Trasversales
José M. Roca

Golpe de togas

Revista Trasversales número 61, enero 2023 web

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El pasado día 21 de diciembre, el Tribunal Constitucional intervino para vetar en las Cortes una iniciativa legislativa destinada a reformar las normas de su renovación, paralizada arbitrariamente desde hace seis meses por el Partido Popular con el interesado concurso de magistrados conservadores.

Que el presidente y otro miembro de este tribunal, recusados y con el mandato caducado, participaran en la valoración que debía decidir sobre su recusación es otro anómalo ingrediente añadido a la cacicada, que les ha permitido actuar como jueces y parte interesada en la decisión colegiada.

Se produjo, así, lo que se puede calificar de golpe de togas, perpetrado por el poder judicial para interferir en el ejercicio ordinario del poder legislativo, con el agravante de que el órgano perpetrador, que sienta un peligroso precedente, es el tribunal de garantías, supremo intérprete y guardián de la Constitución.

El golpe de togas no figura entre los actos de fuerza estudiados por Curzio Malaparte en su obra Técnicas de golpe de Estado (París, 1931).

El primer libro europeo contra Hitler, según su autor, que denostaba al Führer y pasó de admirar al Duce a ser perseguido por él, se dedica a analizar actos de fuerza, triunfantes o fallidos, destinados a provocar cambios de régimen en la convulsa Europa de los años veinte. El arte y sobre todo la técnica son necesarios para conquistar el Estado mediante el uso de la fuerza, la audacia, la rapidez y la decisión, ante la lentitud de la deliberación y el respeto a las normas y plazos legales que caracterizan a los sistemas parlamentarios.

En este aspecto, el texto de Malaparte se halla entre El príncipe de Maquiavelo y el decisionismo y la situación excepcional del gran ideólogo -o teólogo- del poder, Carl Schmitt (La dictadura, 1931), pero hay hechos, como el éxito del octubre ruso de 1917 o el fracaso de la revolución alemana de 1923, que son más propios del temario de La insurrección armada, de Neuberg, que recoge la táctica insurgente de la Komintern en esos años.

El libro de Malaparte afirma que, si algunos consideran que todos los medios son válidos para suprimir la libertad, se debe admitir también que todos los medios pueden ser válidos para defenderla, y apunta la tesis de que para defender el Estado es preciso conocer el arte de apoderarse de él.

Por sus páginas desfilan, al frente de tropas regulares, grupos revolucionarios, milicias o conjurados de taberna, Mussolini, Kapp, Pilsudski, Hitler, Kerenski, Trotski o el general Primo de Rivera, pero no hay rastro de un posible golpe de togas contra el parlamento, efectuado en solitario desde la suprema instancia jurídica del Estado. Eran otros tiempos.

Además de la gavilla de alborotadores de escaño, la “tropa” de la que ha dispuesto Feijoo para dirigir el golpe de togas ha sido el leal grupo de magistrados designados por su partido, que desde hace cuatro años impide la renovación del Consejo General del Poder Judicial y, desde hace seis meses, la del Tribunal Constitucional, para mantener la mayoría conservadora en ambos órganos lograda cuando gobernaba Rajoy.

Cada época tiene sus conservadores, sus reaccionarios y sus golpistas, pues siempre hay quienes sueñan con impedir que otros gobiernen o con aplicar por la fuerza su programa.

A propósito de la decisión del Tribunal Constitucional de paralizar un proceso parlamentario, se ha citado el fallido golpe militar del 23-F, pero la irrupción de Tejero, pistola en mano, en el Congreso no hace al caso y le delata, además, como un golpista viejuno o un personaje propio de una república bananera.

Hoy, los golpistas, criptogolpistas, actúan de otro modo. En asentados sistemas democráticos crece una tendencia a pervertir su fundamento invocando cínicamente la defensa de la democracia, y aumenta el número de mandatarios autoritarios que fortalecen el poder ejecutivo, reducen la función del legislativo, manipulan el judicial y se deslizan hacia democracias simuladas, nominales o dictaduras sin paliativos.

Entre otros, por reciente y por tratarse de la primera república moderna, es ejemplar el caso de Donald Trump, que, siendo presidente en funciones, actuó contra su victorioso oponente animando a sus seguidores a irrumpir en el Capitolio para invalidar por la fuerza un resultado electoral que le fue adverso.

El PP también es un partido aficionado a utilizar medios poco ortodoxos para llegar al Gobierno, exceder la financiación legal en las campañas electorales, utilizar el pucherazo o “tamayazo”, en la Comunidad de Madrid en 2003, para conservarlo, o difundir la mentira de que ETA era la autora de los atentados del 11 de marzo, tratando de obtener ventaja en las elecciones de 2004, o para condicionar la labor del gobierno desde la oposición, bloqueando la renovación de distintas instituciones, en particular el Tribunal de Cuentas, el Consejo General del Poder Judicial y el Tribunal Supremo.

El pretexto aducido para impulsar la última maniobra ha sido aludir indefensión y prevenir un “daño irreparable” para impedir la discusión de una iniciativa del Gobierno destinada a renovar a los miembros del Tribunal Constitucional con mandato caducado (12 magistrados; un conservador dimitido, 6 conservadores y 5 progresistas; 4 con mandato caducado, tres conservadores, entre ellos el presidente, y uno progresista; y dos conservadores recusados, uno el propio presidente).

El trámite de la norma propuesta por la mayoría del Congreso para salir de la situación enquistada ha sido precipitado, como lo ha sido el de la ley del “Sí es sí”, la Ley Trans o la reforma de los delitos de sedición y malversación de fondos públicos, impulsados con prisa y poca discusión, cuando contienen elementos importantes que merecen largos debates y mucha pedagogía, no sólo de cara a la oposición, que suele ser refractaria, sino, sobre todo, hacia la ciudadanía. Pero eso no es nuevo, pues conocemos leyes mal hechas de todos los colores y trámites apresurados en todas las legislaturas, y es una pésima costumbre aprovechar las leyes de acompañamiento de los presupuestos para servir de vehículo a enmiendas que poco tienen que ver y se quieren colar de matute en las últimas sesiones del año. Por cierto, en lo referido a despachar leyes a paletadas, la marca la tiene Rajoy, con 26 leyes aprobadas de una sola tacada.

Pero todo ello no merece el disparate de utilizar el alto Tribunal para detener la discusión y posible reforma de una ley, porque una ley se puede reformar, derogar o reemplazar y superar con otra ley. Son acciones en distinto plano, pero mezcladas de modo interesado introducen el peligroso precedente de que el poder judicial, excedido en sus funciones y con mandato caducado, limita competencias del poder legislativo, que representa la articulación política de la nación soberana surgida del último proceso electoral. Es decir, que un poder legislativo actualizado se ve condicionado por un poder judicial envejecido, en el que la caducidad de algunos de sus miembros expresa una correlación de fuerzas pretérita, que se quiere mantener a toda costa en las instituciones judiciales más altas.

El caso viene del viejo juego del PP, pues sucedió lo mismo con el gobierno de Zapatero, cuando, desde la oposición, el bloqueo lo utilizó Rajoy. Que, por cierto, en 2016, fue el primer presidente del Gobierno en negarse a aceptar la indicación del Rey de formar nuevo gobierno, pasando la pelota a otro, y el único hasta ahora en actuar en funciones durante un año. Rarezas.

La cacicada ha sido preparada por el PP como una defensa de la democracia, con una crispada ofensiva en el Congreso y en la prensa adicta, ante el peligro de que Sánchez pueda cambiar la correlación de fuerzas en el Consejo General del Poder Judicial. Pero, quienes retienen la renovación de los órganos supremos de la justicia vulnerando la Constitución, acusan, cínicamente, al Gobierno de querer “ocuparlos” y de que es necesario, al parecer por medios espurios, “proteger la justicia” de las apetencias de Sánchez, porque se trata de “España o de Sánchez”, donde, en una falaz pirueta retórica, se acusa a Sánchez de capitanear un gobierno ilegítimo de enemigos de España, salido de una tramposa moción de censura, que merece ser desalojado del poder cuanto antes o, al menos, impedir que pueda gobernar.

El “argumentario” populista olvida el motivo de la moción de censura, que fue la sentencia judicial sobre la corrupción de una de las piezas del caso “Gurtel”, que no produjo en el PP la menor intención de responder decentemente, bien convocando elecciones o con la dimisión de Rajoy, voluntaria o exigida, como han hecho los conservadores ingleses prescindiendo en poco tiempo de dos primeros ministros. Y pasa de puntillas, sobre las dos elecciones generales posteriores, donde el PSOE ha sido al partido más votado.

Pero estos “detalles” son inútiles para el sentir de la derecha, porque el gobierno de Sánchez fue calificado de ilegítimo -comunista y criminal, según Vox- desde el primer día. Basta recordar, con vergüenza, la sesión de investidura y las comparecencias amenizadas, desde la bancada de la oposición, por un vociferante jovencito, que resultó un “blandengue”, como diría el Fary, pues luego no supo defender su inmerecido cargo del “amistoso” ataque de una compañera de partido, que le hizo tirar la toalla.

Esta práctica torticera y desleal viene de lejos, pues comienza con el gran salto hacia atrás anunciado por Aznar en su libro “España. La segunda transición”.

Aludiendo a las elecciones de octubre de 1982, que dieron el triunfo al PSOE, Aznar escribe: “Esos <jóvenes nacionalistas>, como fueron denominados por un sector de la prensa norteamericana, ¿eran los continuadores de la tradición progresista española, o más bien un grupo de universitarios forjados en los ideales de mayo del 68, tributarios de la dictadura franquista en su formación intelectual y en sus experiencias políticas? ¿Podían aspirar a representar toda la compleja realidad española? (…) Ahí en la abultada diferencia de escaños, no podía encontrarse representada la verdadera realidad social, política e histórica de la nación (…) Aquel joven diputado que era yo, que accedía al hemiciclo por primera vez, sentía que se había producido un fenómeno excepcional. El necesario equilibrio representado por el centro político había desaparecido de la escena, y desde mi escaño de la entonces Alianza Popular, tendría que esforzarme para que la auténtica realidad de la vida política, social, cultural y económica de España se hallara cabalmente representada”.

Es decir, cualquier representación de la sociedad en las instituciones políticas que no exprese la supuesta e indeclinable hegemonía de la derecha católica y monárquica, no es cabal, no es auténtica; es ilegítima y antiespañola.

Nada nuevo bajo el sol; Franco ya lo había dicho antes. Y ahí siguen.


La democracia según “Génova 13”


¿Qué fue y a qué respondía el “golpe de togas” del día 21 de diciembre?

En primer lugar, fue un acto de deslealtad institucional del Partido Popular, pero sobre todo una exhibición de poder, ejercido por encima de previos acuerdos, de la ley y de la propia Constitución, para forzar a un órgano fundamental del Estado a actuar de modo torticero y disciplinado, a instancia de un partido de la oposición con objeto de imponer su voluntad al Legislativo y, por ende, al Ejecutivo.

Recuérdese que el minoritario partido, que, al sentirse “desamparado” recurrió al amparo del Tribunal Constitucional para que “desamparase” a la mayoría de las Cortes, ostenta 89 escaños, frente a los 182 escaños de la coalición gobernante. El Partido Popular paralizó la función de las Cortes al solicitar al cauteloso Tribunal Constitucional, con mandato caducado, la aplicación de una medida cautelar ante una ley que reformaba la renovación del propio Tribunal, bloqueado por la testarudez del partido demandante de amparo y por la rebeldía de la mayoría conservadora del Consejo General del Poder Judicial, porque podía generar un “daño irreparable”.

Así que el “golpe de togas” fue otro gesto de desafección del Partido Popular hacia el Congreso y de desafío hacia el Gobierno, con intención de interferir en el poder legislativo, como si aún conservara la mayoría absoluta de la etapa de Rajoy.

Que el partido político que dice representar a la “mayoría natural” del país, se obstine en rechazar el papel institucional que corresponde a su respaldo electoral no es sólo un problema político para el sistema representativo, porque revela una deslealtad profunda respecto a las reglas del régimen democrático, que sólo se aceptan cuando dan la victoria, sino también un problema sicológico de sus dirigentes, instalados en negar y falsear la realidad, que sus afiliados y votantes deben tener en cuenta.

El PP, al frente de un recalcitrante grupo de magistrados conservadores, con el que pretende determinar la actividad jurídica y legislativa del país, el día 21 realizó una maniobra sin riesgo para sus promotores y ejecutores, preparada en la trastienda del poder judicial, cuyo prestigio, por su docilidad, ha quedado manchado con la cacicada de Feijoo y, antes, de Casado.

Y, finalmente, ha sido un órdago; un acto de afirmación y prepotencia de Feijoo, con una exhibición de fuerza ante los suyos, ante Vox, ante Ciudadanos y ante el Gobierno, para mostrar quien manda, de verdad, en el poder judicial, lo que revela un ánimo ventajista, sin respeto alguno con el funcionamiento ordinario de las instituciones representativas. Un gesto casi desesperado ante una coyuntura difícil, que tiene explicación cuando se examina desde la perspectiva del cruce de dos lógicas.

Una es la lógica estratégica, que guía a largo plazo la intervención del Partido Popular en la vida pública, derivada de su asentada noción patrimonial del poder político, que le lleva a rechazar la alternancia en el gobierno y, en consecuencia, la representación democrática.

Según esta presunción, cualquier otro gobierno salido de las urnas es calificado, por principio, de ilegítimo, por lo cual debe ser depuesto de inmediato. Así, la labor principal del PP en la oposición es acabar con el “gobierno usurpador”, con el “gobierno intruso”, con una ofensiva que le impida llevar a cabo su programa y le obligue a adelantar las elecciones, incluso en una situación difícil para el país por una crisis económica, bélica o sanitaria.

La estrategia es simple: en España, nadie, que no sea el Partido Popular, puede gobernar, en particular si es un partido de izquierda, y cuando las urnas -la molesta democracia- no responden a esta expectativa, el gobierno alternativo, legal y legítimo, se topa con la deslealtad y la permanente obstrucción del partido de la derecha convertido en su enemigo.

Esta ha sido la estrategia de Aznar, Rajoy, Casado y ahora de Feijoo, de la que se deriva una peculiar noción del régimen democrático, cuya liturgia respeta (a medias, pues acude a las urnas financiado ilegalmente), con la condición de que la oposición no pueda gobernar por el bloqueo del poder judicial y por la pérdida de función del parlamento, inutilizado por la crispación y la bronca, con el secreto objetivo de pervertir su función y privar de prestigio el debate político, para llevar a la ciudadanía, con ayuda de la prensa afín, la idea de que la excitada polaridad se debe al (ilegítimo) intento de gobernar por quien ha ganado las elecciones y no a la contumaz obstrucción de quien las ha perdido. Tal situación sólo se puede corregir volviendo, cuanto antes, a un gobierno que represente de verdad a toda España, a todo el país, no a los parciales objetivos de la izquierda movida por intereses espurios. Es decir, volver a un gobierno del Partido Popular, el único que es legítimo, el único que sabe gobernar, porque carece de la ideología extrema de su antagonista y sólo piensa en el bien y en la unidad de la patria.


Los caminos de Feijoo

Además de la lógica a largo plazo, ya aludida en la entrega anterior, debemos tener en cuenta los factores que, a corto plazo, concurren en la táctica del Partido Popular, debiendo señalar, de entrada, el fracasado intento, imputable a Casado, de acabar con el Gobierno de coalición, calificado de “ilegítimo” y de “Frankenstein” por su diversidad política; y de “comunista”, “bolivariano” y “criminal”, por Vox.

Arrinconados los cien días de cortesía, el mismo día de la investidura empezó la ofensiva para echar a Sánchez de La Moncloa, que se incrementó, de modo insensato, en los primeros meses de la pandemia, en un esfuerzo contra él, contra su partido, su socio mayoritario y sus apoyos, que no ha cejado con la crisis energética y con los efectos de la guerra en Ucrania. Pese al denuedo invertido, no ha tenido el efecto apetecido de provocar un adelanto electoral, que era una de las hipótesis para congelar la renovación del Consejo General del Poder Judicial y del Tribunal Supremo, cuya hegemonía conservadora se quería mantener desde el gobierno de Rajoy hasta el de Casado o de Feijoo.

El Gobierno, con tensiones entre sus socios, ha resistido la embestida, a veces con muchas dificultades, con titubeos, con demoras y prisas, con errores y costes, pero deja, por ahora, una abultada cosecha legislativa -190 leyes- de tipo progresista. Ha logrado aprobar el Presupuesto de 2023, aunque con la elevada factura de los insaciables y poco agradecidos nacionalistas, con lo cual es probable que la legislatura cumpla íntegramente su ciclo. Mientras, en Madrid, modelo de gestión ultraliberal del PP, ni Ayuso en la Comunidad ni Almeida en el Ayuntamiento han logrado aprobar sus presupuestos para el año entrante.

La amenaza de presentar una moción de censura, promovida por Vox, seguido por Cs, ha sido una baza en la ofensiva de la derecha, pero hasta el momento no ha cristalizado, porque el PP no la apoya, ni existe un candidato idóneo a ser el presidente de un gobierno alternativo. Y aquí se percibe que el golpe de togas ha sido un gesto de Feijoo para marcar su terreno ante la iniciativa y el discurso de Vox. Con esto llegamos a otro de los factores, el electoral.

En un año con tres elecciones -municipales, autonómicas y generales-, que la derecha espera utilizar para acabar con el experimento del primer gobierno de coalición, las encuestas no dan, por el momento, un holgado ganador, sino un empate técnico o una ligera ventaja del PP sobre el PSOE, que le obligaría a gobernar con apoyo de Vox.

Feijoo ha perdido el posible encanto que le reportó la novedad de suceder a Casado y la expectativa sobre su potencial capacidad como dirigente nacional. Pronto se desvaneció la gran esperanza blanca, pues la flema gallega dio paso a la táctica habitual: no a todo y bronca perpetua, aunque en voz más baja. Ha rechazado el acuerdo de Casado y el Gobierno para renovar el CGPJ, por lo cual, no parece dispuesto a salir del carril de su predecesor ni de la estrategia de oposición diseñada por Aznar.

Otro factor digno de tener en cuenta es el cambio en la correlación de fuerzas entre los partidos de la derecha. Vox crece y Ciudadanos se deshace, por lo cual, en el PP prescinden de él y esperan que los militantes del grupo en extinción soliciten la admisión en sus filas de uno en uno y en la clase de tropa.

El ascenso de Vox muestra la pugna de dos derechas convergentes surgidas del mismo tronco ideológico y biológico -el franquismo-, que utilizan similar táctica de acoso y derribo de cara al Gobierno y que, en ciertos segmentos y ante ciertos temas, cuesta distinguir, a pesar de las constantes invocaciones de los genoveses a la Constitución, a la moderación y al centrismo, actitudes que, según algunos expertos, existen dentro del Partido, aunque públicamente no se perciban. Pero haberlas, haylas, dicen.

Realmente, la presunta moderación de Feijoo es una táctica digna de la finura vaticana -moderar la forma y mantener el dogma-, que requiere un reparto de papeles: el comedido Feijoo aparenta una mesura en la que no cree, pues cuenta con la misma portavoz de Casado en el Congreso y con el coro de camorristas en la bancada para mantener inalterable la tríada ideológica que define la identidad del PP: propiedad, autoridad y desigualdad.

Cuando existía Cs, el PP debía competir con él por el voto centrista, pero ahora, Feijoo se enfrenta al dilema de atraer a una parte importante de sus votantes, que se han quedado sin partido útil, y a la vez competir con Vox por el voto más derechista, cediendo a la presión del sector más duro representado por Ayuso. Por tanto, debe actuar mirando con un ojo a la extrema derecha y con el otro a su propio partido, pues sabe que Vox está dentro, y que a él se le pasa el arroz, por eso pide con insistencia un adelanto electoral. Y en esa táctica en la que todo vale, Gamarra siembra dudas sobre las elecciones, sean las inducidas por su táctica obstruccionista o las celebradas cuando se agote la legislatura, si el resultado de ellas no es favorable al PP. Trump y Bolsonaro como santos de cabecera.

Queda otro factor, que es el cambio de orientación en la oposición al Gobierno, dado que seguir predicando la hecatombe económica es poco útil, entre otras razones por la escasa consistencia del programa del PP y porque se notan los efectos de las reformas: la inflación es alta, pero se modera (España 5,6%; media de la UE 9,2%), la “excepción ibérica” en el precio de la energía, que, según Gamarra, iba a salir muy cara, ha supuesto un horro de 4.000 millones y es imitada por otros países; los ERTE han dado resultado y el paro se reduce, aunque en Génova los datos no gusten; los fondos de la UE llegan, a pesar de los intentos del PP de boicotearlos viajando a Bruselas; los planes contra la crisis se van aplicando, a veces con dificultad, la bajada del IVA, las ayudas a las clases más débiles y la subida de pensiones no han quebrado el Estado, la subida del salario mínimo no ha hundido a las empresas, sino que ha salvado a otras (el Banco de España y el FMI se han visto obligados a revisar ese credo neoliberal), los intereses de los oligopolios se pueden tocar y fiscalmente se puede gravar un poco más a la banca; la recesión se aleja y el crecimiento económico del año es probable que supere lo previsto, así que, aun admitiendo que queda mucho para acabar con la desigualdad, los datos no avalan la demagogia destructiva, so pena de pasar por tonto o por ciego.

Feijoo, que ha cedido ante los sofismas con los que Ayuso tapa el pésimo resultado de su gestión, ha intensificado la lucha ideológica con la letanía de la dictadura de la izquierda, los vínculos con Cuba y Venezuela, las concesiones al feminismo exacerbado, al nacionalismo, al separatismo, las alusiones a ETA, como si aún existiera, y la inminente la balcanización de España. Con lo cual, el PP se acerca al discurso de Vox, carne de su carne y sangre de su sangre, pues ambos proceden de la misma placenta ideológica, pero, al mismo tiempo, compite con él por dirigir la gran coalición de la derecha española, que oscila entre ser extrema o sólo una derecha sin complejos. Y en esa disputa, el golpe de togas ha sido una machada de Feijoo para mostrar, al otro alfa, quien es más capaz de obstaculizar los planes del Gobierno.

El día 27 de diciembre se corrigió, con un rápido acuerdo, quizá inducido por el discurso regio, parte de la anomalía y el Tribunal Constitucional, renovado aunque falto de presidente, podrá acometer el trabajo pendiente y decidir, entre otros, sobre los siguientes asuntos: los recursos del PP y Vox sobre las leyes del aborto, eutanasia, educación, trans y Sí es sí; el uso del castellano en las escuelas catalanas, la Reforma Laboral, el recurso de Ayuso a las medidas de ahorro energético, el de Alberto Rodríguez, privado de su escaño de diputado, los del PP, Cs y Vox sobre la fórmula para acatar la Constitución, los del PP contra la ley que impide hacer nombramientos al CGPJ estando en funciones, los referidos a las dos enmiendas que el Constitucional paralizó el día 21 de diciembre y los que pudieren surgir hasta el final de la legislatura.

Pero el Consejo General del Poder Judicial, controlado por la derecha desde hace nueve años y del que pende el nombramiento de 72 magistrados para cubrir plazas de altos cargos en el organigrama del aparato judicial (Tribunal Supremo, tribunales superiores de justicia, Audiencia Nacional y audiencias provinciales), sigue esperando a que los dirigentes del Partido Popular decidan acatar la Constitución y accedan a desbloquear su renovación, sólo porque actúan como si el país les perteneciera y, con él, los órganos supremos de la administración de justicia. Lo peor de todo es que, en ellos, hay magistrados políticamente afines que también lo creen y actúan en consonancia con lealtad militante.

diciembre 2022, enero 2023




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