El mayor efecto del
COVID-19, más allá de la restricción de la actividad
social y de las relaciones interpersonales, ha sido
el de tensar, forzar y hasta romper las costuras del
tejido social. Su gestión ha radiografiado el
esqueleto de nuestro caduco sistema, con todas sus
carencias.
Ante una emergencia mundial de este calibre, no se
ha puesto la salud de la población del planeta en el
centro.
Ahora nos agarramos, y bien está, a la esperanza de
que las vacunas están llegando para sacarnos de esta
situación. Pero su distribución, la cantidad que se
produce y el orden en el que se reparte entre
Estados están supeditados al máximo beneficio de las
compañías dueñas de sus patentes, financiadas con
miles de millones de euros y dólares de dinero
público a través de contratos que no se pueden
publicar. Apropiación particular de lo de todas y
todos, nada nuevo en este sistema.
Una amenaza a escala de especie humana debería
haberse resuelto poniendo en marcha con la mayor
urgencia todas las fábricas que pudieran producirla,
liberando las patentes y compartiendo los hallazgos.
Se habrían salvado más vidas y se habría podido
volver a la actividad económica normalizada con
mayor celeridad. Pero nos falta sistema político y
social para ello. En cambio, estamos en más muertes
y más tiempo de pandemia, se ha agravado severamente
la pobreza y hay mayores beneficios para las
farmacéuticas. Se habla de 50.000 millones de
dólares.
La noticia que abrió este año fue el cambio de
presidente en Estados Unidos. El asalto al
Capitolio, tras negar el recuento de votos, es el
colofón final de la presidencia de Trump, ejercida
en contra de los derechos democráticos, los de
inmigrantes, negros, latinos, mujeres y demás
excluidos en nombre de la gran nación, America
first. Esta huida desde la democracia hacia el
fascismo nacionalista, basada en la apelación a
prejuicios racistas inducidos en empobrecidas capas
medias de Estados Unidos, ha sido frenada por una
gran movilización interracial, encabezada por la
población afroamericana, las vidas negras importan.
La izquierda de EEUU y sobre todo el activismo
social está dejando de ser marginal, está creciendo
un movimiento de defensa de trabajadores, de
derechos sociales, sanitarios y de minorías que ha
dado un vuelco a la situación, aunque siguen
presentes graves riesgos dada la fuerza social del
trumpismo. Buena parte del pueblo norteamericano ha
despertado, pero otra buena parte sigue muy influida
por todo lo que representa Trump en EEUU y en el
mundo. En todo caso, el triunfo de Biden, un
conservador del aparato del Partido Demócrata, se
enmarca en el citado proceso de movilización social
y es muy importante más allá de lo que Biden propone
o representa.
La salida de la pandemia traerá una reordenación
general del peso de los estados nación, de sus
relaciones y de sus dependencias. Con Biden tal vez
asistamos a un realineamiento de EEUU con el plan de
la Unión Europea, una especie de capitalismo “verde”
que se presenta como una versión pro-sistémica del
Green New Deal. Tras la crisis que va a dejarnos la
gestión del coronavirus se pretende dar un salto en
la explotación minera y continuar con la agresión
productivista a la naturaleza mientras se hacen
cambalaches para contar que ya emitimos menos CO2 a
la atmósfera, manteniendo la producción, el consumo
superfluo y el despilfarro tan desatado como antes,
mientras se precariza el trabajo y se individualizan
las relaciones laborales.
En España, el gobierno de coalición de la izquierda
ha cumplido un año, y el balance, a nuestro parecer,
no es positivo.
Siendo hijo de la movilización y la esperanza,
desampara a buena parte de su base social. A la
semiparálisis de los
movimientos sociales desde abajo, impuesta por el
COVID, se ha sumado la esclerosis de los aparatos
políticos de los partidos del gobierno, cada vez más
maquinarias de propaganda de imagen autocentradas
aprovechando las dificultades que la pandemia supone
para la resistencia social. La maraña del
politiqueo, el rédito electoral a corto plazo y el
“y tú mas” han primado frente al criterio de
epidemiólogos y frente a la defensa del sistema
público de salud, que ha soportado la pandemia en un
situación de extrema debilidad, siendo especialmente
grave la actitud del gobierno de la Comunidad de
Madrid.
El Gobierno de España, tras una intervención en la
primera ola de la pandemiabastante decidida y
severa, aunque insuficiente, optó por “dejar hacer”
a cada gobierno autonómico, debilitando la
confianza de los ciudadanos y agravando los riesgos.
La podredumbre del régimen, empezando por la
jefatura familiar vitalicia del Estado, es
cada vez más evidente. El régimen monárquico da
muestras de agotamiento, disfuncional e incapaz de
reformarse, con el rey emérito fugado a un país sin
tratado de extradición, con séquito pagado por el
erario publico. La corrupción estructural del PP es
buena muestra de la perversión de dicho sistema
político. Mientras, siguen los juicios contra
raperos, artistas, periodistas. La reforma laboral
sigue sin abolirse. Los muros de Melilla y Ceuta
siguen en pie, y los llegados en balsas y pateras a
Canarias son
conducidos a guetos. Los derechos de las y los
inmigrantes siguen esperando.
La medida estrella para combatir la pobreza, el
Ingreso Mínimo Vital, es un fracaso de tal tamaño
que vamos por la 3ª rectificación del Real Decreto
de Junio de 2020 que le dio vida mientras estamos en
periodo de enmiendas a la ley, 8 meses después de su
lanzamiento. Sus condiciones de acceso excluyen o
dificultan el acceso a capas enteras de
población empobrecida, como a la juventud, las
personas solas que conviven entre sí, las familias
de formación reciente o aquellas en las que algún
miembro no tiene aún permiso de residencia. Se
estima que la propia ley excluye ya de entrada a más
del 30% de quienes potencialmente lo necesitarían y
por cada IMV concedido hay tres denegaciones. Su
implantación condena a sus solicitantes a una
pesadilla burocrática que involucra a dos o tres
administraciones, y hasta las propias concesiones
están plagadas de errores en cuanto a cuantía en
muchos casos. Por ahora, sólo el 15% de las
solicitudes presentadas han sido aprobadas, estando
el resto denegadas o en espera de respuesta. En base
a los criterios de la Carta Social Europea, la
cuantía es insuficiente. La dotación presupuestaria
también lo es. Mientras, la situación de más de 5
millones de personas en situación de emergencia por
pobreza extrema en este país ha empeorado.
La sensación que recorre los barrios es de
cansancio, desilusión y angustia. No había grandes
expectativas ante el gobierno, pero hoy quedan
muchas menos. Y la radicalización social de la
derecha ha venido para quedarse, más amplia que la
base de los protofascistas de Vox. La falta de
expectativas de cambio y la agudización de la crisis
hace que sectores empobrecidos y más aún de clases
medias puedan comprar el discurso de que la culpa es
del enemigo del pueblo español, sea este inmigrante,
una familia que no puede pagar un alquiler, gitano o
mujer feminista. Sucedió en los años 30 del siglo XX
y sucede ahora.
Sólo los movimientos de resistencia, la organización
en autoayuda dan respuesta a la pregunta de ¿Quién me puede ayudar en este desamparo? ¿Cómo
podemos ayudarnos?
Nuestra situación es de crisis de civilización. No
es sostenible la forma en que nos relacionamos con nuestra base material, el planeta
Tierra. No sólo hay que acabar con el capitalismo,
con el carácter sagrado del beneficio sin límites,
no sólo hay que acabar con el patriarcado,
reconociendo a todas las personas como dignas de la
misma consideración; solo agrediendo muchísimo menos
los ciclos naturales de lo que hacemos cada día
tendremos futuro como especie.