La cuestión sanitaria concentra hoy la totalidad de lo social; ha sacado a superficie las desigualdades sociales y los privilegios. La desigualdad bloquea la aplicación de buenas recomendaciones sanitarias: la de pasar cua­rentena en una habitación de uso exclusivo y con baño propio es inaplicable en millones de hogares. La obligación de uso de mascarillas, desechables una vez usadas y que cuestan 0,96 euros cada una, conlleva un coste inasumible para mu­chas familias. La recomendación de viajar a pie o en coche es inaplicable para quienes tienen que ir en metro o cercanías a trabajos a muchos kilómetros de su casa. Las actividades de las personas más privilegiadas no suelen obligar a un masivo contacto con la población, a diferencia de las trabajadoras y trabajadores que atienden "al público" en negocios o servicios, o concentradas sin distancia en sus lugares de trabajo. La pandemia amenaza a toda la humanidad, pero es mucho más peligrosa para quienes menos tienen.
Los problemas sociales, por graves que sean, sólo se toman en cuenta cuando hay "sujetos sociales" que los expresan y mo­les­tan a los poderosos. Las y los trabajadores de la Sanidad, al cumplir su tarea en condiciones muy difíciles, han emergido como referencia social y de clase, no como soldados, sino como portadores de una ta­rea social esencial y a la vez franja maltratada y precarizada de la clase obrera que no ha retrocedido a la hora de cuidar al resto de la población y que ha de­nunciado las condiciones en las que lo ha tenido que hacer y en las que la población ha sido atendida.

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