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Emergencia

Revista Trasversales número 53 diciembre 2020




Vivimos en una civilización amenazada por dos vectores críticos: el cambio climático y el explosivo aumento de la desigualdad social. En 2020, una nueva amenaza, la pandemia de la covid 19, ha puesto de manifiesto la debilidad de la respuesta frente a los peligros. La pandemia ha confrontado a la sociedad con su propio imaginario activo: el del individualismo económico y la mercantilización de la vida.

En una pandemia la principal necesidad es el cuidado (entendido en el sentido más amplio) de la población. Ante la emergencia global los instrumentos utilizados han sido los de un mundo donde dominan los criterios del capitTrasversales diciembre 2020
                                      Los conflictos de la pandemiaalismo neoliberal: individualismo, precarización y fomento de la desigualdad, privatizaciones de los servicios públicos, valores de un capitalismo empresarial extendido a todos los ámbitos de la sociedad y la vida.

En España se ha demostrado que no se disponía de uno de los mejores sistemas sanitarios del mundo, como se decía, sino de una red de atención muy debilitada por los recortes, por las privatizaciones y la carencia de un proyecto sanitario nacional debidamente financiado y estructurado. También se ha demostrado que la atención a emergencias de salud pública no disponía de un modelo de respuesta nacional.

Toda la situación sanitaria y social debería haber basculado hacia la protección de las y los más débiles. Y esos han sido los eslabones peor atendidos. No se han adoptado las medidas enérgicas que la situación requería. La tragedia de las residencias durante la primavera simboliza el fracaso de la protección a los más débiles. Miles de personas mayores fallecieron sin atención. Mientras se negaba esa atención en el sistema de seguridad social a los ancianos, aquellos con seguros de sanidad privada eran atendidos. Esa es la cruel realidad de la protección que ni el Estado ni las Comunidades Autónomas fueron capaces de asegurar. Es el ejemplo más dramático entre muchos otros que se vivieron en los hospitales.

Una segunda ola de la pandemia se ha extendido por toda Europa. En España fue evidente el fracaso de la desescalada de los meses de verano, que se hizo apresuradamente, intentando privilegiar la temporada turística sin las precauciones necesarias, sin garantizar que la atención primaria y los servicios de rastreo eran suficientes y efectivos y sin preparar suficientemente el sistema hospitalario adecuadamente para la nueva ola. No se aseguró que los temporeros dispusieran de alojamientos dignos, no se crearon zonas de aislamiento residencial para quienes no disponían de condiciones de aislamiento, no se reforzó ni controló los aforos del transporte, no se limitaron ni controlaron eficazmente las actividades de ocio nocturno y de hostelería en general, etc. Y las residencias en gran parte privadas y con personal precarizado han vuelto a ser lugar de amplios contagios y muertes, como si no se hubiera aprendido nada.

Las razones por las que no se ha respondido adecuadamente son variadas. Los fondos estatales distribuidos por el Gobierno no han ido acompañados de programas finalistas para garantizar el uso de los recursos facilitados a la CCAA a los fines prioritarios. En algunos casos, como la Comunidad de Madrid, son las propias decisiones políticas las que se han orientado contra el fortalecimiento del sistema público de salud.

Otro elemento clave en una pandemia es el cumplimiento efectivo de las normas sanitarias. Proteger significa impedir miles de muertes evitables. Sin embargo, el concepto de responsabilidad individual, propio de los valores neoliberales, ha oscurecido la necesidad de una responsabilidad colectiva basada en la obligación cívica y el control. En la desescalada y la segunda ola se han dictado multitud de normas cuyo cumplimiento ha sido débil o directamente nadie hace cumplir. Por otra parte, el individualismo y los conceptos mercantiles e infantilizados del ocio también han contribuido a debilitar el control. El resultado son miles de muertes que podrían haberse evitado.

La pandemia también ha producido una formidable fractura social. En una sociedad crecientemente desigual, con trabajos precarizados que no aseguran condiciones de vida digna, los efectos de la brusca recesión económica se dejaron sentir en pocas semanas sobre las capas pobres y empobrecidas. Esa situación exigía medidas urgentes de apoyo. Es cierto que el gobierno español ha acometido acciones de respuesta. Sin embargo, esas medidas han sido menos eficaces y contundentes allí donde la necesidad es mayor.

El ejemplo más claro es la crisis de pobreza. La medida estrella del gobierno, el ingreso mínimo vital, se ha demostrado una orientación equivocada, copiando el mal modelo de las rentas mínimas de inserción, que cronifican la pobreza. Su diseño lo hacía insuficiente para paliar los altos niveles de pobreza y pobreza extrema en los que se encuentran hoy día más de 10 millones de personas en España. Las limitaciones presupuestarias, la complejidad de sus requisitos y la necesidad de una gestión que sobrepasaba la capacidad de la Administración la han convertido en irrelevante para dar la respuesta de emergencia social, rápida e inmediata que era imprescindible. Por ello, en muchos casos la atención se ha efectuado por asociaciones vecinales o entidades no gubernamentales, que pronto se han visto sobrepasadas a lo largo de estos meses. O ayuntamientos que para responder a las necesidades de sus vecinos han tenido que saltarse los rígidos controles a los que se somete a la administración local, mientras la administración central no era capaz de cambiar las normativas para que las ayudas de emergencia fuesen de intervención inmediata y no consideradas subvenciones.

Mientras tanto, los fondos comunitarios no han llegado con urgencia y parece que se han pensado para el día después de la pandemia, para que la máquina económica reemprenda su marcha, para la "recuperación" más que en la respuesta a la emergencia. En todo caso, habría que evitar utilizar los futuros fondos de reconstrucción como una bolsa de la que cada Comunidad se lleva su parte del pastel, como ha pedido el ultra-neoliberal consejero de Hacienda de Madrid, Fernández- Lasquetty, en lugar de apostar por un proyecto común reequilibrador en lo social, lo económico, lo ecológico y lo territorial.

Una situación de emergencia sanitaria y social demanda recursos urgentes y, para evitar endeudamientos indeseables, un esfuerzo fiscal de solidaridad de toda la población. Por ejemplo, mediante un impuesto extraordinario y progresivo sobre la renta y el patrimonio. Ese no es el camino fiscal por el que ha optado Europa ni España, ni en 2020 ni para los Presupuestos de 2021, que se basan en una continuidad del marco impositivo, con pequeños retoques de escaso efecto recaudatorio.

Todo ello acompaña a la infantilización de una parte de la sociedad que pide más ayudas y menos impuestos, como si ese planteamiento fuera lo más lógico del mundo y nunca tuviéramos que pagar las facturas. Cuando la pandemia se vaya controlando, las heridas de la sociedad pueden ser brutales. No parece que con el rumbo emprendido vayamos a salir con una sociedad más solidaria y con mejores servicios públicos.

La desigualdad se está acrecentado y eso no lo va a mejorar la recuperación económica si no se hacen políticas redistribuidoras potentes. El coste de no responder con medidas de emergencia a situaciones de emergencia pone de manifiesto que mientras se mantenga el curso neoliberal todos los cuidados que necesita la sociedad siguen en peligro.

Mientras tanto, las amenazas civilizatorias siguen su curso. Desigualdad social y de género creciente. Calentamiento climático. Para las oligarquías dominantes lo único importante es que la locomotora del crecimiento económico acelere de nuevo todo lo que se pueda, aunque eso signifique que nos conduzca cada vez más rápidamente a un despeñadero.