Trasversales
José Errejón

El PSOE y su futuro

Revista Trasversales número 41 junio 2017

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I.-Breve examen de la reciente peripecia del PSOE

Hace unos meses escribía en esta revista lo siguiente: “Unido indisolublemente al régimen que tan decisivamente contribuyó a levantar, el PSOE se resiente de la aguda crisis de aquel y de la pérdida de funciones que tenía asignadas, la principal de las cuales, la producción de lealtad al propio régimen y sus instituciones básicas, discurre hoy por otros circuitos”. Y relacionaba tan adversa situación con el atrevimiento de su entonces secretario general de haber insinuado- con escasa convicción por su parte, dicho sea de paso- la posibilidad de contar con PODEMOS para sacar al partido más corrupto de Europa del Gobierno y formar un gobierno alternativo. Todos los aparatos del régimen entonces se pusieron de acuerdo para expulsar a las tinieblas exteriores al régimen al interino que había confundido su condición con la de un secretario general efectivo.

Pero al hacerlo estos aparatos han despertado sentimientos y capacidades colectivas que tal vez creían desaparecidos pero que solo estaban dormidos. Dormidos o anestesiados por décadas en las que las tareas históricas de modernización del capitalismo español habían relegado para mejores tiempos las propias de un partido socialista.

Eso explica que la candidatura de Pedro Sánchez haya podido despertar tal caudal de entusiasmo y que haya generado, en el conjunto de la militancia, un estímulo a la participación como no se veía desde hace lustros.

La cuestión que mucha gente, socialista y no socialista, se plantea es si esta reacción no llega demasiado tarde. Para contestar esta pregunta o al menos ponerse en disposición de poder hacerlo es preciso repasar siquiera brevemente la peripecia del PSOE en estos últimos cuarenta años.

No creo necesario argumentar en exceso que el PSOE ha sido el “partido régimen” por excelencia. Por si algún lector apresurado dedujera de esta caracterización una connotación negativa, me apresuraré a decir que, sin su concurso, los derechos y libertades de los que gozamos y que hoy disputamos a la derecha, no existirían. Repárese, además, que digo partido-régimen y no partido-Estado, denominación con la que aludía Poulantzas en los años setenta a una modalidad de partido incrustado en los aparatos del Estado a los que servía de armazón y cohesión y de los que obtenía la posición hegemónica en la escena política.

Por supuesto que el personal del PSOE ha ocupado importantes puestos en las administraciones públicas y en el conjunto de los aparatos del Estado; pero, es verdad que de forma decreciente, también ha tenido un papel muy importante en la sociedad civil asegurándole una lealtad de masas al régimen, fuente primera de su legitimidad. Si en un momento determinado un presidente del gobierno pudo decir que eran el partido que más se parecía a España, creo que además de ser una frase electoralmente afortunada contenía una verdad sociológica que, por ser históricamente determinada, ha revelado su obsolescencia con el paso del tiempo.

Es verdad, España se parecía al PSOE o el PSOE se parecía a España. En efecto, la sociedad española de los ochenta y los noventa era una sociedad mayoritariamente confiada en las posibilidades de mejora en las condiciones de vida y ascenso social intergeneracional y en el funcionamiento del pacto social en el que descansaba la estabilidad del régimen a través del juego de sus instituciones.

Se había salido de una encrucijada histórica, la del paso de la dictadura franquista a un régimen parlamentario, eludiendo los terribles augurios que vaticinaban los sostenedores de la teoría del “ser nacional” que la condenaba a la anarquía (en la peor de las acepciones posibles) o a la dictadura. Y aun cuando una parte muy importante de esta sociedad era plenamente consciente de que ese tránsito se había hecho al precio de la sustancial renuncia a elementos nucleares de los regímenes políticos que funcionaban como imaginarios de referencia democrática, el goce siquiera parcial de algunas de las condiciones asociadas en Europa a los Estados del Bienestar permitía soslayar este déficit en la esperanza de que la integración en las instituciones comunitarias permitiría irlos superando.

Tal aceptación fue facilitada por una operación de trasmutación del significado de democracia operada por los intelectuales del régimen naciente y en virtud de la cual su contenido se hizo equivalente al del régimen parlamentario con pluralismo de partidos y garantías constitucionales (aunque entre las mismas lucieran contenidos llamativos como el encargo a los ejércitos comandados por un Jefe de Estado irresponsable políticamente, de la garantía de la “unidad de la patria”). De forma creciente se pudo ir asentando este perverso juego de equivalencias en virtud del cual la democracia era asimilada al Estado de Derecho (ocultado que también hay Estados oligárquicos de Derecho y que, en última instancia, todo Estado es, en alguna forma, un Estado de Derecho).

El principal operador de esta operación fue el PSOE, después de que Felipe González, su secretario general de entonces, impusiera con la nominal renuncia al marxismo y la mucho más sustantiva renuncia a cualquier pretensión reequilibradora del peso de las oligarquías en el reparto del poder y la riqueza heredado de la Dictadura. En su lugar se impuso un difuso proyecto de modernización que permitió compatibilizar durante cuatro lustros los intereses de una oligarquía en reconversión que se disponía a beneficiarse de la integración en las CCEE con las aspiraciones populares a aumentar sus niveles de bienestar y derechos.

Fue éste, sin duda, el periodo de mayor esplendor de la socialdemocracia a la española inaugurada en el Congreso de Süresnes en 1974. El calificativo tiene sentido: nutrida básicamente por los escasos efectivos agrupados en torno a una UGT ausente del conflicto de clases vivido entre los años sesenta y setenta (salvo en Asturias y País Vasco), de un lado, y la incorporación de sectores de clases medias procedentes de la oposición al tardofranquismo, las propuestas del PSOE, salvo en un momento inicial de izquierdismo gratuito, nunca pasaron de un horizonte modernizador complementado por unas políticas sociales con origen más en la doctrina social de la iglesia que en los postulados inequívocamente socialdemócratas. Debe destacarse al respecto el importante papel jugado por el sector proveniente de Cuadernos para el Diálogo y los ambientes cristianos que no pudieron consolidarse en un proyecto político propio por la hegemonía en la derecha política de la gente proveniente del franquismo.

Ese fue su principal acierto en una sociedad deseosa de cambio pero reticente a comprometerse en procesos que pudieran suponer riesgos para los niveles de bienestar adquiridos. De modo que el nuevo PSOE, al contrario del que desapareció efectivamente en 1939, nunca fue el partido del trabajo sino de forma cada vez más explícita el partido de las clases medias. Unas clases medias que, beneficiadas con las prestaciones del Estado del Bienestar, se encontraron en la segunda mitad de los noventa en disposición de alejarse de sus obligaciones y empezaron a encontrarle encanto a las promesas de la derecha de bajar los impuestos. Con la llegada de los créditos baratos, además, estos sectores incrementaron su riqueza patrimonial, mobiliaria e inmobiliaria y entonces aumentó su aversión al esfuerzo fiscal en que se concreta la solidaridad.

En los bordes de este camino de prosperidad de las clases medias se fue quedando un amplio sector expulsado del mercado de trabajo o incapaz de acceder a él y para el que al parecer sólo quedaba alguna modalidad de asistencialismo. En los momentos en las que las finanzas públicas lo hacían más posible (también con gobiernos del PSOE), no hubo decisión para implementar la renta básica por lo que este sector social se fue enquistando en la estructura de la sociedad española exterior a los avatares del ciclo económico salvo en los efectos derivados de la política de restricciones presupuestarias.

Así que al PSOE se le escapaba, por liquidación, un sector tradicionalmente de su apoyo social -la antigua clase trabajadora- mientras que era incapaz de entender los nuevos fenómenos de desposesión/proletarización que se iban fraguando en la sociedad española por efecto del paso del fordismo al posfordismo. Pero además, con la crisis del 2008, las clases medias enriquecidas de los lustros anteriores vivieron un agudo aunque parcial proceso de empobrecimiento cuyos efectos aún vivimos en nuestros días.

Las consecuencias de este empobrecimiento de las clases medias están pendientes de ser valoradas en su totalidad de una forma convincente. Una parte de ellas, la más joven y capacitada constituyó la base del movimiento de rebelión ciudadanista del 15M del 2011. Pero otra aportó un peso fundamental para la victoria del PP en las elecciones de aquel mismo año. Ninguna volvió los ojos al partido que había sido su referente en los años 80 y 90.

Después, todo ha sido retroceder para el PSOE. A la derrota de noviembre del 2011 le siguió un tiempo oscuro en el que, avergonzado por su decisión de reformar el artículo 135 de la Constitución, no fue capaz de oponerse al vendaval austeritario puesto en marcha por el PP legitimado por tan funesta reforma constitucional. Las primarias en las que Pedro Sánchez resultó elegido fueron un hito más en la historia de arreglos que han sembrado la historia del partido, y de los que cabe señalar aquí la dimisión de Borrell después de ganar unas primarias a Almunia contra la voluntad del aparato del partido. En el caso de la primera elección de Sánchez se trataba de colocar a alguien con la suficiente insignificancia como para no perturbar la preparación de la candidatura de Susana Díaz, designada por el poder oculto en el PSOE para resucitar las glorias del socialismo sevillano.

La emergencia de PODEMOS vino a perturbar, junto a otros equilibrios internos al régimen del 78, tan plácido horizonte. De pronto se esfumaba para los dirigentes del PSOE la comodidad de tener a su izquierda un partido tan irrelevante como IU y aparecía un actor político con el impulso y la legitimidad de la rebelión ciudadana del 15M. En la primera ocasión electoral a la que concurrió la nueva dirección en diciembre del 2015, sus apoyos se resintieron de forma muy significativa, perdiendo votos por su izquierda en favor de PODEMOS y, por su derecha, en favor de Cs, el partido habilitado por una parte del capital financiero para reducir el impacto destituyente de PODEMOS.

La ocasión se presentaba favorable para intentar desalojar al PP de la Moncloa e inaugurar un nuevo rumbo en la política española, tras cuatro años en que las políticas austeritarias habían aumentado sin precedentes la desigualdad y la pobreza, erosionando gravemente las instituciones de equilibrio entre las minorías poderosas y las clases populares. Pero la dirección del PSOE no estaba ni mucho menos a la altura de las exigencias históricas del momento. Preparada para una gestión burocrática de la transición del poder orgánico a la designada por quienes detentaban el poder efectivo y aleccionada por la doctrina antiPODEMOS que emanaba de las editoriales de El País, su respuesta solo pretendió embarullar la escena acusando a la dirección podemita de estar interesada antes que nada en sorpassar al PSOE.

Los hechos son tan recientes que no creo necesario extenderme más en su relato; a la inmadurez de la dirección socialista se le unió una obsesión heredada por la podemita, bastante impropia por su composición intelectual y generacional pero que produjo como resultado el desencuentro que habilitó la permanencia del PP en el gobierno. Los resultados del pasado 21 de mayo parecen otorgar una segunda oportunidad a la voluntad renovadora del proyecto socialdemócrata. De su éxito o fracaso dependerá en buena medida las posibilidades de encontrar una senda alternativa a la oligárquica y desdemocratizadora con la que se pretende suceder al régimen del 78


II.- ¿Tiene sentido la socialdemocracia en nuestro tiempo?

Me interesa, en este punto, discutir las condiciones por las que la socialdemocracia española ,y por extensión la europea, podría desempeñar un papel de progreso frente a las amenazas que oscurecen el porvenir político de las sociedades de nuestro tiempo. ¿Puede la socialdemocracia recuperar el papel que tuvo durante una parte del siglo pasado a favor de las clases subalternas, ayudando a reequilibrar al menos la ofensiva desdemocratizadora de la derecha y los poderes financieros?

La realidad empírica parecería desmentir tal posibilidad. En todos los sitios los partidos socialdemócratas retroceden- a veces de formas escandalosa- y se quedan al borde de la desaparición institucional. Pero aún más significativo que eso es que la socialdemocracia hace lustros que no incorpora una sola idea o propuesta política a la agenda política a favor de las capas asalariadas. Las antaño hegemónicas políticas keynesianas son desconocidas por los socialdemócratas cuando tienen la oportunidad de acceder al gobierno; la utilización del déficit como herramienta política económica, las inversiones públicas y los estímulos fiscales para estimular la demanda, la intervención del sector público para impulsar sectores abandonados por el sector privado, considerados en los 60 como timoratas por la izquierda socialista y una parte del movimiento sindical, son hoy excluidas con horror del repertorio en poder de los gobiernos para enfrentarse a episodios de recesión que se prolongan en estancamientos económicos inmunes a las políticas monetarias expansivas.

La crisis de los 70 ha bloqueado la capacidad de iniciativa socialdemócrata convirtiendo a sus partidos en acompañantes subalternos de las políticas neoliberales. Son ya varias las generaciones de cuadros socialdemócratas y de gobernantes salidos de sus filas que comparten un sentido común neoliberal matizado por un débil ideología compasiva que en el mejor de los casos aporta elementos correctores de los destrozos causados por las políticas neoliberales.

Esta situación de subalternidad es agravada por la pérdida de funcionalidad de estos partidos y aún de los sindicatos que les han servido de base social. Para decirlo de forma contundente, los amos de la economía global, quienes detentan el poder efectivo en los mercados financieros, no necesitan para nada el concurso de los políticos socialdemócratas. Ellos determinan tanto el curso de las inversiones viables como los servicios públicos que pueden o no ser prestados por los Estados. Y son sus expectativas de rentabilidad las que, en última instancia, harán posible las unas y los otros.

En este contexto, no estoy seguro de la viabilidad de propuestas orientadas a recuperar el “bueno y viejo capitalismo productivo” y la centralidad del trabajo, cuando la lógica efectiva de movimiento del capital le está expulsando de los circuitos productivos.

Y, desde luego, debería replantearse su prioritaria apuesta por el pleno empleo. Comprendo que esto es rozar lo políticamente incorrecto pero creo que la política socialdemócrata, para serlo en el siglo XXI, debe atender las realidades de nuestro tiempo.

No se trata de renunciar a los derechos constitucionalmente consagrados al respecto por alguna especie de postulado de arcadia feliz buena para el consumo de quien no precisa ganarse la vida. Se trata de atender un elenco de posibilidades de sociabilidad alternativas al trabajo que podrán cobrar especial relevancia en las sociedades del siglo XXI

El punto 71 del documento “POR UNA NUEVA SOCIALDEMOCRACIA” que ha llevado a Pedro Sánchez a reconquistar la Secretaría General del PSOE afirma “sin empleo no hay futuro, no hay proyecto de vida, ni cohesión social ni territorial”. Existen dudas razonables, a estas alturas del siglo y después de cuarenta años de crisis de rentabilidad del capitalismo en la que éste ha estado expulsando trabajo o deteriorando su calidad a marchas forzadas, de que el trabajo- el trabajo asalariado conviene precisar-se a el factor o elemento imprescindible que garantice la vida en sociedad. Ello sería tanto como reconocer que nuestra especie no habría sido capaz de generar elementos de sociabilidad distintos de los que le ha “proporcionado” la generalización de la mercancía como elemento universal de mediación y socialización.

Que el trabajo asalariado, lejos de ser la única fuente de socialización, puede convertirse en generador de alienación (ese concepto extrañamente perdido en el lenguaje de la izquierda) y aislamiento porque reifica las relaciones entre las personas, colocando entre ellas el fetiche de la mercancía (y el propio trabajo mercantilizado), es algo evidente para millones de personas víctimas del sufrimiento y la depresión generados por trabajos inútiles, repetitivos y embrutecedores.

Igual de evidente que, en sentido contrario, el trabajo opera como un factor de desarrollo personal e intelectual, como un factor de integración y socialización para otro grupo importante de la población.

El desarrollo de la sociabilidad, condición indispensable para cimentar con bases firmes una auténtica ciudadanía, no puede reducirse a la participación en los procesos productivos. La producción en la que todos estamos comprometidos y la que da razón de nuestra condición de especie social e inteligente, es la producción del conjunto de condiciones necesarias para la vida social, que incluye el alimento, el vestido y el refugio pero que va mucho más allá de ellos.

El -en palabras de Marcuse- hombre unidimensional, la humanidad proletaria configurada por, en y para el trabajo, es una pesadilla más que un sueño, una distopía que reflejaba, en sus peores realizaciones stalinianas, el dominio de la ideología capitalista.

Todo lo anterior guarda relación con esa pretensión de los partidos socialdemócratas (y, en general para toda la vieja izquierda) de representar intereses de clase y postular políticas de clase, incluso si tal concepto se amplía a las clase medias o al conjunto de las clase populares.

Una pretensión asociada a esa concepción en la que los partidos no serían sino representantes de ontologías preexistentes en el mundo de las relaciones sociales (de producción añade la vulgata marxista).

Los partidos políticos en general y los que vienen de la tradición socialdemócrata en particular tienen la oportunidad de reconstruirse acordes con los rasgos y las demandas de las sociedades de nuestro tiempo. Postulando esquemas y proyectos para la convivencialidad (otro concepto este de Illich que hay que recuperar), proponiendo pautas de actuación en las instituciones y en la sociedad civil que desarrollen sociabilidad. Si algún sentido tiene en nuestros días la aspiración socialista es la de contribuir a desarrollar este tejido de sociabilidad que el capitalismo ha erosionado a lo largo de décadas.

En nuestro país el PSOE tiene un papel que jugar oponiéndose al proyecto de desdemocratización que impulsa el PP y un papel de restauración del tejido social que ha sido devastado por lustros de políticas neoliberales de las que ha participado. Puede ser un proyecto autónomo de otros partidos pero, sobre todo, ha de serlo de aquellos sectores sociales que durante tiempo lo han puesto a su servicio, ennobleciendo la tarea con los calificativos de “modernización” y “políticas de Estado”.

Ha sido fundador y sostenedor principal del régimen inaugurado con la Constitución del 78, que ha cumplido funciones notables en la recuperación de los derechos y la ciudadanía en nuestro país. Pero ahora este régimen tambaleante se ha convertido en una pesada losa que obstaculiza los procesos de renovación y cambio democrático. No creo que la desaparición del PSOE arrumbara con el régimen del 78 y, si así fuera, me temo que el régimen político que lo sustituyera sería mucho más regresivo.

El partido que en 1879 fundara Pablo Iglesias Posse puede hacer parte de la historia presente y futura de nuestro país. La ilusión y el coraje de sus militantes enfrentándose a los poderes establecidos así lo atestigua. Buena noticia para las mujeres y hombres amantes de la libertad, la democracia y la justicia social.


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