquier perspectiva salvífica, especialmente en esta época. El potencial emancipador de la conciencia de la perdición y su capacidad productiva como paradigma para nuestra época ha sido ya tratado espléndidamente en la obra de Edgar Morin(8), a la que remito. Se equivoca Ernst Jünger cuando escribe "El hombre más fácil de asustar es, ciertamente, quien cree que todo ha acabado cuando se ha extinguido su fugaz apariencia"(7). No quiero hacer ninguna injusta generalización, pues el coraje cívico de muchos creyentes es impresionante y muy superior al mío, pero permítaseme decir que muy bien podría ser que, en términos generales, quien no afronta su fugacidad fuese un ser humano mucho más fácil de asustar, porque ya está terriblemente asustado, tanto que no es capaz de asumir su miedo, como quien ante síntomas cancerosos evita cualquier revisión (no es por tanto casual que Jünger, en la obra citada, haga también apología de curanderos y sectas). En cuanto a la pregunta por el sentido de la vida humana, yo diría que la vida humana no tiene sentido a priori, no más que la de un gato, una mosca o un clavel. Lo que la diferencia esencialmente de éstas es la capacidad de crear sentido. La cuestión del fundamento Dice Juan Pablo II: "La fundamental utilidad de la fe está en el hecho mismo de haber creído y de haber confiado"[189]. Dice Cornelius Castoriadis: "El hecho de que yo luche es lo que tiene sentido, no el hecho de que aquí a dos siglos exista una sociedad perfecta"(9). Hay semejanza formal entre ambas frases. En esa semejanza reside precisamente su diferencia radical. Para el primero, el sentido de su existencia es dado al ser humano. Para el segundo, el ser humano pone sentido a su existencia. La diferencia es irreconciliable, no hay lugar para dialéctica conciliadora. Si el Papa nos dice que sólo podemos aceptar o rechazar la Revelación, a nosotros, que no aceptamos ley revelada alguna, no nos queda más que rechazar; si nosotros proponemos un diálogo basado en la creatividad humana, en la autonomía, en la racionalidad apasionada y en la pasión razonable, el Papa puede muy bien negar esa imaginación radical, esa racionalidad, esa pasión y esa autonomía en nombre de la Revelación, sin que nos sea posible dar una "prueba" no circular, que no suponga ya lo que quiere demostrar. ¿Por qué entonces optar por ese poner sentido frente al sentido dado? ¿Cuál es nuestro fundamento? Si se pregunta por un fundamento último, no existe. Nos encontramos ante lo que Castoriadis llama la "irreductibilidad de la convicción". Como él mismo Castoriadis dice, "La idea de autonomía no puede ser ni fundada ni demostrada, pues todo fundamento o demostración la presupone (ninguna 'fundación' de la reflexividad sin presuponer la reflexividad)". La autonomía, su proyecto, es una creación histórica humana, una decisión de ser libres; una vez creada y aceptada, puede desarrollarse y razonarse, pero ese razonar, así como los derechos humanos y la democracia, tiene ya como fundamento el propio proyecto de autonomía. Desde nuestra opción sin fundamento (último) debemos reconocer a los creyentes igual derecho a su opción sin fundamento (último) por la Revelación. Pero lo que nos obliga a ese reconocimiento es nuestra propia opción. La libertad religiosa no es consecuencia de las religiones, que tienden a negársela mútuamente, como se niegan sus dioses, sino consecuencia del proyecto de autonomía, proyecto, por otra parte, compartido con muchos creyentes que no lo oponen a su fe. Es el combate laicista el que ha ganado espacios para la libertad religiosa. Si todo carece de fundamento último, ¿todo es igual,
¿da lo mismo todo?, ¿todo es equivalente? No, desde el momento
que hemos optado. Aceptado el proyecto de autonomía, de él se
deduce que podemos luchar, que podemos tratar de convencer, que podemos incluso
odiar rabiosamente ciertas ideas y ciertos actos, y que todas esas cosas
nos pueden hacer relativa y parcialmente felices, como lo hacen otras experiencias
vitales, y labran nuestra identidad personal o lo que sea esa cambiante cosa
que entendemos como tal. Pero debemos luchar y odiar sin sentimiento de
superioridad, sin la pretensión de que nuestros actos tengan otro fundamento
más allá de nuestra propia libertad y el cúmulo de circunstancias
que nos rodean y nos modelan a la vez que contribuimos a modificarlas. ¿Y la modernidad? Lo que me distancia de Wojtyla no es que critique a la modernidad,
sino el que su crítica sea premoderna; mejor dicho, la crítica
de Wojtyla es antimoderna sólo respecto a los mejores valores de
la Ilustración, ya que entre el integrismo religioso y alguna de las
significaciones de la modernidad hay aún un hilo común. En efecto,
el mito teísta de la omnipotencia divina y la salvación está
unido por una especie de banda de Möbius (10) con el mito moderno del
pleno dominio tecnocientífico del mundo y de su devenir por una razón
abstracta-calculadora. Son mitos totalitarios que se oponen a la alteridad,
a la emergencia, a lo nuevo, a la irreversibilidad, a la imaginación,
a la pasión, a la poesía, a la ciencia incluso, a la libertad
en suma. Negadores de la muerte, tienen que negar también la vida.
Sometamos a crítica la modernidad. Pero que sea una crítica moderna, o quizá sea mejor decir postmoderna si se marcan claramente las distancias frente al "postmodernismo" de renuncia y puramente ornamental denunciado por Ignacio Castro: "La cantinela actual contra un pensamiento de la totalidad es la coartada perfecta para este totalitarismo contemporáneo del control masivo, pues así prohíbe la competencia y, sobre todo, prohíbe pensar la totalidad de este sistema. De este modo, el sistema mismo no aparece como tal y parece confundirse con la vida"(11). Hay pues que pensar sobre "el Todo", para no confundirle con la vida,
pero de la única manera en que puede hacerse: negativa y críticamente,
sabiendo que nuestro pensamiento sobre la totalidad no es pensamiento de
la totalidad ni debe crear una totalidad de pensamiento (utopía totalitaria),
sino que es ese "gran sueño del hombre escrito sobre una tela de Penélope
que siempre se deshace y siempre recomienza", por usar las bellas palabras
del físico Georges Lochak(12). Un sueño del que será
imposible erradicar el deseo de inmortalidad, propio de la potente y rica
afirmación radical de nuestra individualidad, pero un sueño
que debe ser lo suficientemente lúcido para no creer en sí
mismo y saber que algunos de nuestros deseos más íntimos pueden
darnos impulso pero son imposibles de satisfacer. Del polvo venimos y en polvo
nos convertiremos. Notas (1) "Magra inmortalidad negra y dorada,/ repugnante consuelo laureado,/ que seno maternal haces de la muerte,/ ¡Bello engaño y ardid piadoso!/ ¡Quién no conoce y quién no rechaza,/ Ese cráneo vacío y ese eterno reír!" Estrofa XVIII de Le cimetière marin. (2) Cruzando el umbral de la esperanza, Juan Pablo II, Plaza & Janes, Barcelona, 1994. En lo que sigue, las referencias a este libro se harán colocando entre corchetes las páginas que se citen (por ejemplo [100] o [100-103]). (3) "La racionalidad trata de establecer un diálogo con lo real por medio de estructuras lógicas, sabiendo muy bien que lo real es más rico que todo el arsenal de las estructuras lógicas; la racionalización trata de encerrar la realidad, indomable, en un sistema coherente a priori". Edgard Weber, "Pensée islamique et complexité", en Les défis de la complexité (autores varios), L'Harmattan, Paris, 1994. (4) Ver Cornelius Castoriadis, Le monde morcelé, Seuil, Paris, 1990, y Cornelius Castoriadis, L'institution imaginaire de la société, Seuil, Paris, 1975. También Cornelius Castoriadis, "The Discovery of the Imagination", en Constellations, nº 2, octubre 1994. (5) "El desafío, tanto para el creyente como para el no creyente, consiste en aceptar realmente la autonomía de lo político, su secularidad, su carácter propio, que es ajeno a cualquier otra realidad". José Mª Mardones, Fe y política, Sal Terrae, Maliaño (Cantabria), 1993, pp. 203-207. (6) En La pureté dangereuse (Grasset, Paris, 1994), Bernard-Henry Lévy considera que la doctrina del pecado original actúa como antídoto frente al integrismo, por lo que el islam sería más proclive a éste que el cristianismo o el judaísmo. Aunque este libro, apasionante y necesario por tantas otras cosas, es en buena medida incitador de este artículo, discrepo en este aspecto de la tesis de Lévy. La doctrina del pecado original no se dirige contra el ideal fanático de pureza sino contra la libertad humana; no afirma que el mal es irradicable de los actos humanos, sino que el ser humano se encuentra siempre en el mal sean cuales sean sus actos, a no ser que sea salvado desde fuera, por la Gracia ("El Espíritu sopla donde quiere y como quiere"[195]). En particular, la doctrina del pecado original conlleva el rechazo implícito de toda ética laica. (7) La emboscadura, Ernst Jünger, Tusquets, 1988, Barcelona. Un gran libro, también profundamente reaccionario, aunque con gérmenes susceptibles de desarrollo progresista. (8) Edgar Morin, El hombre y la muerte, Kairós, Barcelona, 1994, Un nouveau commencement, Morin, Bocchi y Ceruti, Seuil, Paris, 1991, y Terre-Patrie, Edgar Morin y Anne Brigitte Kern, Seuil, Paris, 1993. (9) Entrevista a Cornelius Castoriadis, Archipielago, nº 17, otoño 1994. (10) Superficie en la que partiendo de un punto visto "sobre una cara" se llega, describiendo una curva suave y sin atravesar la superficie, al mismo punto... por la otra cara. Se puede construir fácilmente: se recorta en papel o tela un rectángulo largo y estrecho; se unen los lados opuestos cortos pero retorciendo la banda, de forma que se superpongan los vértices opuestos del rectángulo. Ya tenemos una banda de Möbius. (11) "De la rebelión", Ignacio Castro, en Milagro, autores varios, Galería May Moré, Madrid, 1994. (12) La géométrisation de la physique, Georges Lochak, Flammarion, Paris, 1994. |