Trasversales
José M. Roca

¿Podremos'

Revista Trasversales número 36 bis, diciembre 2015

Textos del autor
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Confiemos en que la campaña electoral desvele los programas completos de los partidos políticos, pues lo que hemos ido viendo y oyendo por goteo en la larga precampaña suscita poco entusiasmo. En una coyuntura difícil, tanto interna como externa, los principales dirigentes han mostrado cierta ambigüedad en sus mensajes y excesiva prudencia a la hora de pronunciarse sobre determinados asuntos. También se han echado de menos la pasión y la radicalidad que serían esperables en quienes deberían estar, al menos, tan indignados como sus eventuales votantes.

Al mismo tiempo, los líderes han tratado de acercarse a los ciudadanos utilizando el recurso populachero de aparecer en televisión o en la radio, además de en tertulias y en programas de entretenimiento, mostrando no su lado más humano, que puede expresarse de forma menos trivial, sino algunas de sus aficiones o su capacidad para afrontar situaciones insólitas como tocar la guitarra, bailar, jugar a las cocinitas, buscar setas, jugar al futbolín, al dominó o hablar de futbol, como si buscaran atraer más votos por la simpatía y por esas habilidades secundarias, que por la coherencia de sus mensajes, que sería lo esperable en quienes aspiran a gobernar el país en una hora muy difícil para millones de personas.

Ante lo que dejamos a la espalda y lo que tenemos delante, que conforman una situación excepcional, los programas importan como nunca, pero sobre todo importa la lógica que preside las ofertas políticas, la orientación ideológica de cada programa, para que la ciudadanía tenga clara la intención que definirá el rumbo elegido por cada partido para gobernar, si llega el caso, o para situarse en la oposición y cumplir con su función institucional, que será muy importante cuando parecen desterradas las mayorías absolutas. No basta anunciar medidas a corto plazo, que son imprescindibles para atender las necesidades de las personas más golpeadas por la recesión y afrontar los problemas más urgentes, tampoco desgranar el proyecto para toda la legislatura, necesario para señalar el compromiso con los electores, porque en esta coyuntura, donde, a causa de la abundante confusión y de la complejidad de los problemas planteados, que son muchos, hace falta una mirada a lo lejos, un proyecto estratégico, una meta y un relato sobre el futuro ante un porvenir que parece inquietante, pues da la impresión de que estamos perdidos, sin brújula ni cartografía, en una Europa errática y dividida.

Pero esa prospección no la van a hacer desde el Partido Popular, porque están satisfechos con lo que han hecho y, sobre todo, deshecho en estos cuatro años, por eso muestran un infundado optimismo y ofrecen más de lo mismo: hay que seguir en la “buena senda” iniciada, aun cuando la Unión Europea exige nuevos recortes; no hay que cambiar nada, ni siquiera a Rajoy, el jefe de Gobierno peor valorado de la democracia, el político del suspenso permanente, puntuado por detrás de casi todos sus oponentes. Para la derechona este es un exitoso final de mandato, en el que la “buena gestión” de Rajoy, gobernando en solitario, ha hecho frente a una situación difícil por la herencia recibida de Zapatero y las exigencias de Merkel. El resultado sería satisfactorio, como lo atestiguarían algunas cifras macroeconómicas que no dejan de exhibir. Para el Partido Popular, efectuada la abdicación del Rey en favor de su hijo, no hay crisis institucional, y de la crisis económica estamos saliendo despacio, con la ayuda de todos y con reformas prudentes y graduales, dictadas por el sentido común y la experiencia. Los altos costes sociales rara vez los tienen en cuenta; son daños colaterales y no se puede hacer otra cosa, pues Europa manda.

El Partido Popular concluye la legislatura afectado por nuevos casos de clientelismo y corrupción, con Soraya Sáenz de Santamaría como repuesto y con Rajoy escondido, a resguardo de inoportunos debates con unos sobrevenidos, juveniles e inexpertos adversarios, pero sin grandes sobresaltos y, sobre todo, sin ruido en la calle. Lo cual dice mucho del estado de ánimo de la ciudadanía y de las preocupaciones de las izquierdas. Desde 2010 y hasta hace aproximadamente un año, las protestas colectivas permitían creer que la recesión económica había provocado en la ciudadanía la percepción de una crisis política, una crisis institucional y una crisis moral, pero la actual desmovilización social y la apatía ciudadana dejan entrever un deseo de cambio, pero con escaso entusiasmo y poca actividad para precipitarlo. Justo lo contrario de lo que sucede en Cataluña, donde, guste o no, es innegable la emergencia de la subjetividad que alimenta un proyecto de cambio colectivo.

El cansancio por continuas movilizaciones que, aún con episódicas victorias, no han conseguido detener la ofensiva de la derecha en toda la línea, la impunidad de la clase política y en particular del partido gobernante ante los numerosos casos de corrupción, de despilfarro de fondos del Estado y privatización de bienes y servicios públicos, así como la presión de la propaganda gubernamental magnificando una recuperación que es limitada y las dificultades y los errores tácticos de las izquierdas para avenirse a un proyecto común, por pequeño que sea, han convertido lo que parecía una crisis del régimen ni siquiera en una crisis de gobierno.

Peor aún, el Ejecutivo, en un alarde de chulería y con un hábil manejo del tiempo, ha alargado la legislatura un mes más, así que la derecha afronta las elecciones como un rutinario final de mandato y aún confía en obtener el suficiente respaldo de los votantes para conservar el poder sola o con apoyo de Ciudadanos, un nuevo partido de ese mitificado “centro”. Sin embargo, los problemas están delante: las cifras alarmantes del paro, la precariedad del empleo, la falta de expectativas de los jóvenes, la baja tasa de natalidad, la brecha de la desigualdad, la feminización de la pobreza, la pobreza infantil y la senil, los desahucios, las pensiones, la pobreza energética, la corrupción, el fraude fiscal, el despilfarro de dinero público, el deterioro de la educación, el declive de la investigación, la penuria de la cultura y un largo etcétera.

Por otro lado, la organización territorial del Estado, la supresión de derechos civiles y laborales, la atonía de la actividad parlamentaria, la desproporcional representación política, la ficticia separación de los poderes del Estado, la lejanía de la clase política respecto a la ciudadanía, la estructura y financiación de los partidos políticos, la falta de legitimidad democrática de la Corona o la influencia de la Iglesia, entre algunos más. El país está objetivamente para darle la vuelta como a un calcetín.

De modo que los partidos que concurren a las urnas tienen delante tres conjuntos de problemas, tres grandes retos, que dependen de ellos para resolverse, si es que los aceptan como tales retos.

El primero y más urgente es atender a los estratos económicamente más débiles de la población, que soportan los peores efectos de la recesión, para lo cual hace falta un esfuerzo decidido y generoso, con la voluntad de repartir mejoras y beneficios para aliviar las cargas precedentes. Un plan de emergencia social para evitar que cerca de un tercio de los ciudadanos queden como víctimas permanentes de la crisis, como los caídos de la gran recesión. Esta propuesta está ligada a la gran pregunta sobre las prestaciones del Estado del bienestar: ¿es posible retornar a la situación previa a la crisis y devolver a los ciudadanos todo lo que se les ha quitado para sanear bancos y empresas en quiebra o subvencionar monopolios, o hay que darlo por perdido?

El segundo gran problema es cambiar el modelo productivo y energético. Salvo para los sectores económicos más vinculados al capitalismo de amigotes, a los que viven de parasitar el Estado y hacer rápidos negocios al amparo de la administración pública, y para los que nutren las redes clientelistas, el vigente modelo económico está obsoleto y hay que apostar por otro, que permita la creación de riqueza de forma más autónoma, más eficaz, más respetuosa con la naturaleza y que nos alivie de la condición de ser un país de servicios, siempre dependiente de la prosperidad de otros.

Y el tercero es la reforma del Estado y la regeneración y renovación de la vida política, destinada a favorecer la participación ciudadana y la representación democrática, garantizar los derechos civiles y laborales, la proporcional carga fiscal, la transparencia y la rendición de cuentas de los gestores públicos, así como el funcionamiento democrático y la financiación de los partidos políticos. Sin olvidar viejos problemas aún pendientes de resolver, como la organización territorial del Estado, la dudosa legitimidad de instituciones como la Corona y el estatuto de la Iglesia católica dentro del orden vigente, entre otros de similar envergadura, que exigirían una revisión a fondo del texto de la Constitución, porque se ha quedado viejo.

El horroroso balance de la legislatura que ahora concluye ha dejado en claro que el Partido Popular es el mejor de­fen­sor del gran capital, de los financieros, de la banca, el gran patrocinador del clientelismo y de las prácticas al margen de la ley y de la ética; el defensor del vigente modelo productivo, que representa el capitalismo de amigotes, entrelazado con el régimen político de una democracia de clientes y parientes. Hay que quitarse de encima al Partido Popular para librarse también de esa legión de nuevos pícaros con títulos de master y traje de Armani, de arribistas, delincuentes de guante blanco y empresarios garbanceros de toda la vida, que han competido en celo depredador y malas artes para llenarse el bolsillo con el dinero de todos, ante la inanidad de los gobernantes, en unos casos, y con su entusiasta colaboración en muchos otros, pues se han dedicado a enajenar, con opacidad y alevosía, bienes y servicios públicos que estaban a su cargo en vez de protegerlos de las apetencias de los depredadores.

Por todo lo dicho, la solución a los problemas planteados, con un sentido más democrático, más racional y más humano, tiene como condición indispensable desalojar del Gobierno al Partido Popular con una severísima derrota, pues, a semejanza de cómo actuó Alianza Popular durante la Transición, el partido de Rajoy es desde hace años la barrera que impide avanzar hacia una sociedad más igualitaria, más libre, más laica y más democrática.

El próximo día veinte tendremos la oportunidad, ¿podremos hacerlo?

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