“
Lo único en lo que están de acuerdo
la mayoría de los estadounidenses es en que vivimos
la mayor crisis nacional desde 1932 o incluso desde
1860. En el contexto de plaga, impeachment,
violencia racista y desempleo, un partido defiende
la perspectiva de un gobierno autocrático y el
regreso a los días felices de la República blanca,
mientras otro ofrece un regreso sentimental al
centrismo multicultural de los años de Obama”.
Mike Davis, Guerra
de Trincheras, New Left Review
Las elecciones del
8 de noviembre (mitad de mandato porque solo se
renueva una parte de las instituciones) son una
prueba de gran calibre para la sociedad
norteamericana. Recordemos que Trump ganó la
presidencia en el 2016 y la perdió en el 2020 en las
elecciones con la mayor participación de la
historia. Trump se negó a aceptar su derrota y
convocó a miles de seguidores frente al Capitolio el
6 de enero de 2021 cuando se iba a proceder a un
reconocimiento oficial de los resultados. Los hechos
son de sobra conocidos. Prometió volver pero el
Trumpismo nunca se fue.
¿Por qué es una
crisis histórica?
El día 8 de
noviembre se van a renovar un tercio del Senado, la
totalidad (435) de los representantes a la Cámara
del Congreso, y 36 gobernadores de diferentes
Estados. El 95% de los candidatos republicanos que
se presentan son incondicionales de D. Trump. Todo
vestigio de oposición interna ha sido barrido. El
Partido Republicano es hoy el partido del clan
Trump. La clase política aristocrática, conservadora
y constitucional, ha sucumbido por completo al apoyo
popular que goza Trump. Familias como los Bush son
marginales al poder.
Creo que Estados
Unidos vive una crisis de consecuencias históricas,
tanto por el grave conflicto interior como por su
relación frente al mundo. La retirada de Afganistán
fue en realidad un desmoronamiento. Desde 2016 un
poderoso movimiento de extrema derecha (Trumpismo)
se ha hecho dueño de uno de los dos grandes partidos
del poder. Los republicanos son rehenes de Trump. El
viejo consenso entre demócratas y republicanos se ha
roto. El 70% del electorado republicano piensa que
Joe Biden no ganó las elecciones. Es como si casi la
mitad de la población se situara fuera o en los
márgenes del sistema político. El Trumpismo es un
movimiento político fuertemente identitario. Como
diría la escritora Siri Hustvedt, un fenómeno que
forma parte de la política visceral. Todos
aquellos que han infravalorado su fuerza lo han
pagado muy caro (algo así como lo que ha ocurrido en
Madrid con Isabel D. Ayuso).
Si las encuestas
están en lo cierto, los republicanos, van a
conquistar una mayoría en el congreso y senado. Esto
se sumaría a la que ya tienen en el Tribunal
Supremo. La opción de que D. Trump se presente a las
presidenciales del 2024 cobraría más fuerza, aunque
los más optimistas opinan que antes será juzgado y
condenado en varias causas penales que tiene
pendiente. Aún sobre esa hipótesis, ¿alguien puede
afirmar que eso no sea el comienzo de un incendio
aún mayor?
Por el momento lo
que estamos viendo es que los republicanos siguen
socavando sin pausa los derechos civiles. Ahí
tenemos la decisión del Tribunal Supremo decidiendo
por seis votos contra tres la revocación del derecho
constitucional de las mujeres a abortar contemplado
en la sentencia de 1973 del Tribunal Supremo Roe v.
Wade. Otro caballo de batalla de los republicanos es
la modificación de las leyes electorales en los
Estados para hacer más inaccesible la participación
de las minorías negras o latinas.
Se ha roto el
consenso neoliberal
Una de las claves
de la actual situación es la ruptura de la tradición
de los dos grandes partidos en cuanto a la
transmisión de poderes. Trump se negó a salir de la
Casa Blanca y llamó a ocupar el Capitolio. Sus
ataques feroces al establishment (FBI,
Administración federal, Wall Street, la CIA, al
viejo aparato conservador republicano, etc), no es
mera retórica, sino que expresa la configuración de
un vasto movimiento de ultraderecha y
anti-establishment.
El origen creo que
deberíamos buscarlo en los efectos de la
globalización económica capitalista, en las
profundas transformaciones culturales de los últimos
cincuenta años y en el impacto que tuvo la gran
recesión del 2007-2008 sobre la sociedad
norteamericana (aunque en un primer momento eso se
reflejase en movimientos progresistas como Occupy
Wall Street, posteriormente tomó un giro hacia el
nacionalismo y las ultraderechas). Este nuevo
movimiento reaccionario se unió al
ultraconservadurismo evangélico del Tea Party, la
tradición racista de una gran parte del Sur y Medio
Oeste del país y a millones de inmigrantes latinos
que vienen huyendo de la miseria o de regímenes
represivos llamados socialistas.
Según el periodista
Dylan Riley de la New Left Review: La jugada
clave de Trump en el 2016 fue combinar el núcleo
del electorado republicano -evangelistas, votantes
sureños blancos relativamente ricos, rurales y
suburbanos; una parte de la clase obrera de los
Apalaches- con una parte de los votantes indecisos
de la clase obrera de Medio Oeste”. (¿Qué es
Trump?). Trump cuenta con poderosos grupos
capitalistas como la industria de armas, los
casinos, el sector turístico, la construcción o las
grandes petroleras. Sus políticas han ido dirigidas
a proteger a esos grandes capitales de la
competencia china o internacional, mediante
aranceles, subvenciones o transfiriendo fondos
públicos a las empresas privadas. Esta gran
coalición interclasista
es definida por Dylan Riley como un proyecto del
“Neomercantilismo
macho-nacional”. Una
definición que combina intereses de clase con un
programa culturalmente reaccionario.
Este proyecto entró
en abierta ruptura dentro y fuera del Partido
Republicano en las elecciones del 2016. La
candidatura de Hillary Clinton era continuista con
el proyecto de las élites demócratas que habían
cobrado mucho impulso con Obama. El centrismo
político de Obama lo define Riley como: “Un capitalismo
neoliberal y multicultural”.
El proyecto del
Partido Demócrata está en crisis (como otros
proyectos neoliberales en el mundo); su base social
son las clases medias urbanas y los profesionales,
sectores nuevos de las clases trabajadoras y, sobre
todo, las mujeres, la población negra o inmigrantes
pobres. Los intereses políticos y materiales de
estos sectores no son los mismos que los de las
grandes corporaciones que apoyan a Joe Biden como
Google, Apple, Microsoft, Amazon, Facebook, o las
multinacionales farmacéuticas que patentaron las
vacunas anti-covid como Pfizer, la gran industria
del automóvil como General Motors, el sector
financiero como Goldman Sach; es decir, el núcleo
del capitalismo norteamericano que es cosmopolita no
en tanto a valores culturales sino al interés de
explotar mano de obra extranjera cualificada o
mantener sus cadenas de valor en la India, Pakistán,
Indonesia, Vietnam o Taiwan. Donald Trump ha
empujado al Partido Republicano a la desacralización
de la democracia liberal y a un cambio de modelo
económico que se puso en marcha desde Reagan y que
desarrollaron Clinton, Bush y Obama. Ahí reside la
ruptura de los antiguos consensos.
Tres grandes
escenarios
La salida de esta
crisis influirá al resto del mundo. Por eso nos
interesa reflexionar sobre la situación. Estados
Unidos es la primera potencia mundial económica y
militar. Pero a su vez es una sociedad donde sigue
pesando más el poder de las oligarquías que los
derechos civiles. El conflicto actual en la sociedad
puede resolverse por unas vías u otras. En mi
opinión creo que hay al menos tres grandes
escenarios.
El primero sería
que se mantenga esta lucha política entre los dos
grandes partidos, con sucesivas alternancias de
poder, más o menos como ha venido ocurriendo en los
últimos 150 años.
El segundo podría
ser un triunfo de Trump en las elecciones del 2022 y
2024 con lo que éste se haría con el control de las
instituciones. Ello podría llevar no sólo a un
gobierno patrimonialista
como en el 2016, sino incluso un gobierno autoritario
que socave la separación de poderes y elimine toda
legislación que le estorbe. Ejemplos tenemos
numerosos en todo el mundo. Esta situación
conduciría posiblemente a un nuevo régimen
cualitativamente diferente al instaurado tras la
guerra de secesión. Una especie de bonapartismo con
elementos fascistas con dos
componentes esenciales: el supremacismo blanco y un
fuerte poder patriarcal.
Por último, existe
la posibilidad de que, en cualquiera de los dos
escenarios anteriores, se produzca “una guerra civil de
baja intensidad”; es decir, no
una guerra convencional como en 1861-1865, sino un
conflicto armado que afectaría zonas del país al
estilo de Irlanda del Norte. De momento, creo que
nada está descartado de antemano y en cualquier caso
es más que preocupante que estos escenarios pudieran
darse en un mundo afectado por el cambio climático y
las amenazas de guerras nucleares donde Estados
Unidos juega un papel central.
Otra alternativa
es posible
No tenemos por qué
resignarnos a escoger entre una alternativa
neomercantilista racista y patriarcal y otra
centrista neoliberal. Algunas experiencias como las
de Bernie Sanders en las primarias al partido
demócrata en el 2016 o las más recientes de
Alexandria Ocaso-Cortez demostraron enorme éxito no
solo entre los votantes demócratas, sino también
republicanos. Las claves eran básicamente dos: por
un lado, las propuestas concretas dirigidas a los
sectores más humildes de la población, y por otro,
la existencia de candidatas y candidatos que no
pertenecen al llamado “capitalismo woke”. Con
propuestas como la subida del salario mínimo a 15
dólares la hora, la ayudas a las mujeres solteras
con hijos, la extensión universal del sistema de
salud, etc., lograron el apoyo de grandes sectores
obreros y de la sociedad. Estas propuestas se
combinan además con otras de lucha contra el racismo
laboral, el cambio climático y la puesta en marcha
de medidas de transición ecológica.
En los últimos años
en los EEUU se han movilizado millones de personas
tanto contra los asesinatos racistas a manos de la
policía, como por los derechos de las mujeres, el
cambio climático, etc. Pero uno de los movimientos
más dinámicos es el llamado Nuevo Sindicalismo.
Tras la pandemia se han multiplicado las
organizaciones sindicales de base (alrededor de un
57% han aumentado las peticiones al National Labor
Relations Board que es el equivalente al Ministerio
de Trabajo para organizar nuevos sindicatos). El
sindicato Amazon Labor Union logró una victoria
histórica en el depósito de Staten Island. Las
trabajadoras de Starbucks han logrado sindicalizarse
en más de 150 tiendas. Según cuenta el portal Ideas
de Izquierda “la lucha es liderada a menudo por
jóvenes de la comunidad LGTBI, conocidos como
Generation U”. Hay muchos más ejemplos como
estos, pero lo más importante además es que este
nuevo sindicalismo quiere ser independiente del
Partido Demócrata y se plantea como principal seña
de identidad “la lucha de clases”. Una lucha
de clases que entienden que no se limita a lo
salarial, sino que debe plantearse -en el puesto de
trabajo- contra toda discriminación por razones de
sexo o raza.
Son señales
optimistas frente al vigoroso ascenso del populismo
ultrarreaccionario. Es posible que a través de
nuevas experiencias de luchas en los centros de
trabajo, en las calles contra el racismo, el derecho
de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, contra
el uso de combustibles fósiles o contra el aumento
del gasto militar… consigan ir forjando alternativas
no solo de lucha, sino políticas o nuevas alianzas
electorales. Ese es nuestro deseo desde la otra
punta del mundo.