El Imperio tras la invasión de Irak
Antes de nada, nos interesa aquí definir
el cuadro geopolítico que se ha venido presentando
en esta primera década del siglo XXI. Para
proceder a esta definición, tómese como
clave los eventos de Seattle, inténtese comprender
cómo de aquellas luchas contra la mundialización
neoliberal (puesta en acto por un capitalismo que había
triunfado sobre la gestión soviética
del capital y, consecuentemente, unificado el mundo
bajo el propio mando) se llega hasta el 15 de febrero
de 2003, cuando 110 millones de personas, una multitud
por la paz, se oponen al diktat de las potencias occidentales
imperiales contra Irak: el cuadro geopolítico
no podrá ser definido aquí más
que a partir de la crisis (es decir, del enfrentamiento)
de las superpotencias que actúan en la globalidad,
es decir, el imperio y las multitudes. Desde esta perspectiva,
está claro que el sistema soberano del Imperio
es dual, y que solamente podrá ser definido
considerando la dialéctica que pone en una
relación destructiva y/o constructiva a las
multitudes y al soberano: comencemos entonces por definir
al soberano y cómo acosa su acción.
El soberano ha declarado
su estrategia. Su táctica es discutida todos
los días por la denominada opinión pública,
propagada y contrastada, pero aún así
está bien atada. El primer objetivo estratégico
ha consistido en hacer madurar la crisis de las instituciones
del viejo orden internacional. Si el soberano imperial
quiere gobernar la globalización, debe de hecho
privar a la Organización de Naciones Unidas de
toda capacidad política y jurídica efectiva.
Cuando al final de la segunda guerra mundial se creó
la ONU, confluían en ella la aspiracion iluminística
a un gobierno cosmopolita y al diseño democrático
de los Estados que habían liderado y ganado
la guerra antifascista. Las Naciones Unidas parecieron
poder constituir tanto el núcleo de un futuro
Estado mundial como el dispositivo gubernativo que preparase
su realización. Todo esto ha terminado en el último
medio siglo aproximadamente. Implicadas en la Guerra
Fría y neutralizadas por su incapacidad de romper
con los mecanismos burocráticos que se habían
afirmado en su interior, bloqueando toda exigencia
de renovación, con la caída del orden
bipolar las Naciones Unidas han caído a su vez
bajo el dominio de la única superpotencia imperial
residual. La hegemonía estadounidense en la ONU se
ha hecho pesadísima. La ONU se ha convertido en
el lugar donde la hegemonía unilateral de Estados
Unidos ha podido jugar mejor su juego. Y es también,
paradójicamente, el lugar donde menos se ha podido
expresar una imaginación de poder adecuada a
la globalización. Actualmente es clara y violentamente
activa la voluntad estadounidense de liquidar a la
ONU después de la imprevista derrota diplomática
sufrida en el momento de la declaración de la
segunda guerra iraquí. Ahora se trata de comprender
cuáles serán las formas en que se organizará
esta voluntad.
Pero para considerar el cuadro actual pos-guerra
contra Irak es preciso, tras haber subrayado la crisis
de la ONU, recordar en segundo lugar que, a partir del
final de la Guerra Fría, el soberano capitalista
estadounidense de todos modos comenzó a penetrar
en las tierras del ex-enemigo, a desplazar y redefinir
los límites, a organizar una gran red de control, única
en el mundo. Las políticas de contención
del mundo occidental respecto a la Unión Soviética
han sido ahora releídas en términos de
un roll back que no tenía nada de abstracto,
sino que consistía más bien en la construcción
de bases militares en territorios de la ex-Unión
Soviética, un proceso de infiltración
militar antes que ideológica y humanitaria. Por
lo tanto, la misión civilizatoria se había
agotado muy rápido… la penetración imperial
de Estados Unidos se presentaba en términos precisos,
no equívocos: ahora, en una década, es
como una gran media luna del mando imperial la que se extiende
de Medio Oriente a Corea del Norte atravesando los territorios
ex-soviéticos de Asia central, con un ahondamiento
austral de bases estratégicas (Filipinas y Australia).
De este modo, se ha configurado un horizonte político
nuevo y global. El soberano ha asumido un papel imperial.
Un enorme poder militar se despliega por el mundo.
La operación está, sin embargo, todavía
inconclusa. Existen zonas con relevancia estatal y
aspiraciones globales que ni están ni podrán
estar nunca incluidas en el régimen imperial.
Por consiguiente se tratará, por parte del poder
imperial, de volver frágiles estas potencias,
de encerrarlas en su “disposición zonal” y/o
“continental”, así como de integrarlas eventualmente
en una estructura jerárquica con el fin de controlarlas
de forma segura y eficaz. Se trata sobre todo de las
tres grandes potencias que, en el flujo geopolítico
imperial, no pueden ser anuladas y que, antes o después,
podrían constituir un peligro: Europa, Rusia
y China. Obviamente, la voluntad hegemónica
y el proyecto estratégico del soberano imperial estadounidense
preven bajo presión a estas tres potencias: así,
la guerra iraquí ha atacado directamente la
posibilidad de existencia de la potencia industrial
europea, arrebatándole todavía más
el control de las fuentes energéticas; la designación
de Irán como “Estado canalla” expande la amenaza
imperial en el bajo vientre asiático de Rusia;
el aislamiento y la represión de una eventual
amenaza nuclear proveniente de Corea del Norte debilita el
flanco de toda política de la potencia china. Las perspectivas
geopolíticas y los instrumentos del poder imperial
se definen así de forma plena: el proyecto de
guerra preventiva, cuya concepción precede al
11 de septiembre, se ve aquí acelerado; los procesos
de jerarquización, segmentación y de
aislamiento eventual de mundos continentales alternativos
se ven aquí afirmados definitivamente. Tras
la guerra iraquí ya no existe la posibilidad de
considerar el programa imperial como un programa aleatorio
en las formas y particularmente intenso en el tiempo. El poder
mundial no se comparte con nadie y la América
posterior al 11 de septiembre parece haber elegido definitivamente
la vía de la organización unilateral
del orden global, liquidando de esta forma a sus partners,
subordinando y articulando la alianza con ellos siempre
dentro de “cooperaciones voluntariosas” diversas y
contingentes. La OTAN y las otras organizaciones/alianzas
militares ya no resultan útiles al soberano
imperial —pues podrían influir en la toma de
decisiones, aportando así sus exigencias aleatorias
a la perspectiva hegemónica en el choque contra
los globalistas.
Tras el 11 de septiembre, con la preparación
y el desarrollo de las guerras afgana e iraquí
se afirmó el unilateralismo norteamericano.
Como hemos visto, este nuevo dispositivo ha generado
consecuencias geopolíticas y ha producido un
reordenamiento geoestratégico fundamental. Este
reordenamiento, confirmado con el final de la guerra
iraquí, se ha diseñado en torno a tres elementos,
que intentaremos describir a continuación. Se trata
de dispositivos en sí mismos críticos:
en el momento en que se configuran nuevas posibilidades
de ruptura, al mismo tiempo éstas cubren y mistifican
viejas fracturas no resueltas.
Un primer elemento del reordenamiento geoestratégico
consiste en la reorganización regional y jerárquica
de las potencias mundiales. El Grupo de los 8 (G8)
ya no se configura como un encuentro entre pares, sino
como una corte con un primus inter pares. El orden
imperial apuesta a gobernar mediante unidades y filtros
regionales. Su mando se despliega en una relación
jerárquica. La situación sigue estando
ciertamente abierta: así al menos resulta oportuno
considerarla si, en nuestra aproximación, tenemos
en cuenta el carácter intempestivo a menudo
presente en las relaciones de fuerza geopolíticas y
en la realización efectiva de las tensiones normativas
de la política internacional. Las unidades
regionales pueden constituir de hecho elementos de
contradicción respecto a la unidad jerárquica
del orden geopolítico y del mando soberano imperial.
Que coincidan el nuevo orden geopolítico y el
imperial es puesto en duda de hecho por algunos protagonistas
políticos y económicos del proceso.
Es en esta perspectiva en la que, por ejemplo, se valoran
las oscilaciones de la voluntad política contradictoria
de la Unión Europea, unas veces abierta a la
alianza atlántica hacia los Estados Unidos y otras
a la perspectiva de la unificación continental con
Rusia. Es aquí donde el mundo ex-soviético
en ocasiones se dispone al acuerdo con el vértice
imperial mientras que en otras intenta compactaciones
internas y alianzas europeas, siguiendo viejas líneas
geopolíticas que parecen mantener su fuerza
propulsiva. Y en este cuadro es donde se desarrollan,
como se ha dicho, los extraños experimentos chinos
de “democracia de las clases medias” y las curiosas experimentaciones
de una “globalización autocentrada”. Pero este
impulso regional en el marco del reordenamiento estratégico
del orden imperial no se afirma solamente en las políticas
y en la acción económica de los grandes
centros continentales sino que encuentra también
correspondencias en América Latina, allí
donde se producen experimentos de autonomía
regional, sobre todo en torno a Brasil. Y además, ¿se
puede imaginar un reordenamiento estratégico
de las zonas mediorientales fuera de la organización
de un poder regional?
Un segundo elemento hace referencia a la crisis
que ha golpeado y sigue golpeando a las aristocracias
multinacionales del orden imperial. Cuando hablamos
de aristocracias queremos decir las élites
o bien las agencias capitalistas que gestionan empresas
multinacionales o administraciones de Estados nacionales.
No se trata por lo tanto de rupturas que impliquen
sólo a figuras estatales, como en el primer caso considerado.
Se trata de fracturas debidas a conflictos (de interés
económico-político) entre fracciones de
la clase capitalista mundial y que, tras ciertos estremecimientos
cada vez más frecuentes, han surgido sobre todo
en torno al conflicto iraquí. Vista desde esta
perspectiva, la crisis aristocrática no se refiere
por lo tanto sólo a las clases políticas,
sino que atraviesa y afecta al cuadro global de las
relaciones productivas en términos a veces muy
pesados. Se va de un desamor genérico respecto
al soberano norteamericano al conflicto en materia comercial,
de la competencia financiera al intento de afirmar una
alternativa monetaria respecto al dólar. Del 11
de septiembre a la segunda guerra del Golfo se ha puesto de
manifiesto de forma dramática el relajarse, o bien
el disolverse, de las relaciones políticas y económicas
entre las aristocracias mundiales del capitalismo, de
tal manera que la opinión pública ha podido
reflexionar sobre la extensión y la intensidad
de esta fractura. Pero la crisis aristocrática,
que provoca mayores consecuencias en el horizonte geopolítico,
es la que afecta a la convención monetaria. El
pasaje del Euro débil al Euro fuerte, la primera
agresión del Euro contra el Dólar en el
terreno de su cualificación como moneda de reserva
y de numerario del comercio internacional, representa
una mina móvil y constituye un problema que debe
ser resuelto de algún modo desde el punto de
vista imperial.
El tercer elemento hace referencia al telos mismo,
es decir, a los fines y las formas en las que el orden
imperial podrá constituirse y legitimarse.
Asistimos aquí a un juego tan extraño
como feroz en torno al tema de la governanza global
y de la seguridad mundial. El predominio norteamericano
en el orden global se ha impuesto de hecho en términos
militares, pero el predominio militar no basta para garantizar
el orden mundial. El dinero es al menos igualmente importante:
Estados Unidos no conseguirá nunca imponer su
mando unilateral si no logra establecer un acuerdo con
las otras potencias financieras del planeta. Pero
este acuerdo resulta difícil —imposible mientras
el unilateralismo norteamericano no sea atenuado o
derrotado. Por otra parte, la seguridad mundial nunca
será posible sin que se asegure el desarrollo
económico de los países más pobres.
También ésta constituye una condición
fundamental, no menos esencial que las otras propuestas
por las aristocracias para el mantenimiento de la
paz social. Debemos recordar aquí que en la segunda
mitad del siglo XX la globalización fue impuesta por
las luchas obreras y las luchas anticoloniales: nadie
está interesado ya en volver atrás. Pero
más allá de este destino imposible, existen
contradicciones que afectan al mismo tiempo a los puntos
más altos y a los más bajos del reordenamiento
geopolítico global en torno, como precisamente
decíamos, a los temas de la seguridad y del
desarrollo: Estados Unidos no puede continuar ejercitando
la fuerza sin el dinero; los pueblos relegados al fondo de
la escala mundial de la producción no pueden proporcionar
seguridad al mundo sin desarrollo. Evidentemente, no
son sólo los factores económicos los que
importan aquí: son factores de equilibrio, son
factores de desarrollo los únicos que pueden permitirnos
evitar escenarios-catástrofe tanto en los niveles
más elevados como en los más bajos del
orden global. Y si queda fuera de toda duda que los
norteamericanos detentan las claves de la industria del
futuro (la electrónica y la biotecnología),
no es menos cierto que su economía sufre un déficit
inmenso. Y si bien es verdad que los países más
pobres se han visto embestidos por procesos de mayor
desigualdad todavía, no es menos cierto que todos
esos sufrimientos podrían ser transformados en
potencia productiva sólo con que les llegara un
flujo adecuado de inversiones. Efectivamente los fines
de la globalización y las formas de la geopolítica
actual se ven sometidas a una discusión radical.
La segunda guerra del Golfo ha desplazado completa
y definitivamente el terreno de la legitimación
del Imperio: la legitimación se proyecta hacia
la guerra. Tras la segunda guerra del Golfo el Imperio
se ha legitimado mediante la guerra preventiva. La
política se ha convertido en la continuación
de la guerra bajo otras formas. De ser un producto y una continuación
de la política, la guerra ha comenzado a ser
base legitimadora de la política del Imperio.
Consecuentemente, la forma de hacer la guerra que se
ha impuesto definitivamente desde el 11 de septiembre
ha homologado los instrumentos bélicos y los
de policía. El “arte de la guerra” y la Polizeiwisseschaft
(la “ciencia de policía”) se han convertido
en flores de un mismo jardín. La reordenación
de los ejércitos sobre la escala de la movilidad
y de la flexibilidad de sus funciones represivas, la
radicalidad de la intervención que no posee únicamente
un carácter punitivo o destructivo sino que debe
construir la paz o incluso “construir las naciones”,
bueno, todo esto nos muestra que guerra, policía
y política imperiales se despliegan en el terreno
biopolítico.
Desde este punto de vista, la guerra de Irak resulta
paradigmática. Allí no había
armas de destrucción masiva que descubrir y
neutralizar, allí no había simplemente
un dictador al que castigar: se trataba de hacer nacer un
nuevo orden regional en torno a una victoriosa empresa militar.
Injerencia humanitaria y jurídica, ejércitos
sofisticados y Organizaciones No Gubernamentales organizan
una guerra ordenadora destinada a la construcción
de una nueva zona de control imperial y a un nuevo ordenamiento
jerárquico de Medio Oriente. Israel debería
convertirse en el polo tecnológico, Irak en
el ejemplo de una democracia árabe, Irak y los
países del Golfo en los actores industriales
más dinámicos en tanto que Egipto, Siria,
Jordania y Palestina se situarían en el orden
jerárquico de la producción de mercancías
y servicios. Por lo que respecta a Arabia Saudita, ya se verá
después cómo modernizarla (siempre que esto
no resulte una misión imposible).
Sin embargo, es en este nivel biopolítico
del ejercicio de la soberanía imperial donde
podemos reconocer hasta ahora el fracaso de la iniciativa
norteamericana. Como recordábamos más
arriba, el predominio militar absoluto del ejército
norteamericano no consigue eliminar los elementos de conflicto,
de oposición política y, en este caso concreto,
de renacimiento continuo de la guerrilla armada en la
zona del Golfo. Nadie quiere aquí infravalorar
la importancia y la peligrosidad del terrorismo islámico:
se trata de un fanatismo reaccionario, mantenido por
las fuerzas más conservadoras de la organización
imperial y puesto a su propio servicio. Sin embargo,
la invocación continua del terrorismo como base
para legitimar la “guerra justa” no puede resultar
suficiente, es más, resulta mistificador: el
terrorismo de Medio Oriente no expresa de hecho un islamismo
combatiente sino sobre todo lucha de clase de las poblaciones
pobres, explotadas, a las que se han expropiado sus
riquezas, a las que se ha desarraigado de su cultura.
La resistencia aparece aquí en términos
cada vez más radicales e irreductibles. Nadie
piensa que la situación iraquí pueda
convertirse en una guerra de Vietnam: sin embargo,
da una idea de cuánto ha avanzado, como comenta
el Subcomandante Marcos, la cuarta guerra (civil) mundial.
Tras la guerra iraquí, el Imperio se presenta
por lo tanto como un territorio abierto a nuevos conflictos
que, horizontalmente, a través de las élites
mundiales aparecen en escena cada vez más y
siempre de forma diversa; verticalmente, de arriba
a abajo de la organización del poder imperial,
emergen siempre de nuevo y siempre de forma inédita,
nuevos conflictos como expresión de las necesidades
y deseos de las multitudes de mujeres y hombres explotados.
La oposición a la guerra imperial y la opción
por la paz como momentos de construcción de
una globalización cosmopolita verdadera y auténtica
han extendido, por otro lado, la percepción de la
unidad de las multitudes. En este momento, sobre todo
tras haber medido la determinación imperial de
mantener y reproducir el orden capitalista mediante
la guerra, resulta evidente que la construcción
de un proyecto común (y la afirmación
misma “Otro mundo es posible”) de las multitudes requiere
otros pasos adelante bastante más eficaces.
La demanda de paz debe saber defenderse, resistir,
contraatacar; el éxodo de la organización capitalista
de la producción, de la explotación debe
indicar pasajes realmente alternativos; la democracia
de las multitudes debe tornarse participación
de todos en la vida política y en la capacidad
de decidir sobre lo común. A la percepción
de estos problemas debe seguirle un proceso organizativo a
la altura de las tareas de liberación. Tras la guerra
iraquí, el Imperio, considerado desde el punto
de vista de las multitudes, pone con urgencia sobre
la mesa el problema de la organización subversiva,
global, de las multitudes.
Para concluir, cabe decir que la geopolítica
se parece más a la arqueología que a
nuestra experiencia. El mundo actual es un mundo sin
“afueras” que exige de una genealogía completamente
abierta para ser comprendido. Si el Imperio constituye
un orden que mira hacia sí mismo —si éste
representa algo más que un orden internacional
constitucional global (ha destruido la ONU y con ella
el derecho internacional)— entonces el nuestro será
un proyecto constituyente a nivel global. Las multitudes
no quieren ser mandadas sino mandar: la autonomía
del trabajo intelectual e inmaterial incluye un deseo
absoluto de democracia. Por lo tanto, si el Imperio
aparece como un orden de policía y de seguridad
para lo privado, los movimientos representan la constituyente
de lo común (subordinadamente, del Imperio).
Pero nos dicen que el Imperio está legitimado
por la guerra, que la suya es una autoconciencia realista
de la existencia. Sin embargo, nosotros somos el partido
de la paz. La paz es realmente débil frente
a la guerra, pero dejará de serlo en el momento
en el que se confunda con lo común, con el
general intellect, precisamente cuando éstos
desobedezcan… de hecho, no hay orden, y mucho menos
el de la guerra, si las multitudes se plantan frente a la
violencia del poder, sin participar, sin obedecer, sin soportar
un dominio horrendo.
Después de la segunda guerra del Golfo, si
queremos volver a hablar de la multitud, o bien de
la subjetivación del trabajo, no podemos hablar
más que en términos biopolíticos.
Es precisamente aquí donde nos encontramos
con los movimientos que se fugan de la miseria y se
acompañan en la rebelión: con las migraciones
que abren espacios de mestizaje y nuevas dimensiones antropológicas
y culturales. En esta nueva perspectiva las multitudes
apoyan toda guerra de liberación, denuncian
los elementos del desorden mundial y, tras haber considerado
la complejidad del orden capitalista actual y de las
ideologías que lo acompañan, comprometen
a todos los militantes en la unión con los
impetuosos movimientos de los pobres que marchan hacia
las metrópolis. Es aquí donde la multilateralidad
de los impulsos espontáneos se abre a los diversos
niveles de la construcción de un orden que
no posee ya la cara del mando capitalista, sino que
se expresa a través del ritmo de los procesos de
emancipación.