Trasversales
José Errejón

Sobre populismos y otras salidas de la encrucijada

Revista Trasversales número 41 junio 2017 (web)

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Hay algunos intelectuales de izquierda, el más importante de los cuales me parece Manolo Monereo a través de sus artículos en Socialismo del siglo XXI y de Cuarto Poder que están certificando que la principal victoria de la contrarrevolución neoliberal ha sido hacer desaparecer del imaginario colectivo la aspiración al socialismo. Y, al describir los cambios operados en las sociedades contemporáneas, entre ellos citan la definitiva desaparición del movimiento obrero.

Sería, pues, el tiempo del populismo, el tiempo del pueblo, como sustituto del gran y perdido sujeto histórico, el proletariado. Cómo se ha producido tal pérdida es cosa para la que no se aporta explicación explícita pero podemos suponer que la causa es la maldad del neoliberalismo (si acaso ayudado por la siempre pérfida socialdemocracia). Así que desaparecido el gran sujeto histórico, portador en la mística del Histamat de la histórica misión de enterrar al capitalismo, solo quedaría volverse al Estado para encontrar en su refundación el arma de protección contra las maldades de las oligarquías y la posibilidad de asentar unos derechos otrora desaparecidos cuando su proveedor era la socialdemocracia.

La audacia teórica no llega, sin embargo, a poner en cuestión el concepto de clase. Pero, cuando se cita, revela una concepción casi mística, cuando se afirma que hay que tener una firmeza de clase; se trataría al parecer de alguna forma de atributo místico en la conciencia que otorgaría el valor de la solidaridad. La “conciencia de clase” así no guarda relación alguna con el mundo de las relaciones materiales sociales sino que es algo que se lleva dentro, se tiene o no se tiene.

No es extraño que con este “arsenal teórico” la izquierda que lo porta no haya podido resistir el vendaval de cambio impulsado desde las condiciones materiales que suponían el permanente proceso de reestructuración capitalista iniciado en la década de los 60 y que ha sido codificado como neoliberalismo.

El populismo sería así la lucha de clases en la época postsocialista según Nancy Fraser. De un lado estaría la casta (perdón, la trama) y de otro la mayoría social construyéndose como pueblo al asalto del Estado para recuperar su soberanía y desde ella asentar -esta vez sí-auténticos derechos de ciudadanía.

Lo que en los 60-70 era desdeñado como trampas integradoras de la burguesía a través de la socialdemocracia, ahora se vuelve mano de santo por mor de la necesidad de resistir a la globalización neoliberal. El camino de los pueblos pasaría por la recuperación de la soberanía estatal y el proteccionismo económico. Poco importan las experiencias de mediados del siglo XX acerca de las consecuencias de esta pareja terrible, nacionalismo/estatismo y proteccionismo.

El capital financiero, después de asumir la dirección de la economía, habría ahora asumido la dirección del Estado y la política.

Anudar lo social y lo nacional en un nuevo proyecto de país. ¿Es posible pensar todavía la nación como un ente distinto del Estado y éste como una agencia al servicio de los mercados financieros? ¿Se puede pensar en una entidad soberana distinta de la efectiva soberanía (ninguna instancia por encima de ella) de los mercados financieros?

Las recientes elecciones presidenciales francesas habrían confirmado la hegemonía del momento populista: en ellas no ha sido sólo Le Pen la que ha utilizado con profusión las invocaciones a la patria y la soberanía frente a la UE que estaría asfixiando la capacidad de la Republique para cuidar y proteger de sus ciudadanos.

Todos los candidatos, en formas e intensidades discursivas diferentes han llenado sus discursos con estas apelaciones, seguramente sabedores que la demanda principal del electorado es la seguridad, la protección contra el infortunio, la pobreza, el desempleo, la pérdida de derechos y oportunidades, etc. que de forma creciente se asocia a la globalización.

Para unos la globalización está asociada a la tendencia de buena parte de las inversiones a la deslocalización en pos de tasas de rentabilidad más elevadas y seguras para sus inversiones. Para otros, al contrario, la globalización es, sobre todo, la invasión de lo extraño, la globalización es el extranjero que nos quita puestos de trabajo, viviendas de promoción pública, prestaciones sociales y subsidios de todo tipo. Para otros, en fin, la globalización es la erosión de los derechos y las prestaciones sociales operada por la ofensiva de los mercados financieros y las instituciones comunitarias que funcionan como sus agentes.

Todos esos discursos pretenden satisfacer la demanda de seguridad que, como hemos dicho, se convierte en preferente para una mayoría del electorado. Y como proveedor principal de ese servicio (¿o mercancía?) se identifica al Estado. El Estado y la política son reclamados en el apogeo del momento populista para remediar los desperfectos causados por el “exceso de globalización” y la financiarización.

Pero se invoca un Estado que ya no existe. En Francia como en España y como en la mayoría de los países de la UE, el Estado ha perdido esa su condición de supremo factor, de última instancia para la resolución de los problemas sociales, de soberano, en suma. Ahora comparte, en el mejor de los casos, esa soberanía con instancias globales cuyas decisiones se le escapan pero cuyos efectos sufre.

En España juega, además, un papel de cancerbero respecto a las administraciones territoriales responsables de las competencias prestacionales de servicios públicos en lo que concierne a la garantía de los derechos sociales, el núcleo o alma social de la Constitución del 78.

Es llamativo en este discurso estalinista la clausura del horizonte socialista. Algunos lo proclaman sin rubor cuando certifican su desaparición del imaginario de las clases populares en paralelo con la desaparición del movimiento obrero.

Se dan aquí dos paradojas que me parece oportuno resaltar.

La primera es la incomprensión, que es general para toda la izquierda, del núcleo esencial del antagonismo en las sociedades capitalistas que no es la "injusta distribución de la plusvalía" sino el señoreaje del trabajo abstracto. Y, en consecuencia, el error histórico del marxismo del movimiento obrero que ha entronizado la ideología del trabajo, ideología capitalista por excelencia ("apartaos los ociosos", reza un verso de la Internacional).

La segunda es que en el momento en el que se hace más patente el declive del capitalismo (que es, insisto, el declive de la ley del valor y las consecuencias que le son conexas), los intelectuales de izquierda proclaman la desaparición de una forma de sociabilidad distinta a la mediada por la mercancía y el dinero, se llame como se llame.

Es el socialismo del trabajo el que no tiene horizonte porque el trabajo abstracto al que estaba ligado (y que los regímenes stalinista y fascistas desarrollaron como ningún otro aunque nunca alcanzaran los niveles tecnológicos de los regímenes de capitalismo de mercado) está siendo liquidado como fuente del valor y creador de riqueza.

Es el marxismo del movimiento obrero -tomando esta expresión del trabajo de los teóricos de la crítica del valor, Robert Kurtz en particular- el que ya no tiene sitio en nuestros días, después de que se haya revelado que la clase y la política de clase han sido a lo más una herramienta funcional al despliegue de la racionalidad capitalista. Y, a lo peor, una palanca para el desarrollo de una modernización tardía, un camino tosco al capitalismo, emprendido en nombre del socialismo y la “misión histórica del proletariado”.

El problema que está en el centro de las sociedades contemporáneas es el problema del trabajo, del trabajo asalariado. Llevamos más de cuarenta años proclamando que las políticas de empleo deben estar en el centro de las preocupaciones de los gobiernos. Y la contestación de estos, sean de izquierda o de derecha, son políticas económicas orientadas a animar la inversión, lo que ya solo es posible contra la promesa de una degradación estructural del empleo pues en otro caso la inversión “se iría” a las finanzas.

Pensar una ciudadanía no basada exclusivamente en el trabajo como cemento unificador y atribuidor de sentido a las relaciones sociales es la tarea de cuantos hoy, de manera no retórica, se plantean la superación de la civilización capitalista. Su permanencia, la permanencia de la ideología del trabajo, y la sociedad del trabajo, cuando el sistema económico cada vez proporciona menos inserción por la vía del empleo, es la mejor muestra de la indiscutida hegemonía de la ideología capitalista.

La permanencia de regímenes políticos agotados como el del 78 en España se basa, en buena medida, en la persistencia de esta ideología compartida entre los de arriba y los de abajo. Que después del colapso de la economía en 2009 y siguientes provocado por el delirio inmobiliario financiero resultado de la incapacidad del capitalismo productivo para mantener una tasa de empleo “digno”, la izquierda vieja tanto como la nueva, sigan postulando una política generadora de empleos como la prioridad máxima de su proyecto revela hasta qué punto se ha quedado obsoleta respecto a las necesidades de las sociedades contemporáneas.

El trabajo, la promesa de tenerlo, ha sido una fuente de legitimidad para el régimen del 78, lo es todavía aún en la forma degrada de la recuperación que ofrece el PP y lo seguirá siendo en el desarrollo de su proyecto de regresión en derechos y libertades. Un trabajo que además, tendrá cada vez menos que ver con el que cimentó las sociedades del bienestar, que para un amplio sector de la población garantizará poco más que la reproducción física, embrutecedor y carente de derechos en la relación laboral.

Crítica del régimen es, pues, crítica del sistema y viceversa. No es posible “salir” del régimen si no se supera una de sus bases fundamentales, la ideología del trabajo. Soy consciente del alcance de lo que estoy postulando pero ya no caben más dilaciones ni rodeos históricos.

En este contexto las consideraciones y sospechas que desde cierta izquierda se deslizan respecto del PSOE de Pedro Sánchez resultan patéticas. Esa vieja y rancia desconfianza hacia la socialdemocracia, cuando quedan lejos los fundamentos que alimentaron la división en el seno del movimiento obrero del siglo XX y cuando la práctica política de los partidos de uno y otro signo, cuando han tenido situaciones de apoyo electoral parangonables, resulta difícilmente distinguible, solo sirven para generar entre la mayoría del electorado efectivo y potencial de PODEMOS una sensación primero de perplejidad para pasar inmediatamente al hastío y la desafección.

Porque lo que late en el fondo de esta desconfianza es la pugna por quien acaudilla la izquierda. Pero a estas alturas sabemos que ese no es el problema, ni siquiera si podemos o no confiar en las intenciones del PSOE, si será capaz de sacudirse la pesada tutela de poderes financieros y mediáticos que han condicionado tanto su historia en los últimos lustros.

Se equivocan los que afirman que el dilema de PS es ”construir una alternativa unitaria al PP o polarizarse con (el PP) para reducir la fuerza electoral de UP”. Y se equivocan aún más- y lo peor es que se equivocan a sabiendas- cuando afirman que “las divisiones entre las fuerzas democráticas y de izquierdas (parece que, al menos para esta ocasión concede al PSOE el calificativo de “izquierdas”) tienen una base objetiva y subjetiva estratégica”. Lo de las bases objetivas pertenece al arcano de un cierto marxismo según el cual los partidos representan per se (por la posesión de algún conocimiento de las leyes de la historia) clases o estratos sociales determinados. La sociología política con bases empíricas hace tiempo que ha desmentido tal aserto y es así posible verificar como sectores de asalariados de muy bajo nivel de renta votan sistemáticamente al PP mientras que sectores de la clase media han votado IU y luego a PODEMOS. Y, lo que es aún más importante, cuesta advertir, a la hora de diseñar y aplicar políticas reales, la diferencia entre los partidos ahora llamados de la izquierda. No es por casualidad que durante largo tiempo, el PCE y luego IU (veremos qué pasa con PODEMOS o UNIDOS PODEMOS, como gustan decir algunos), hayan servido para rellenar gobiernos del PSOE cuando éste no disponía de mayorías suficientes para gobernar en solitario. Lo más frecuente en estos casos es que la presencia del PCE/ IU haya servido todo lo más para compensar con políticas sociales de parcheo los desmanes de las políticas neoliberales aplicadas por el socio mayoritario.

No se puede reprochar a Pedro Sánchez que busque en la hegemonía del PSOE la condición necesaria de cualquier alternativa a la derecha; es lo que han hecho, con escasa fortuna. todos los partidos comunistas, es lo que ha pretendido IU, desde que la concibió Sartorius, con ninguna fortuna.

Pero sí hay una cosa en la que aciertan estos teóricos de izquierda y me parece esencial resaltarlo, el triunfo de Sánchez está relacionado con la fuerza y la capacidad de impugnación que PODEMOS (de nuevo él lo confunde con el grupo parlamentario UP) ha aportado a la política española. Y que esta potencia impugnatoria está tomada del vivero del 15M, la ocasión destituyente que ha desbaratado los designios continuistas del régimen del 78. Que hay una amplia mayoría social y cultural para la que las instituciones del régimen funcionan como un asfixiante corsé y que está buscando desde el 2011 una forma política de expresión que parecía haber encontrado en PODEMOS.

El problema es si PODEMOS está en condiciones de desempeñar la función de impulso a la dinámica de ruptura social con las instituciones caducas del régimen, si será capaz de reunir en torno a él a una mayoría social y política que ponga a la defensiva al PP y a sus precarios equilibrios de última hora. No vale la pena perder mucho tiempo en tratar de averiguar las verdaderas intenciones de la dirección del POSE salida de su último congreso. Tales intenciones serán el resultado de varios componentes y de la fuerza relativa de cada uno de ellos. Así, el deseo de mantener posiciones personales de privilegio (por lo demás, como en todos los partidos incluido PODEMOS) concurrirá con el objetivo de maximizar apoyos electorales y con la intención –por qué no aceptarlo- de mejorar la suerte de las mayorías sociales.

Lo determinante, empero, será el que se revele una movilización social a favor del cambio político; si esto se consigue, la dirección del PSOE, aunque sea por pura supervivencia, se pondrá a favor de la corriente. Pero, a su vez, la existencia de esta corriente de mayoría popular solo podrá existir si se anteponen los intereses populares por encima de cualquier tipo de cálculo partidista. La “dura y compleja lucha por la hegemonía en las izquierdas” que vaticinan algunos creo sinceramente que no le interesa a mucha gente. Pertenece a un tiempo pasado que ya no volverá porque carecerá de la masa de maniobra de la que dispuso en los años 30 del pasado siglo.

Si PODEMOS -que yo sepa, todavía no se ha producido la transmutación tan deseada por la gente proveniente del PCE de PODEMOS en la denominación del Grupo Parlamentario que comparte con IU y otros grupos políticos- se dejara embarcar en semejante batalla perdería de forma más o menos rápida los lazos de confianza que le unen con ese amplio sector social que salió esperanzado el 15M. Y se convertirá en esa IU tan funcional en la parte izquierda del régimen que sus miembros más críticos y bien intencionados nunca han conseguido sacar de su inanidad.

La encrucijada actual lo es no sólo para la continuidad del régimen del 78 sino para la concepción misma de la política en las sociedades contemporáneas. Estamos viendo en nuestro entorno geopolítico más próximo cómo las viejas figuras que han protagonizado la vida pública en el último medio siglo van desmoronándose una tras otra. El nuevo tiempo que nos ha tocado vivir, junto al declive de la civilización capitalista, contempla la crisis de las formas clásicas de la representación política y la desafección de las mayorías sociales hacia los viejos relatos y paradigmas que han ocupado el imaginario colectivo desde 1945.

Es una crisis que se está expresando de muy diversas formas a las que el pensamiento sistémico pretende encuadrar bajo el equívoco rótulo de populismo. Populismo es el nombre que toman las diversas y generalizadas impugnaciones del orden político y económico vigente. Su distinto signo y, lo que es más importante, el destino de sus realizaciones, depende de un complejo conjunto de factores que deben ser analizados en cada caso para comprender su naturaleza y alcance.

Es innegable que, entre las salidas de estas situaciones populistas, tiene bastantes posibilidades las salidas reaccionarias, impugnaciones de los regímenes políticos actuales que arrastran a su paso los contenidos democráticos y de derechos de las constituciones vigentes.

El fascismo o los fascismos en sus diversas modalidades -no es el momento ni el lugar para relacionar ni siquiera de forma aproximativa las modalidades de fascismo; no comparto, en todo caso, las enunciadas por Boaventura dos Santos- no son las únicas salidas de la crisis de las democracias neoliberales aunque es asimismo innegable como la erosión de las viejas identidades de las clases populares facilitan la configuración de otras nuevas basadas en la exclusión y en la identificación con algún nuevo fetiche como el caudillo, la nación, la raza o la etnia, etc.

En esta etapa hay que enfrentar al fascismo -como resumen de las variadas formas en que nuestra especie puede tender a la barbarie- sin certeza alguna, con el solo arma de la voluntad y la intención de construir relaciones sociales no determinadas por ninguna suerte de fetichismo, no sometidas al dominio de minoría ni tampoco de lógica trascendente alguna.

Haríamos mal en desdeñar estas posibilidades con el mantra de que en España el PP hace innecesario el fascismo. Como partido pieza esencial del régimen del 78, el PP está cumpliendo y agotando todo un ciclo histórico en el que ha cumplido con creces la misión histórica que alumbró su nacimiento. Una misión histórica que ha consistido, esencialmente, en erosionar de una forma continuada, como el norte de su actuación política cotidiana durante casi 30 años, los contenidos sociales y democráticos de la Constitución del 78. El propósito está cumplido con creces, hasta el punto de que ahora se enfila, de forma indisimulada, un auténtico cambio de régimen por la vía de los hechos. Pero el personal con el que ha llevado a cabo esta faena revela signos alarmantes de inadecuación para el desempeño de función pública. Un personal reclutado sobre la promesa del reparto de beneficios ligados a la ocupación de las administraciones y empresas públicas se ha lanzado literalmente sobre este botín en cuanto ha percibido señales de peligro de que el botín pudiera desparecer por la entrada en liza de nuevos actores políticos.

Tan predadora actitud ha despertado los recelos de los dueños del capital financiero que temen que la oleada de indignación popular despertada por éstos frecuentes casos de latrocinio pudiera, una vez empezada, dirigirse hacia otros objetivos más basales del régimen político y económico. Que quienes exigen el fin de la patrimonialización de los bienes y servicios públicos terminaran por exigir el cumplimiento de que “toda la riqueza del país está subordinada al interés general” (art 128º,1 de la Constitución del 78).

Y con esta preocupación se afanan en encontrar un nuevo agente que no despierte tantas y tan enconadas iras y exigencias de participación entre los de abajo.

El PSOE no parece ya capaz de desempeñar esta función. Su excesivo compromiso con esta causa le ha desacreditado en extremo con su antigua base social y la dirección que parece pudiera emprender a partir de su próximo congreso federal no parece que tenga la intención de transitar ese camino.

Los más agudos pensadores del campo oligárquico se daban cuenta que, esta vez, debieran ir más lejos de lo que nunca hubieran supuesto en la tarea de parar al “enemigo de clase”. Y que algunas de las viejas herramientas antaño empleadas contra los de abajo hoy pudieran volverse en su contra.

Así que no tiene más remedio que buscar en otros pagos. Desde las instituciones sistémicas de poder se trabaja desde hace tiempo en la búsqueda de nuevos actores políticos y la sustitución de los antiguos. Ya se ha probado y encontrado con cierto éxito en la transformación de Cs en un partido de ámbito estatal, algunos sectores ya apuntan a la conversión de Rivera en el Macron español. Tienen a su favor el efecto contagio y un temor alimentado por PRISA entre sectores de la clase media progresista ante el fenómeno populista, ambiguamente descrito para que pueda caber en él tanto el riesgo del fascismo como, lo que de verdad temen estos sectores, una opción de cambio constituyente.

PODEMOS debiera prestar la máxima atención al desarrollo de este nuevo polo conservador. Y mal haría si la misma se tradujera en un simple ataque a sus posiciones como inspiradas por las empresas del Ibex 35.

Cs está en condiciones de dirigirse a una parte no despreciable de las nuevas clase medias proponiéndolas un impulso regenerador pero no destructor (“cualidad” esta que atribuye a las propuestas de PODEMOS) para enderezar el rumbo de la política y alentando un esquema meritocrático de valores que pueden ser muy del agrado de estos y otros estratos de población.

Estamos pues en presencia de nuevo proyecto político con aspiraciones hegemónicas que reta directamente a PODEMOS en terrenos que éste abrió y transitó en primer lugar. Este no es ya el proyecto de la derecha de siempre, ofertando empleo (precario) y consumo (con endeudamiento) a cambio de la renuncia de hecho de las mayorías sociales a la ciudadanía. Coincidente en el objetivo desdedemocratizador y antisocial del PP, lo ofrece envuelto en un proyecto de regeneración de la vida pública que puede atraer el apoyo de amplios sectores sociales cansados del pillaje del personal del PP y desesperanzado de la incapacidad de la izquierda para proponer soluciones viables de salida de la ciénaga en la que nos encontramos.

Hemos hablado de populismo y señalado como las prácticas populistas han recorrido la totalidad del antiguo espectro político. El rasgo en el que coinciden todos los analistas de la política actual es su liquidez, término aportado por el sociólogo Zygmunt Bauman en muchas de sus obras para describir los rasgos de las sociedades de nuestro tiempo en las que las categorías políticas, sociales y culturales están sometidas a un permanentes procesos de cambio. Hemos visto cuasi desaparecer al PS, que ha gobernado tanto como los gaullistas, las instituciones de la vª República y en todos los países de nuestro entorno la aparición de nuevas fuerzas políticas, algunas con efímero recorrido, sustituyendo a las tradicionales en el apoyo del electorado.

La situación está más abierta de lo que en ocasiones nos parece y los inestables equilibrios que contemplamos pueden resolverse a favor de aquellas fuerzas y movimientos que sean capaces de pensar y llevar a la práctica una nueva textura de acuerdos sociales ordenadores de la convivencia y sustitutos de los que fundaron el régimen del 78. Esa “voluntad de encuentro”, de encuentro social, al que se refiere Luis Miguel Saénz en su reciente y espléndido artículo.