Trasversales
Mariano Nieto Navarro

Violencia sexista y privilegios masculinos

Revista Trasversales número 36 octubre 2015

Mariano Nieto Navarro participa en la Plataforma por permisos iguales e intransferibles de nacimiento y adopción y en el colectivo Stopmachismo.




La mayoría de los varones que conozco, de muy diversas edad y condición, afirman que las mujeres en España en estos momentos tienen prácticamente las mismas oportunidades que los hombres para hacer lo que quieran.

Esta opinión refleja una resistencia profunda, consciente o inconsciente, a reconocer que todos los hombres tenemos privilegios odiosos ("que perjudican a otros", DRAE, 22ª edición) por el simple hecho de ser hombres. O, dicho de otra forma, que, en un mundo de supremacía masculina o patriarcado, hay cosas de las que disfrutamos todos los hombres que son injustas porque las conseguimos a costa de y en perjuicio de las mujeres. Muchas de esas ventajas las disfrutamos independientemente de que las queramos o no y se superponen a otros tipos de privilegios que cada uno puede tener por su procedencia, extracción social, etc.

Hay abundante literatura al respecto, no solo especializada sino también de divulgación, de forma que quien no se ha enterado todavía de los múltiples mecanismos sociales y habilidades aprendidas -perfeccionadas durante siglos- que nos permiten a los hombres mantener la supremacía y sacar ventaja de la misma, es porque no quiere.

Por supuesto, uno de los mecanismos más llamativos de mantenimiento de la supremacía masculina es la utilización de todo tipo de violencias contra las mujeres, desde la violencia llamada "de baja intensidad" (pero no por ello menos grave en sus efectos), como los micromachismos, hasta las violaciones y los asesinatos. Aunque pueda sonar crudo o paradójico, creo que todos los hombres nos beneficiamos de esas violencias ejercidas por algunos, porque re­producen la sensación de indefensión en (casi)todas las mujeres y nos colocan automáticamente en la cómoda posición de quien ve los toros desde la barrera y se pue­de dedicar a fumarse un puro mientras ellas (todas las mujeres) tienen que emplear más o menos tiempo y recursos vitales valiosos en esquivar las cornadas. Es una clase de terrorismo porque la violencia de algunos promueve la sumisión de muchas.

Aunque los hombres no seamos culpables de haber heredado esta situación de privilegio, sí somos responsables de lo que hacemos con lo que hemos recibido. Y esa responsabilidad empieza por reconocer los propios privilegios odiosos. Y continúa por tratar de cambiar la situación renunciando a los que se pueda y denunciando públicamente aquellos otros de los que nos beneficiaremos de todas maneras. La renuncia supone asumir preocupaciones y tareas no deseadas, perder poder, quizá también di­nero, posición social y laboral, etc. Y la denuncia comprometida seguramente pue­de implicar problemas con muchos otros hombres.

Lo anterior no supone una nueva edición de la típica actitud heroica varonil para salvar a las mujeres. Las mujeres están hartas, con razón, de hombres salvadores que hagan las cosas "por ellas" y, por otro lado, han demostrado y siguen demostrando que se pueden salvar perfectamente por ellas mismas. De lo que se trata es de que los hombres, cada hombre, nos salvermos a nosotros mismos de nuestra propia indignidad.

Es hora de mirar la realidad cara a cara. Los hombres tenemos la obligación ética de comprometernos en la ruta de la igualdad. Para conseguirlo, se está insistiendo demasiado en lo que "podemos ganar", en lo mucho "que nos estamos perdiendo", en la necesidad de "liberar nuestras emociones", etc. No creo conveniente embellecer ese deber. Por supuesto, no está de más estimular el cambio "desde fuera", con leyes, medidas políticas o campañas de comunicación. Pero el verdadero cambio tiene que venir de dentro de cada uno y por cada uno. Cada uno debe buscar las ayudas externas necesarias, desde las lecturas feministas a la participación en grupos de hombres por la igualdad hasta la terapia psicológica que facilite la deconstrucción de la socialización masculina tradicional. Es de justicia.