Trasversales
José Enrique Martínez Lapuente

Amarga píldora (Juan Goytisolo y su discurso)

Revista Trasversales número 35, julio 2015

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Fue una ceremonia harto singular: el invitado, Juan Goytisolo, acudió a la cita del Premio Cervantes 2014 no vestido de pingüino, como mandan los cánones de la Academia, sino con una sencilla, a la par que elegante, chaqueta verde, corbata a juego con la misma y pantalón gris oscuro. Ese primer desplante debió de sentar muy mal a tanto «grande» de España allí reunido, porque tras un discurso bien medido y breve, maravillosamente directo, los aplausos de quienes decidieron cumplir con las más elementales normas de cortesía sonaron a hueco. No fue el único -ni el más destacado- «desaire» que propinó el escritor a la exquisita y distinguida audiencia allí reunida. Ya el título de su discurso, A la llana y sin rodeos, no auguraba concesión alguna ante tamaña concurrencia.

Sólo los Reyes de España parecían realmente encantados con el sesgo que iba tomando la ceremonia. Si bien para una mayoría el acto constituía una prueba de nervios, una píldora amarga que había que tragar a cualquier precio, para la Monarquía la ocasión era más que propicia: resultaba, casi, providencial. Porque era, sin duda, el momento de demostrar que la más alta institución del Estado lo es de todos los españoles y no sólo de unos cuantos. Así pues, no desaprovechó la oportunidad Don Felipe de Borbón para glosar las muchas virtudes que concurren en la obra de ese pájaro solitario llamado Juan Goytisolo. Quienes redactaran o retocasen el discurso de su augusta majestad, fieles al lema de los Manrique de Lara, saben de sobra que es precisamente del lugar que ocupa el autor de Reivindicación del conde don Julián, Paisajes después de la batalla y Makbara -por citar sólo unos cuantos títulos que integran una magna y vasta producción literaria- de donde brota la legitimidad que da sentido a esta leyenda: «Nos no descendemos de reyes; reyes descienden de Nos». La palabra edificante, aquella que nombra y da forma al mundo, es la fuente de la que manan reinos y reyes.

Es una divisa que conocen perfectamente, y que temen, muchos de los políticos, académicos, periodistas y demás chupópteros allí reunidos. De ahí el temor reverencial que, tanto la obra como la trayectoria personal de este escritor iconoclasta, despiertan en la modorra del establishment cultural hispano. Porque si hay un rasgo característico, esencial, que atraviesa toda la producción de Juan Goytisolo, ése no es otro que la lucha decidida contra los viejos mitos, contra todo aquello que hace del mito el pilar, la referencia o fundamento de no importa qué imposturas históricas sobre las cuales se construye una falsa identidad, la piel que cosifica, hasta caricaturizarla, la libertad del hombre y su destino. La denuncia de ese intento mortífero queda perfectamente formulada en un pasaje de su, ya famosa por espléndida, Carajicomedia. En efecto, ese universo al que pertenecen no pocos de los reunidos alrededor de la ceremonia, ¿qué es, «sino un acopio de pretensiones hueras, linajes fantásticos, mezquinos logros y muy ruines tratos, una escena o corral de fingida piedad destinados a ocultar la rabiosa sed de poder y dinero?» (Juan Goytisolo, Carajicomedia, Seix & Barral, Barcelona, 2000, p. 150.). Se comprende, pues, a tenor de éstas y otras palabras no menos reveladoras de una pretendida esencia hispana, que el autor de Juan sin tierra sea objeto de toda clase de envidias y asechanzas. A más de un turiferario le habría gustado desterrarlo para siempre de cualquier manual de historia de la literatura española y registrarlo, debidamente crucificado, en el Índice de autores prohibidos. Si pudieran hacerlo, dictarían un auto de fe para no perder la memoria de los viejos/buenos tiempo. (¡Ah, no hay nada como el calor de la hoguera, la pira en la que arden cientos o miles de libros!)

Sin embargo, en lugar de esa imagen acariciada, oscuramente deseada, algunos tuvieron que soportar con cara de aburrimiento y hastío que aquel «enlutado sabihondo y mendaz rabisalserillo» (Juan Goytisolo, Señas de identidad, Editorial Joaquín Mortiz, México, Tercera edición, 1973, p. 11) cuestionara en su discurso -¡y desde el púlpito!- el papel de ése o cualquier otro premio: «Ser objeto de halagos por la institución literaria me lleva a dudar de mí mismo, ser persona non grata a ojos de ella me reconforta en mi conducta y labor» (Juan Goytisolo, De no indicarse lo contrario, ésta y otras citas que aparecen en el texto corresponden al discurso de J.G.: A la llana y sin rodeos). Fragmento de su discurso que, además de objetivar para la posteridad la exacta dimensión del instante, recordaba asimismo, tanto a escritorzuelos como a poetas de medio pelo, lo banal y superfluo de ciertas pretensiones: «incurrí en la vanagloria de la búsqueda del éxito -atraer la luz de los focos, "ser noticia", como dicen obscenamente los parásitos de la literatura- sin parar mientes en que, como vio muy bien Manuel Azaña, una cosa es la actualidad efímera y otra muy distinta la modernidad atemporal de las obras destinadas a perdurar pese al ostracismo que a menudo sufrieron cuando fueron escritas».

No quedó ahí la cosa. Fiel a su propio discurso, Goytisolo arremetió contra «los nacionalismos de toda índole y sus identidades totémicas, incapaces de abarcar la riqueza y diversidad de su propio contenido». No sólo cuestionaba, como ya es habitual en él, el rancio nacionalismo español, la idea de una España uniforme cuya luz, como la de una estrella muerta, ya no existe aunque siga brillando. Cuestionaba, asimismo, la función de esos nacionalismos periféricos, pretendidamente «progresistas», que, como en el caso del nacionalismo catalán, ningunea todo aquello que no pueda ser domesticado, sometido, integrado en una estructura que apacigüe o borre cualquier síntoma de malestar o disidencia. Se comprende, pues, que la Generalitat de Catalunya, en día tan señalado como lo es el de Sant Jordi para todo el Principado, no hiciera mención alguna del escritor barcelonés ni del galardón concedido en Alcalá de Henares. Porque su identidad como escritor, aquella que le confiere auténtica carta de naturaleza, no es otra que la identidad de la lengua. De ahí que, siguiendo en este punto a su colega y amigo, el escritor mexicano Carlos Fuentes, la única nacionalidad posible sea la de «abrazar como un salvavidas la […] nacionalidad cervantina».

Alejado, pues, de cualquier fundamentalismo, sea éste nacional, ideológico o religioso, al escritor sólo le queda un verbo al que adscribirse: cervantear. Que para el verdadero creador no tiene más conjugación que la de «aventurarse en el territorio incierto de lo desconocido». Frase cuyos ecos recuerdan el famoso verso de Baudelaire: «Au fond de l’inconnu pour trouver du nouveau!»

Aventurarse en territorio desconocido para hallar lo nuevo. Que no es, en modo alguno, andarse por las ramas o escapar por la tangente de la realidad del mundo. Para Juan Goytisolo, la labor del escritor no es otra que la de «sacar a la luz los episodios oscuros», tanto en la vida de Cervantes como en la existencia de las naciones, de los pueblos, de las sociedades modernas, donde ya sólo imperan el valor del dinero y las aplicaciones de la tecnociencia. En definitiva: hoy como ayer la tarea del escritor no puede nacer sino del compromiso. Aunque el término haya caído en el descrédito por el manoseo que del mismo han hecho intelectuales muy poco honestos, el compromiso lo es, en primer lugar, con el propio quehacer de escribir, con el hecho incuestionable de servir a la palabra para revelar la realidad que nombra, y no servirse de ella con el preciso objeto de disfrazar, maquillar o, decididamente y sin vergüenza alguna, desfigurar y torcer el curso de las cosas.

Cuando nuestras certidumbres se desmoronan bajo el peso insoportable de circunstancias inicuas (paro, corrupción, latrocinio permanente, libertades demediadas, atropellos constantes) el escritor no puede mirar hacia otro lado y esconder la cabeza entre los libros y los premios. Su obligación, entonces, seguirá siendo la de rendirse al lenguaje, a la construcción del mismo en pos de la verdad y la belleza, pero sin olvidar nunca la máxima entrañable de Don Quijote que recordara Goytisolo en el paraninfo de la Universidad de Alcalá de Henares: «deshacer tuertos y socorrer y acudir a los miserables». Seguramente, como así sucedió con nuestro querido escribidor, lo mirarán con desprecio, le negarán el saludo; tratarán, en suma, de ningunearlo. Llegarán, incluso, al extremo del insulto («cheque sí; chaqué no»). Lo que no podrán evitar, por muchas píldoras que tomen, es que la amargura que ellos sí sienten, se transforme, simple y llanamente, en el hecho de amar la obra de un escritor, sin el cual la historia de la literatura española del siglo XX ni se entiende ni se comprende. Ahí, ahí es donde más les duele. Afortunadamente.


© José Enrique Martínez Lapuente / Barcelona, 7 de Mayo de 2015 J



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