Trasversales
José Errejón

Guerra
 
Revista Trasversales número 61 diciembre 2021 web

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    Parecía que nunca nos iba a afectar pero al fin la guerra ha llegado a la Europa del bienestar. Y eso que, por el momento, el escenario bélico se mantiene en la periferia de lo que el pensamiento hegemónico ha considerado la verdadera Europa. Para nuestra tranquilidad de civilizados occidentales, la guerra ha vuelto a venir de Oriente, de los bárbaros siempre enemigos del modo de vida occidental y cristiano, liberal y democrático.

    De nuevo los aparatos de interpretación y creación de conciencia se afanan en encontrar el sentido de la violencia guerrera. Para unos, expresión de la inveterada tradición belicista del bárbaro Oriente, heredero del agresionismo de la URSS; en el otro lado, se imputa la "iniciativa de Putin" a la necesidad de defenderse contra la expansión de la OTAN, incumplidora de los compromisos alcanzados tras la desaparición de la URSS; en esta ocasión todavía no se ha esgrimido la socorrida explicación economicista cara a la izquierda marxista, el agresor no necesita tener acceso a fuentes de energía (explicación preferida para las últimas guerras en Oriente próximo) de las que dispone en forma abundante; aunque bien pudiera aducirse que Rusia ha invadido Ucrania para eliminar la competencia de esta en la exportación de cereales o de materias primas esenciales para la industria y la tecnología actual.

    El campismo, tan criticado cuando pretendía agrupar a las clases populares en la causa contra el imperialismo USA, vuelve ahora exhibiendo con orgullo su encuadramiento en la defensa de las democracias occidentales frente al totalitarismo. El pacifismo y el antimilitarismo son denunciados como caballo de Troya de Putin cuando se exalta el derecho del pueblo ucraniano a defenderse de la agresión. Y los palestinos y los yemeníes, ¿tienen derecho a defenderse de la agresión permanente de los Estados terroristas de Israel y Arabia saudí? ¿A ninguna democracia liberal de Occidente se le ocurre promover un régimen de sanciones contra los Estados agresores y vulneradores de los más elementales derechos humanos? Y en función de todo ello se pretende embarcar a las sociedades occidentales en una causa de guerra en contra del “enemigo totalitario”.

    Pero los pueblos europeos sabemos por experiencia que la guerra nunca ha solucionado ninguno de los problemas que hemos vivido, que siempre ha servido parea asentar el poder de los Estados y las minorías explotadoras que se sirven de ellos. No, los pueblos quieren la paz, quieren la vida frente a la muerte y la opresión que son el auténtico legado de las guerras.

    Hay una sencilla explicación en la conducta de los Estados,especialmente cuando son autoritarios como es la Rusia de Putin. La guerra es la naturaleza más esencial del Estado, el Estado vive para la guerra,la guerra es su verdadera razón de ser; la guerra de conquista y la ocupación. En realidad, el territorio nacional del Estado es el territorio de ocupación por ese Estado,sus ejércitos y policía.

    Con la guerra, el Estado somete aún más a la sociedad civil, aniquilando los territorios existenciales a través de los cuales se vivifica como tal sociedad civil. La vida social queda regimentada de acuerdo con las pautas extremadamente simplificadas del actuar militar: una única voluntad y obediencia ciega a las órdenes que emanan de la misma. La política muestra, así, su condición de continuidad con la guerra; la guerra es la política de los Estados y los poderosos,la paz -y la revolución- es la política del pueblo. La política del Estado, la política en el Estado, es una fase a superar en el camino de la liberación de los pueblos.

    La seguridad de un Estado no merece la vida ni el sufrimiento de un pueblo, sea este ucraniano, ruso o español; la seguridad de los Estados se asienta,con frecuencia, sobre la opresión y el sufrimiento de los pueblos. Es seguridad de opresión y violencia, de ausencia de justicia y democracia.

    El orden de Yalta y Postdam no concluyó en 1989. Putin se ha educado como gobernante en el espíritu de revancha y en el sueño de resurrección de la Gran Rusia. Las democracias liberales, con USA a la cabeza, no han conseguido, como vaticinó Fukuyama, asentar su hegemonía global. La persistente crisis capitalista, agravada en 2008 y completada con las crisis energética y ecológica, han configurado un escenario de colapso en el que el poder se desplaza hacia Asia y más en concreto hacia China -el temor verdadero de USA- que, si ha sido sostén indispensable para enjugar su persistente déficit presupuestario y tomador principal de su cuantiosa deuda pública, no ha dejado de perfilarse como la verdadera alternativa de poder global al declinante poder americano.

    La mayor legitimidad del orden de Yalta estribó en el mantenimiento de la paz. El horror de la 2ªGM asentó en la mente de los gobernantes de las naciones aliadas contra el nazifascismo la idea de que era ese el bien supremo que se debía a las sociedades de su tiempo, que el suelo europeo merecía un tiempo de paz,incluso si tal fuera al precio de desplazar el enfrentamiento ente los dos bloque a otras regiones del mundo.

    Fue alto el precio pagado por otros pueblos por la paz en Europa; millones de personas han muerto en Asia,Africa y América Latina en ese contexto de paz europea, entre ellos en aquellos pueblos que aspiraban a alguna modalidad de autogobierno (Berlín 1953, Hungría 1956, Checoslovaquia 1968, en el lado “oriental”; Guatemala y Persia 1953, Chile y Grecia, 1973, en el lado occidental). Incluso en el corazón de la “Europa en paz”, diversas modalidades de guerra contra la voluntad de las mayorías sociales se pusieron en marcha a la menor señal de posibilidad de alteración del status quo (como en Italia ante la que parecía inminente llegada del PCI al Gobierno). Así que no es exagerado calificar este periodo como de guerra latente, en el que los Estados, lejos de proceder a un paulatino desarme como señal inequívoca de su voluntad de renunciar a la guerra como procedimiento de solución de los conflictos (¡Cómo no recordar aquí el hermoso precepto de la Constitución republicana de 1931!), no han dejado de incrementar sus presupuestos militares a mayor gloria de la poderosa industria del armamento.

    Así que el viejo orden de Yalta se ha prolongado incluso tras la desaparición de uno de sus protagonistas, la URSS y el movimiento comunista. El “socialismo realmente existente” ha desaparecido de la práctica totalidad de los países en los que estuvo vigente pero la tan prometida por Occidente democracia no ha llegado a estos países; oligarquías plutocráticas, con frecuencia herederas de la viejas nomenclaturas “comunistas” son las que gobiernan, de hecho, estas sociedades.

    Los principales rasgos que caracterizaron el período entre 1945 y 1989 se han mantenido,especialmente el que concierne al alejamiento de las sociedades de los quehaceres políticos, la oligarquización de los sistemas políticos y, como resultado de los anteriores, la banalización de la democracia. El orden mundial instaurado al terminar la 2ªGM, a pesar del acuerdo entre el capital y el trabajo subyacente a los Estados del Bienestar, no ha hecho posible un incremento sustancial de las posibilidades de protagonismo de la sociedad civil en los asuntos públicos; y que tal circunstancia ha facilitado un crecimiento inversamente proporcional de la presencia del Estado y sus aparatos en la gestión cotidianas de las sociedades de nuestro tiempo .Aunque es innegable la reducción de la actividad prestadora de servicios sociales, el notable incremento de las atribuciones policiales en lo aspectos más diversos es solo una de las expresiones más visibles que contradice la idea de la “retirada del Estado” de la vida social. Veáse, por ejemplo, su papel en la educación vial en la enseñanza secundaria; ¿de verdad es necesaria la presencia de policías en colegios e institutos para impartir estas enseñanzas o se trata más bien de una forma de naturalizar su presencia en la experiencia social desde la edad más temprana?

    Por el contrario, se ha asistido a una retracción de la vida ciudadana, reducida a poco más que la participación en comicios electorales y el cumplimiento,eso sí, de las obligaciones tributarias. En el contexto de una administrativización de la política, las políticas públicas son entendidas como producción de bienes y servicios ofertados en el mercado político en base a las demandas provenientes del ciudadano cliente, en la práctica el único papel que se le reserva a través de las pertinentes técnicas cuantitativas o cualitativas.

    Sociedades cada vez más inertes,poblaciones cada vez más pasivas y resignadas a su papel de consumidoras de servicios, han hecho posible un desaforado aumento de la audacia estatal en la planificación y gestión de la vida colectiva. El metastático aumento del valor de la seguridad pública, al que nos hemos referido más arriba, es una buena expresión de ello; los gobernantes utilizan de forma permanente este concepto como si fuera unívoco y está lejos de serlo. Lo utiliza Putin para justificar la invasión de Ucrania como lo utilizaba Trump para justificar la construcción del monstruoso muro que evitaría al entrada de “violadores,drogadictos y ladrones” procedentes del sur del continente americano.

    Así pues, un proceso de desdemocratización que se intensifica con la hegemonía neoliberal de estas cuatro últimas décadas. Y en ese proceso tiene una parte de responsabilidad la izquierda política. En el último cuarto del pasado siglo un viento de renovación y cambio atravesó una parte importante de las sociedades de lo que entonces se llamaba el Primer Mundo, pero también del Segundo y aún del Tercero. 1968 es el año de la revuelta estudiantil en País y otras ciudades europeas, pero había venido precedida por la revuelta de Berkeley. Se trataba, hoy lo sabemos, de una expresión de rechazo al proceso de banalización de la democracia antes aludido, así como al vaciamiento de la condición ciudadana. Sin embargo,las vanguardias del momento, presas de la veneración por la ideología revolucionaria del siglo, decidieron que era el momento de recuperar la vieja aspiración proletaria de asaltar los cielos. Y se fueron a la puerta de las fábricas a esperar en vano que el proletariado saliera a cumplir con su “destino manifiesto”.

    Transcurrieron los 70, los 80 y los 90 y el proletariado no solo no salió de la fábrica para unirse a la rebelión estudiantil sino que su papel se contrajo dramáticamente por efecto del proceso de reestructuración del capital, en la práctica una ofensiva sin precedentes contra el trabajo y la ciudadanía que ha cosechado mejores resultados,sin duda, que los obtenidos por el gran capital durante los años 20 y 30 del pasado siglo. En el 68 se trataba de hacer verdad en la escena pública el poder material que el trabajo, por un lado, y el conocimiento, por otro, desempeñaban ya en las sociedades de la época; de convertir esas capacidades materiales e intelectuales en capacidad de gobernar la vida social, de elevar el autogobierno desde las prácticas autogestionarias en las sociedades a la práctica generalizada de la democracia.

    He señalado este acontecimiento porque creo que en él, y en sus secuelas históricas, se puede encontrar el rastro de algunas de las tareas no cumplidas que podrían ayudar a entender este reverdecer del siglo XX en el XXI. La principal que procede resaltar aquí es la que tiene que ver con la incumplida promesa de democracia. Sé que la aspiración a la democracia es, sobre todo,una tensión permanente que opera como un vector de contrapeso a las tendencias oligárquicas y autoritarias inherentes a las economías y los Estados contemporáneos.

    La guerra lleva al extremo estas tendencias. Las sociedades contemporáneas, asentadas sobre el mito de la libertad individual y la apertura de posibilidades para todos, va a experimentar un cierre en torno a los valores “seguros” representados por la vuelta a un nacionalismo cuartelero y al fortalecimiento del Estado y sus aparatos. Ha sido tal vez el mensaje más claro de la cumbre de Jefes de Estado y de Gobierno de Versalles y la posterior cumbre de la OTAN en Madrid: impulsar un sustancial incremento de los presupuestos militares y, con él, la multiplicación de incentivos para la potenciación de una industria bélica y sus tecnologías de vigilancia y seguridad adyacentes.

    Aquí puede haber acabado el mito de la globalización y su sueño de la abolición de las fronteras. Las organizaciones internacionales, con la ONU a la cabeza, irán perdiendo capacidad y legitimidad para intervenir en la solución de los conflictos. Volvemos a Westfalia pero con Estados que han elevado a la máxima potencia su capacidad destructiva; hacia afuera, contra otros Estados y pueblos pero también hacia dentro, contra la idea misma de pueblo. Como modelo civilizatorio, el europeísmo está en declive y, con él, la democracia liberal. El optimismo de algunos europeístas como Borrell de que esta crisis pudiera acelerar la construcción política de Europa no parece muy fundado; que los actuales Estados de la UE puedan mancomunar sus recursos militares y hasta planificar su industria bélica no facilita la transformación de la Unión en alguna forma de estatalidad que vaya más allá de su dimensión más puramente militar y policial. El futuro no parece orientado hacia la paz y el entendimiento entre los pueblos sino hacia los equilibrios entre los ejércitos de los distintos Estados.

    La estatalización de las sociedades no traerá, contra lo que algunos socialdemócratas honestos esperan, mejores condiciones para los de abajo. Esta estatalización de las sociedades supone volver a implementar los viejos dispositivos disciplinarios, sin renunciar a los de control propios de las sociedades “posfordistas”. El argumento de la complejidad de las sociedades contemporáneas para justificar esa creciente estalización y el consiguiente desempoderamiento de las sociedades es falaz; como nos enseña la ciencia ecológica, los ecosistemas más resistentes y duraderos son los que presentan mayor grado de diversidad. Con la guerra y el clima de militarización de las sociedades, crecerá el grado de regimentación de las mismas y se legitimará el incremento del securitarismo en los ordenamientos constitucionales.

    Hay que rechazar de plano que la mejor forma de gobernar la complejidad sea sumir a las sociedades en la pasividad y la ausencia absoluta de participación en los asuntos públicos; el gobierno de la complejidad precisa, por el contrario, el mayor grado posible de descentralización y autonomía de las sociedades. Durante milenios,las sociedades humanas se han defendido de la acumulación de poder que llevaba y favorecía las guerras mediante la descentralización y la dispersión del poder.

    La verticalización en el gobierno de las sociedades ha favorecido, junto al dominio de la mayoría por la minoría poderosa, la guerra como herramienta para solucionar los conflictos sociales,la guerra como freno al disenso social.

    Frente al “idealismo kantiano” de la paz entre las naciones,e l realismo en geopolítica nos aconseja admitir que la guerra forma parte de la condición humana y que,por tanto, resulta rentable armarse si no se quiere perecer como individuos y como sociedades. Este realismo no es sino la confesión del fracaso de la ideología globalista neoliberal que nos prometió la paz y la prosperidad si convertíamos la totalidad de nuestras vidas en una secuencia de decisiones económicas y la sociedad en un mercado. El repliegue sobre el Estado nación que observamos no conseguirá recuperar la paz social que durante tres décadas gozó Europa, en el camino se han quedado muchas cosas, entre ellas, acaso las más importantes, la pérdida del sentido comunitario de la existencia colectiva. Las sociedades ganadas por el neoliberalismo (y a los efectos que aquí importan la rusa también es una sociedad neoliberal) son un magnífico caldo de cultivo para la legitimación de la guerra como solución de los conflictos;la vida económica y financiera es,de hecho, una guerra permanente.

    No estoy de acuerdo con quienes,definiendo el conflicto democracia vs autoritarismo como el de nuestro tiempo e identificando el primer polo con las democracias liberales,nos animan a alistarnos en su defensa, en la seguridad de que, ahora sí, “elegimos bien el campo”. Las sociedades occidentales,como se ha dicho más arriba, son también sociedades guerreras, todos los días hay bajas en esa guerra continua; son bajas que se imputan al cáncer, al infarto o a la diabetes; o,peor aún, que no se registran porque no muere biológicamente nadie, aunque el resto de esas vidas no merezca el nombre de tal.

    El pensamiento “realista” de izquierda y derecha se ha apresurado a reprochar a las sociedades occidentales su buenismo y su indolencia por lo insuficiente de sus esfuerzos en gastos militares, advirtiendo que la descarbonización tendrá que esperar porque los gastos para la guerra son más urgentes. En su virtud, los jefes de Estado y Gobierno de la UE acordaron el sustancial incremento de sus presupuestos antes referido.

    Hubiera sido deseable que ante el anuncio, alguna de las izquierdas y los sindicatos de clase(?) hubieran hecho alguna toma de posición señalando la conveniencia, cuanto menos, de que los susodichos incrementos no se hicieran con menoscabo ni de los gastos sociales ni los de la transición ecológica. Ni siquiera esperamos, dada la actual correlación de fuerzas, una oposición rotunda a los gastos de guerra, solo una toma de posición que al menos obligara a plantear el debate y a negociar alguna solución que no pasara por la postergación, una vez más, de la imprescindible atención a las necesidades ecológicas y sociales. La causa y los gastos para la guerra tiene sus abogados, sería justo que también los tuvieran los destinados a nuestra supervivencia y la de los sistemas naturales que nos albergan.

    Este minimalismo debiera ser trasladado al conjunto de la escena política. Es notorio el acelerado cambio de marco político en los Estados de la UE,en coherencia con alguno de los rasgos que se han venido describiendo -crisis (final?) del neoliberalismo y la globalización, incremento de la estatalización de las sociedades europeas, contracción del tejido societario y práctica desaparición de las instancias de participación ciudadana, etc-, así como alguno de los síntomas políticos como la naturalización de la presencia de formaciones de extrema derecha en las instituciones y los gobiernos. Síntomas que, si han precedido a la guerra, forman parte de la fenomenología que amenaza con trastornar de forma fatal e irreversible los marcos de convivencia de nuestras sociedades en la dirección de una configuración de despotismo y neoservidumbre.

    Es preciso y urgente oponer a este escenario de regresión, al despotismo y la liquidación de la vida social, un marco de convivencia basado en la comprensión y la compasión,en el diálogo y el respeto a la diferencia, en la búsqueda de soluciones cooperativas frente a la imposición y la violencia, a la tolerancia y la amistad como principales virtudes cívicas. Y este cuadro de valores debe encarnar de forma urgente en una herramienta ciudadana (me resisto a llamarle partido por las negativas connotaciones que el término ha adquirido ya entre nosotros) para competir por estos valores y convertirlos democráticamente en hegemónicos en nuestras sociedades.

    No hay tiempo ni siquiera para pensar en un cambio de sistema del que pudiéramos esperar la superación de las guerras, el calentamiento global y el despotismo autoritario. Tenemos que pelear en el marco y con las herramientas de que disponemos. Hemos de defender la democracia, sí, pero conscientes de que los llamados “Estados democráticos” llevan también la guerra en su ADN, que representan asimismo una amenaza-de otra índole, más insidiosa contra la democracia entendida como esa práctica social permanente y nunca cerrada para instituir el orden por quienes somos sus beneficiarios.

    De modo que, sí, a defender a la gente de Ucrania contra la agresión del Estado y el ejército rusos pero sin ningún tipo de loa a la OTAN, ese espantajo de la guerra fría que pretende prolongarse contaminando nuestras sociedades con sus miasmas de guerra. En ese genuino movimiento contra la guerra las izquierdas tienen una inesperada oportunidad para acometer la refundación que no hicieron en 1989. Como hemos repetido, es hora ya de salir del siglo XX, de soltar el lastre de aquellas posiciones y experiencias políticas que han conducido a la izquierda,al partido de la libertad,la igualdad y la fraternidad/solidaridad, al atolladero teórico y político en el que se encuentra.

    Si, el conflicto central de nuestro tiempo (enfrenta ya a la democracia pero no contra el “autoritarismo”sino contra la deriva de los Estados a lo largo del siglo XX ) tiene a la democracia como uno de los contendientes en el conflicto sobre los modelos para el gobierno de las sociedades contemporáneas. La guerra de Ucrania, además de ser la primera de la época del declive energético, es también una guerra en la que se vuelve a poner de manifiesto las dificultades para la convivencia entre el Estado -tal y como se ha venido conformando cuanto menos desde hace dos siglos- y la democracia.

    Por democracia entiendo el incesante movimiento por la autoconstrucción del pueblo y su convivencia, frente a la tendencia del Estado a ordenar tal existencia en función de y al servicio de la acumulación de capital (el “crecimiento económico”/el “desarrollo”) al margen de la voluntad de las poblaciones. Es imposible aventurar el fin de este conflicto pero es seguro de que su existencia es la única posibilidad para la democracia. Tan pérdida de tiempo es intentar pensar las condiciones para la desaparición del Estado como especular sobre sus condiciones de compatibilidad con la democracia. El Estado es una realidad inexorable, la democracia es una exigencia ética ligada a la condición de libres e iguales de los seres humanos.

    Al plantear el conflicto en estos términos no desconozco el riesgo de una movilización alentada, si no inspirada, por la extrema derecha contra el Gobierno con ocasión de la desatada subida de precios de la energía y otros bienes de primera necesidad. Una movilización, por cierto, que no puede ser combatida exclusivamente con los instrumentos del Estado de Derecho y con la negociación. Con independencia de la posiciones adoptadas en relación con la política gubernamental para minimizar los efectos de la inflación y las subidas de precios, las izquierdas deberían fajarse en estas movilizaciones defendiendo una distribución equitativa de la carga que permita no tener que reducir los gastos sociales por la reducción de impuestos que quieren la derecha y la extrema derecha.

    Pero ello no puede llevarnos a caer, una vez más, en el mal menor. La experiencia del pasado siglo y también del presente nos ha mostrado la facilidad con la que el llamado Estado democrático -en realidad,Estado liberal- ha trasmutado en Estado totalitario, aseverando al existencia de un tejido común, mucho más consistente que el que teóricamente le une con la democracia como actividad del pueblo. Para hacerse realidad, la democracia como forma de vida debe, cuanto menos, contribuir a la transformación del Estado. Hemos visto las semejanzas entre ambos tipos de Estado a la hora de transitar por la senda de la guerra como forma de solucionar conflictos. ¿Acaso la guerra no forma parte indisoluble del núcleo mismo de la soberanía?

    El espectáculo de la guerra está produciendo un fenómeno en línea con la hegemonía creciente de las ideas reaccionarias en la sociedad española: la exaltación de lo militar como instancia guardiana de las esencias nacionales. Da igual que lo califiquemos de fascismo o nacionalismo extremo, el clima de guerra favorece agrupamientos de clases contra natura (o quizás no tanto, pese a que nos hayamos resistido a aceptar la evidencia de que el “ser social” no determina posición política alguna).

    Pero,¿acaso no estamos en una guerra permanente y cotidiana en la que el capital nos inflige cada día una derrota consiguiendo que aceptemos y seamos actores de su lógica biocida? ¿Quién nos ha encerrado en la ciudad/campo de concentración para facilitar que todos y cada uno de nuestros actos contribuyan a la creación de valor ?

    La guerra que viene es distinta de la guerra convencional entre los Estados. Inmerso en un larga fase de superproducción y descenso de la tasa de ganancia, el capital necesita de una profunda reestructuración que tendrá como efectos la destrucción de fuerzas productivas necesaria para recuperar las expectativas de beneficios que estimulen la inversión.

    La transformación de la guerra imperialista en guerra civil provoca el miedo al caos entre los de abajo; suponen que la primera es controlable por los Estados mientras que temen llevar la peor parte en la segunda.

    Nada atrae más a la mayoría de la población que los ganadores de una guerra. La victoria de 1939 ha permitido ensanchar y reorganizar el bloque dominante en España; salvo el momento de relativo temor de los 70,en el que se agrupó en el repliegue táctico de UCD, no ha dejado de mantenerse compacto en torno a las ideas que inspiraron el golpe del 18 de julio de 1936.

    La guerra es un poderoso factor de estructuración social. No es solo la construcción de un arriba y un abajo -con ser ello importante-, es sobre todo el asentamiento de un cuadro hegemónico de valores, los valores de los vencedores y la difusión entre los vencidos de un sentido común que les hace desconfiar de cuanto pueda recordarles la guerra, a partir de ahora imputable a su bando, según el relato histórico de los vencedores. Es ello lo que explica la paradoja de que la dictadura terrorista de Franco, impuesta sobre el genocidio de los vencidos, pudiera presentarse como hacedora de paz; tal condición se levantaba sobre la imputación a los vencidos de la responsabilidad de la guerra (“las huelgas obreras, la revolución de Asturias, la quema de iglesias y conventos,...”).

    El Estado se exhibe para recordar a la población que siempre está ahí; exhibe policías y militares, no sanitarios y docentes. La finalidad de esta exhibición es recordar al pueblo que siempre está dispuesto para la guerra. Y también que el sentido de nación/pueblo es otorgado por el mismo Estado y que es un concepto de genealogía inequívocamente guerrera. De ahí la omnipresencia de la bandera,que no es bandera nacional sino bandera del Estado y su ejército (de ocupación). Significativo que los llamados a exhibir la bandera sean militares y policías, no sanitarios o profesores.

    La amenaza permanente de su presencia y la efectividad del apoderamiento contenido en el artículo 8º de la Constitución se ha hecho presente al menos en dos ocasiones protagonizadas ambas por el jefe del Estado de turno. La primera con la irrupción en el hemiciclo del Congreso de los Diputados, pistola en mano, del teniente coronel Tejero, suponiendo éste tener el visto bueno del anterior rey como mando supremo de las Fuerzas Armadas. El actual rey parece que ya no necesitará escenificar un golpe de efecto para afianzar su corona, como en el famoso 1 de octubre, o durante su infame discurso dos días después o, especialmente, por su más que probable visto bueno al plan de intervención en Cataluña preparado por el JEMAD de entonces. Decenas de escaños fascistas y ultramonárquicos, incluidos generales retirados, son ahora el brazo político de su guardia pretoriana, decidida a impedir cualquier progreso democrático.

De modo que la guerra está aquí, no solo en los telediarios, no son solo imágenes de lo que ocurre a miles de kilómetros de distancia; se percibe en el aire amenazante de quienes efectivamente nos gobiernan, en la exhibición de sus símbolos guerreros, en la imposición de sus prioridades presupuestarias a cambio de ayudas de las que, de forma diferida, se beneficiarán los bancos. Nos recuerdan que podemos vivir si aceptamos con sumisión el ejercicio de su poder, que en otro caso están siempre dispuestos a lanzar la maquinaria de guerra que nosotros sostenemos con nuestros impuestos contra nosotros y nuestros siempre provisionales derechos y libertades.

    Pero hay otras formas de sociabilidad, la violencia de los de arriba y la sumisión de los de abajo no son el único camino para la convivencia. Es preciso recuperar los valores alternativos de nuestra especie, la empatía con el otro, la capacidad de cooperación y comunicación hoy expropiadas por el capital y los Estados, la tensión al bien y a la armonía para cuanto nos rodea. No se trata de un ejercicio de candor ante la barbarie que nos amenaza, se trata de encontrar los resortes disponibles para hacer frente a la locura homicida que quienes gobiernan la vida colectiva no son capaces de controlar.

    Para ello hay que detener la guerra como forma oculta pero efectiva de la actividad económica. La guerra por conquistar y dominar territorios y espacios de relación entre las personas ha sido el verdadero motor de la actividad política y económica. Si no hay que hacer la guerra para conquistar mercados, si no hay que aumentar la productividad para vender más que el contrincante y expulsarle del mercado, si la competencia puede dejar paso a la cooperación, sería muy sencillo reducir drásticamente el tiempo de trabajo y con ello, reducir la energía consumida en la producción, pero también en el transporte y la distribución.

    A esta empresa en el pasado se la llamó socialismo. El nombre es lo de menos, lo importante es tomar de una vez la decisión de vivir por nosotros mismos, de negar la naturalización de la iniquidad de la guerra,la explotación y la destrucción de la vida natural.