Vivimos
en una civilización amenazada por dos vectores
críticos: el cambio climático y el explosivo aumento
de la desigualdad social. En 2020, una nueva amenaza,
la pandemia de la covid 19, ha puesto de manifiesto la
debilidad de la respuesta frente a los peligros. La
pandemia ha confrontado a la sociedad con su propio
imaginario activo: el del individualismo económico y
la mercantilización de la vida.
En una pandemia la
principal necesidad es el cuidado (entendido en el
sentido más amplio) de la población. Ante la
emergencia global los instrumentos utilizados han
sido los de un mundo donde dominan los criterios del
capitalismo neoliberal:
individualismo, precarización y fomento de la
desigualdad, privatizaciones de los servicios
públicos, valores de un capitalismo empresarial
extendido a todos los ámbitos de la sociedad y la
vida.
En
España se ha demostrado que no se disponía de uno de
los mejores sistemas sanitarios del mundo, como se
decía, sino de una red de atención muy debilitada por
los recortes, por las privatizaciones y la carencia de
un proyecto sanitario nacional debidamente financiado
y estructurado. También se ha demostrado que la
atención a emergencias de salud pública no disponía de un
modelo de respuesta nacional.
Toda la
situación sanitaria y social debería haber basculado
hacia la protección de las y los más débiles. Y esos
han sido los eslabones peor atendidos. No se han
adoptado las medidas enérgicas que la situación
requería. La tragedia de las residencias durante la
primavera simboliza el fracaso de la protección a los
más débiles. Miles de personas mayores fallecieron sin
atención. Mientras se negaba esa atención en el
sistema de seguridad social a los ancianos, aquellos
con seguros de sanidad privada eran atendidos. Esa es
la cruel realidad de la protección que ni el Estado ni
las Comunidades Autónomas fueron capaces de asegurar.
Es el ejemplo más dramático entre muchos otros que se
vivieron en los hospitales.
Una
segunda ola de la pandemia se ha extendido por toda
Europa. En España fue evidente el fracaso de la
desescalada de los meses de verano, que se hizo
apresuradamente, intentando privilegiar la temporada
turística sin las precauciones necesarias, sin
garantizar que la atención primaria y los servicios de
rastreo eran suficientes y efectivos y sin preparar suficientemente el
sistema hospitalario adecuadamente para la nueva ola.
No se aseguró que los temporeros dispusieran de
alojamientos dignos, no se crearon zonas de
aislamiento residencial para quienes no disponían de
condiciones de
aislamiento, no se reforzó ni controló los aforos del
transporte, no se limitaron ni controlaron eficazmente
las actividades de ocio nocturno y de hostelería en
general, etc. Y las residencias en gran parte privadas
y con personal precarizado han vuelto a ser lugar de
amplios contagios y muertes, como si no se hubiera
aprendido nada.
Las
razones por las que no se ha respondido adecuadamente
son variadas. Los fondos estatales distribuidos por el
Gobierno no han ido acompañados de programas
finalistas para garantizar el uso de los recursos
facilitados a la CCAA a los fines prioritarios. En
algunos casos, como la Comunidad de Madrid, son las
propias decisiones políticas las que se han orientado
contra el fortalecimiento del sistema público de
salud.
Otro
elemento clave en una pandemia es el cumplimiento
efectivo de las normas sanitarias. Proteger significa
impedir miles de muertes evitables. Sin embargo, el
concepto de responsabilidad individual, propio de los
valores neoliberales, ha oscurecido la necesidad de
una responsabilidad colectiva basada en la obligación
cívica y el control. En la desescalada y la segunda ola se han
dictado multitud de normas cuyo cumplimiento ha sido
débil o directamente nadie hace cumplir. Por otra
parte, el individualismo y los conceptos mercantiles e
infantilizados del ocio también han contribuido a
debilitar el control. El resultado son miles de
muertes que podrían haberse evitado.
La
pandemia también ha producido una formidable fractura
social. En una sociedad crecientemente desigual, con
trabajos precarizados que no aseguran condiciones de
vida digna, los efectos de la brusca recesión
económica se dejaron sentir en pocas semanas sobre las
capas pobres y empobrecidas. Esa situación exigía
medidas urgentes de apoyo. Es cierto que el gobierno
español ha acometido acciones de respuesta. Sin
embargo, esas medidas han sido menos eficaces y
contundentes allí donde la necesidad es mayor.
El
ejemplo más claro es la crisis de pobreza. La medida
estrella del gobierno, el ingreso mínimo vital, se ha
demostrado una orientación equivocada, copiando el mal
modelo de las rentas mínimas de inserción, que
cronifican la pobreza. Su diseño lo hacía insuficiente
para paliar los altos niveles de pobreza y pobreza
extrema en los que se encuentran hoy día más de 10
millones de personas en España. Las limitaciones
presupuestarias, la complejidad de sus requisitos y la necesidad
de una gestión que sobrepasaba la capacidad de la
Administración la han convertido en irrelevante para
dar la respuesta de emergencia social, rápida e
inmediata que era imprescindible. Por ello, en muchos
casos la atención se ha efectuado por asociaciones
vecinales o entidades no gubernamentales, que pronto
se han visto sobrepasadas a lo largo de estos meses. O
ayuntamientos que para responder a las necesidades de
sus vecinos han tenido que saltarse los rígidos
controles a los que se somete a la administración
local, mientras la administración central no era capaz
de cambiar las normativas para que las ayudas de
emergencia fuesen de intervención inmediata y no
consideradas subvenciones.
Mientras
tanto,
los fondos comunitarios no han llegado con urgencia y
parece que se han pensado para el día después de la
pandemia, para que la máquina económica reemprenda su
marcha, para la "recuperación" más que en la respuesta
a la emergencia. En todo caso, habría que evitar
utilizar los futuros fondos de reconstrucción como una
bolsa de la que cada Comunidad se lleva su parte del
pastel, como ha pedido el ultra-neoliberal consejero
de Hacienda de Madrid, Fernández- Lasquetty, en lugar
de apostar por un proyecto común reequilibrador en lo
social, lo económico, lo ecológico y lo territorial.
Una
situación de emergencia sanitaria y social demanda
recursos urgentes y, para evitar endeudamientos indeseables, un
esfuerzo fiscal de solidaridad de toda la población.
Por ejemplo, mediante un impuesto extraordinario y
progresivo sobre la renta y el patrimonio. Ese no es
el camino fiscal por el que ha optado Europa ni
España, ni en 2020 ni para los Presupuestos de 2021,
que se basan en una continuidad del marco impositivo,
con pequeños retoques de escaso efecto recaudatorio.
Todo
ello acompaña a la infantilización de una parte de la
sociedad que pide más ayudas y menos impuestos, como
si ese planteamiento fuera lo más lógico del mundo y
nunca tuviéramos que pagar las facturas. Cuando la
pandemia se vaya controlando, las heridas de la
sociedad pueden ser brutales. No parece que con el
rumbo emprendido vayamos a salir con una sociedad más
solidaria y con mejores servicios públicos.
La
desigualdad se está acrecentado y eso no lo va a
mejorar la recuperación económica si no se hacen
políticas redistribuidoras potentes. El coste de no
responder con medidas de emergencia a situaciones de
emergencia pone de manifiesto que mientras se mantenga
el curso neoliberal todos los cuidados que necesita la
sociedad siguen en peligro.
Mientras
tanto,
las amenazas civilizatorias siguen su curso.
Desigualdad social y de género creciente.
Calentamiento climático. Para las oligarquías
dominantes lo único importante es que la locomotora
del crecimiento económico acelere de nuevo todo lo que
se pueda, aunque eso signifique que nos conduzca cada
vez más rápidamente a un despeñadero.