Trasversales
José M. Roca

El procés: bautismo político de una generación

Revista Trasversales número 42, octubre 2017

Textos del autor
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Hemos llegado por un largo camino de obcecaciones y desencuentros a la preocupante coyuntura de hallarnos en vísperas de celebrarse en Cataluña un referéndum de autodeterminación, ilegal y carente de garantías desde su misma tramitación parlamentaria, acompañado por la amenaza de consumar, 48 horas después y de modo unilateral, la separación de España con la proclamación de una república catalana, independiente y soberana.

Muchos son los factores que, en aproximadamente diez años, nos han conducido a esta situación, enunciados aquí sumariamente: el agotamiento del proyecto del CiU y su pugna con ERC para subir el listón de las demandas nacionalistas; la formación del Govern tripartito en Cataluña con hegemonía de ERC; la intención de Maragall de elaborar un nuevo Estatut con apoyo de Zapatero, su larga y controvertida tramitación, la sentencia del Tribunal Constitucional y la reacción posterior; la seducción de ICV y EUiA por el discurso nacionalista; la tensiones entre el Partido Popular y el PSOE a escala nacional y su alternancia en el Gobierno central; las dos tácticas del PP -agitación y movilización anticatalanista estando en la oposición y mutismo y pasividad cuando llegó a la Moncloa-; la recesión económica y las movilizaciones en Cataluña contra los recortes del Govern de Artur Mas (ecos del 15-M); los casos de corrupción política en CiU (Pujol, Palau, Pallerols, 3%, etc); la aparición de una ambigua oferta populista (Podem, Colau); la ausencia o la debilidad de un discurso alternativo al de los nacionalistas y, claro está, la progresiva radicalización de estos, que, de modo pertinaz, han logrado convertir las demandas de un minoritario sector de la población catalana, que ha ido creciendo, en el problema más importante del país, utilizando un gran despliegue propagandístico que convirtió en noticia de alcance nacional todo lo que rodeó la complicada elaboración del nou Estatut, primero, las reacciones provocadas por la sentencia del Tribunal Constitucional, después, y, finalmente, el acelerón de la política catalana con el “procés”.

En este breve resumen, en que se percibe una mezcla de factores estructurales y coyunturales, de tendencias largo plazo y de circunstancias del momento, de proyectos estratégicos que se entreveran con movimientos tácticos, me voy a detener en un elemento que aúna tendencias a largo plazo con factores de coyuntura.

Se trata del factor ideológico, de la fuerza que ciertas ideas han adquirido para un importante sector de la población que hasta hace poco tiempo vivía al margen de la actividad política, pero que hoy se siente interpelado y movilizado por ellas. Se trata, en suma, del proceso de politización acelerada que ha sufrido parte de la población y, en particular, de los jóvenes, que están viviendo su primera y fundamental etapa de compromiso con un proyecto político, adoptado con la intensidad y la falta de experiencia política y aún vital de los pocos años, pero con la voluntad de llevarlo adelante. El discurso nacionalista alienta a participar en el sugerente proyecto de fundar un país nuevo, distinto de lo anteriormente conocido; un impreciso objetivo a medida de los sueños juveniles.

Varios factores han sido necesarios para llegar a este resultado. Vamos con el primero.

La larga estancia de la derecha catalanista en la Generalitat

Para entender lo que está ocurriendo en Cataluña no basta con fijarse, claro está, en los sucesos, en particular en los más recientes o en los acaecidos en los dos últimos años, bajo la presidencia de Puigdemont, episodios que siendo importantes representan sólo la culminación de un proceso largo en el tiempo.

Uno de los factores que ayudan a explicar mejor lo ocurrido es la dilatada permanencia del principal partido de la derecha catalanista en la Generalitat.

Jordi Pujol (CiU) fue presidente de la Generalitat desde 1980 hasta 2003. Pascual Maragall (PSC) presidió el Gobierno tripartido (PSC, ERC, ICV-EUiA) entre 2003 y 2006, año en que fue relevado por José Montilla (PSC), que permaneció hasta 2010, cuando CiU recuperó el Govern con Artur Mas, que se mantuvo hasta 2016, relevado por Carles Puigdemont.

Es decir, de los 37 años transcurridos entre 1980 y 2017, la derecha hegemónica ha gobernado 30 años; sólo ha dejado de gobernar durante los siete años del Govern Tripartit, que estuvo sometido a la presión nacionalista de ERC desde dentro y de CiU desde fuera.

Esta prolongada estancia en las instituciones ha permitido planificar la política a largo plazo, y una de las orientaciones más persistentes ha sido ir dando forma a la sociedad catalana según el ideario nacionalista a través de la enseñanza y del control de los medios de información públicos pero también privados, hasta configurar un régimen de propaganda que en los últimos años ha condenado al silencio cualquier opinión discrepante y ha hecho del nacionalismo el único pensamiento culturalmente posible y el único sentimiento de lealtad política públicamente aceptable.

La persistencia de esta presión a lo largo del tiempo explica en parte el aumento de la desafección hacia España. En 1997, el 11% de los ciudadanos catalanes se sentía sólo miembro de su comunidad autónoma. En 2007 este sentir había subido al 17,5%, y un 21% era favorable a reconocer la posibilidad de ser un país independiente. En septiembre del 2015, el sentimiento de pertenencia exclusiva era del 22% y un 46% estaba defendía la posibilidad de que Cataluña fuera un país aparte. En las elecciones llamadas “plebiscitarias” (27/9/2015), los partidos independentistas obtuvieron el 48% de los votos válidos.

Premiados los partidos nacionalistas por la ley electoral con una representación parlamentaria desproporcionada, la Generalitat ha mantenido, por un lado, el doble juego de “apoyo al gobierno y distancia al Estado”, es decir, ofrecer un apoyo condicionado al Gobierno central, fuere del PSOE o del PP, y a la vez, guardar distancia respecto al Estado español; una distancia más aparente que real, pues las instituciones políticas catalanas forman parte de él, pero el ardid ha dado como resultado que muchos catalanes estimen la Generalitat como una institución propia, opuesta al (oprobioso) Estado español.

Por otro lado, ha mantenido un oportuno victimismo, que ha sido el pretexto para tensar siempre la cuerda con nuevas e insaciables demandas, hasta hoy, en que parece que se han acabado, porque los nacionalistas han decidido tomar por su cuenta lo que creen que les pertenece.

La crisis financiera, la corrupción y el giro de Artur Mas

La recesión económica ha sido uno de los motores fundamentales para llegar a esta situación, porque ha alimentado la desafección ciudadana respecto a los gobiernos. Desafección que ya estaba incubada por la extendida corrupción en las élites políticas y económicas del país (de España y de Cataluña), por la manipulación de las instituciones en el juego político y por el envejecimiento del régimen expresado en el alejamiento de los partidos políticos respecto a la gente, en el escaso vigor de la vida parlamentaria, oscilante entre la atonía y la crispación, en la erosión del sistema bipartidista y en la crisis en la propia Casa Real.

Con la crisis, la gente no supo lo que se le venía encima, pues, de repente, en una situación de bonanza económica que parecía eterna, estalló la burbuja inmobiliaria que produjo la gran recesión económica, seguida de los recortes de fondos públicos ordenados por la funesta “troika” (Comisión Europea, Banco Central Europeo y Fondo Monetario Internacional) y aplicados con diligencia por el Govern de Artur Mas, que fueron los primeros y más drásticos de España.

Las medidas de austeridad provocaron indignación y la movilización ciudadana, en particular entre los jóvenes, alentados por los ecos del 15-M. Llegaron las concentraciones, las sentadas, las pintadas, la acampada en la plaza de Cataluña y el cerco al Parlament, a donde el Govern tuvo que llegar en helicóptero y los diputados salir en furgonetas de los mossos. Actos con un contenido de clase que gustaron muy poco a los nacionalistas. Carod Rovira consideró que los acampados actuaban como españoles, no como catalanes, y les invitó a irse a orinar a España.

Junto al interés por rechazar la propia responsabilidad en la gestión del sistema económico que había reventado y en aplicar las medidas de austeridad de la “troika”, hubo otro importante factor que explica el giro político de Artur Mas en 2012, que fue la corrupción. Los casos Palau, Pretoria, Adigsa, la red de comisiones del 3% y otra docena larga de casos, a los que luego se sumarían el caso ITV, de Oriol Pujol, la fortuna en el extranjero del ex honorable y las andanzas de otros de sus hijos en negocios realizados al amparo de la Generalitat, inclinaron a Mas a dar un drástico giro y acelerar el plan de renacionalización de Cataluña sugerido por Jordi Pujol en 1990.

En 2012, Mas decidió alejarse del Partido Popular, que había sido su apoyo en el Parlament y al que había dado su apoyo en el Congreso. Rajoy dejó de ser un aliado y se convirtió en un necesario enemigo de Cataluña, para poder rebotar hacia él y hacia España la responsabilidad por las medidas de austeridad ordenadas por la “troika” y aplicadas servilmente por el Govern desde 2010. De este modo, Mas pensaba desviar la indignación popular hacia un tercero, que no estaba en Cataluña, y que se había acreditado como un notorio centralista ante el nuevo Estatut. El éxito de esta operación residía en acentuar el impulso nacionalista antiespañol aprovechando el malestar suscitado por la crisis y el enfado por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatut.

El despertar nacionalista

Los norteamericanos llaman despertares a corrientes de reconversión religiosa, que en el apogeo de sus públicas manifestaciones de fe pueden desembocar en estados de histeria colectiva. El primer gran despertar tuvo lugar en los años cincuenta del siglo XVIII, el segundo en los años previos a la Guerra de Secesión. El último despertar religioso se produjo como reacción a los rebeldes años sesenta y setenta, durante la “revolución conservadora” de Ronald Reagan, con el fenómeno de los “cristianos renacidos” y otras sectas fundamentalistas cristianas.

Pues bien, guardando las debidas distancias, en Cataluña ha tenido lugar un fenómeno similar, pero de otra índole: un sobrevenido despertar político.

Sobre la base del discurso nacionalista vertido a lo largo de los años, que, como una lluvia fina, ha ido empapando de manera persistente el tejido social, el acelerón político de los partidos soberanistas iniciado en 2010, pero sobre todo desde la Diada de 2012, ha supuesto un verdadero revulsivo en la vida catalana.

Con el estímulo de la propaganda pertinaz, lo sembrado antaño cobra vida y el nacionalismo dormido, aprendido desde la niñez en cuentos infantiles, historias locales y viejas leyendas, despierta y sirve de cimiento al acelerado aluvión de nuevas consignas políticas.

El pasado idealizado vuelve y actualiza la profecía de la secular opresión de Cataluña por España con la prohibición de formar hoy una república soberana mediante una secesión territorial, pero sin más demostración, porque coinciden el pasado y el presente en un discurso que excluye todo elemento crítico y cualquier atisbo de duda. Rescatados por la memoria, los viejos mitos cobran vida y se convierten en aliento de la voluntad y en fuerza actuante; en actos individuales y en movilización colectiva.

El relato soberanista apela a la actividad detrás de unas pocas y simples ideas dotadas de gran valor simbólico: la lengua, la nación, la tierra, la historia y el origen, al que hay que volver, haciendo que el futuro se parezca al pasado imaginado. Dotado de una gran seguridad en sí mismo, ofrece una explicación simple a fenómenos muy complejos; la culpa de todo la tiene el otro, el adversario de siglos, el opresor de ayer y de siempre.

Este relato parte de una supremacía implícita, que es la superior calidad moral, económica, política y cultural de los catalanes sobre los españoles, de la que se ven privados los ciudadanos catalanes que no se consideran suficientemente depositarios de estos valores patrios o están contaminados por perniciosas influencias españolas, para los cuales se reservan calificativos vejatorios como extranjeros, españoles, españolistas, “xarnegos” o “colonos”.

Este discurso utiliza, por un lado, una serie de afirmaciones rotundas, por medio de frases sencillas -Somos una nación, España nos roba, Poner las urnas es democracia, Tenemos derecho a decidir, Democracia es votar, etc-, que definen la situación y delimitan el ámbito del conflicto, reduciendo la complejidad de la sociedad catalana a dos campos -ellos y nosotros; los buenos (los catalanes) y los malos (los españoles); los demócratas (los soberanistas) y los fascistas (los españolistas, constitucionalistas, franquistas, colonos, botiflers).

Y por otro lado, utiliza el sentimiento de pertenencia como argumento inapelable, como si sus adversarios carecieran de sentimientos de pertenencia o estos fueran de inferior calidad o intensidad.

Es un discurso emotivo que no apela a la razón, sino a la fe y a los sentimientos; a la voluntad histórica de ser libres, que muestra la supremacía de un pueblo sobre su presunto opresor, humanamente inferior pero fuerte y astuto.

El discurso nacionalista rehúye la investigación, la verificación, el contraste con otras fuentes, desdeña aclarar los temas controvertidos y el debate con otros relatos, pues sus divulgadores estiman que no es el momento de formular un discurso sereno y racional con aporte de argumentos y datos, tarea difícil y contradictoria con el objetivo, sino de incentivar las emociones necesarias que lleven a moverse, pues se estima ha llegado a hora de actuar en función de un relato cuya simiente se puso hace muchos años de manera intuitiva, jugando, cantando.

Este nacionalismo durmiente era la gran reserva de los soberanistas, un recurso preparado con antelación y guardado en la recámara durante años para cuando hiciera falta utilizarlo, y ese momento ha llegado para convertir a miles de personas, hasta ahora ciudadanos pasivos, en partícipes activos y en militantes de un potente movimiento reivindicativo que busca la satisfacción de viejos y nuevos agravios.

Eso ha permitido que muchas personas, que no conocieron la dictadura ni la Transición, puedan creer que se han convertido en antifranquistas y que luchan contra la dictadura impuesta por un país extranjero, y explica que jóvenes de clase media urbana, estudiantes y progresistas, vayan detrás de quienes dirigen un proyecto que hunde sus raíces en el ámbito rural de la Cataluña interior, semillero del carlismo y del catolicismo más rancio.

Siguiendo el eco de las palabras de Companys, en octubre de 1934, en nombre de “la Cataluña liberal, demócrata y republicana” ante del intento de las “fuerzas monarquizantes y fascistas” de traicionar la República desde el poder, para muchos militantes de izquierdas el independentismo es la única manera de romper con la derecha española y con la monarquía y de fundar una república laica y progresista. Para los más radicales, la proclamación de una república catalana es sólo la antesala de un objetivo mayor: un país catalán republicano, libre de capitalismo y de patriarcado, plenamente democrático, no corrompido, feminista, ecologista, pacifista… Una arcadia feliz o un nuevo intento de llevar a la práctica el sueño estaliniano de construir el socialismo en un solo país, ahora pequeño y aislado, seguramente destinado a fracasar como los intentos precedentes, abordados en países grandes y en pequeños, en imperios o en recientes excolonias, en Oriente y Occidente, porque el socialismo, en tiempos de Marx y mucho más ahora, sólo es posible a escala mundial o casi mundial.

La pasividad del Gobierno central

En el terreno de la ideología, falta incluir un elemento importante en este breve repaso de lo acontecido, que es la contradictoria actitud del Partido Popular.

En los años en que se elaboró el nuevo Estatut (ver Trasversales nº 1, invierno 2005), el partido de Aznar y Rajoy, desalojado del Gobierno en 2004, desataba una furiosa campaña contra el Gobierno de Zapatero en la que, a la oposición al nuevo estatuto de autonomía, se unió una campaña anticatalana y un discurso apocalíptico sobre la balcanización de España, que en Cataluña generó unos efectos negativos que se han visto años después.

Por el contrario, cuando el Partido Popular llegó a la Moncloa en 2011, como ya no había que desgastar al PSOE, que bastante desgastado estaba, la táctica fue la contraria, callar y dejar hacer a los nacionalistas catalanes, lo cual permitió que la opción soberanista de Mas y Puigdemont creciera como una bola de nieve y se convirtiera en la avalancha que es hoy.

Es destacable el prolongado silencio que ha guardado el Gobierno ante la ofensiva soberanista, a la que sólo ha respondido con desgana, diciendo que aplicará la ley y que no puede saltarse la Constitución, como si le faltasen ideas y argumentos sobre las ventajas políticas, económicas, financieras y culturales que, para Cataluña y para España, comporta la vigente unión. Igualmente se echan en falta argumentos políticos sobre los lazos culturales, los hechos de una larguísima historia vivida en común y los valores de la Constitución, palabra que no deja de ser un soniquete con que se rematan de modo desganado las frases. La Constitución se alude, pero no se exponen y desarrollan sus principios y valores, lo cual permite pensar que esta persistente carencia no es un descuido ni un olvido, sino una evidente muestra de que su texto y su espíritu no se han asumido. Lo cual no tendría nada de extraño teniendo en cuenta la historia del Partido Popular y el comportamiento de sus dirigentes estando en el Gobierno y en la oposición.


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