Trasversales
Alicia Muñoz Sánchez

Apuntes para soñar en colectivo: el modelo municipal

Revista Trasversales número 34, febrero 2015

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En contextos de ruptura, aquellos en los que la posibilidad de cambio se hace tangible, surgen conceptos que no hemos manejado antes o que habíamos dejado olvidados hace tiempo y cobran nueva fuerza para dar sentido a los debates que están surgiendo, para llenarlos de potencial revolucionario

Desde hace más o menos un año para el común de nuestro país uno de estos conceptos es el de municipalismo. Sin embargo, en ciertas localidades ya hace más de diez años que esta palabra, de origen libertario, resurgió para dar sentido a una nueva realidad: la conquista del derecho a la ciudad. Lefebvre [1] define este derecho como el de toda persona a crear ciudades que respondan a las necesidades humanas. El derecho a la ciudad no se refiere sólo a todo lo que ya hay dentro de la ciudad, sino también, según Harvey [2], a transformarla.

Los bancos de alimentos, las plataformas contra los desahucios, la organización entre familias para ocupar corralas, las acciones de señalización de viviendas vacías para su posible ocupación, los grupos de consumo, las actividades organizadas en Centros Sociales Autogestionados o incluso la familia que pone su segunda vivienda a disposición de quien la necesite, la vecina que cuida a nuestras hijas o a nuestras abuelas para que podamos ir a trabajar o los vecinos que eligen comprar en el comercio de barrio y no en Mercadona. Todos son ejemplos de municipalismo, de comunidades organizándose en solidaridad para dar respuesta a las necesidades de sus miembros sin esperar a que lo haga su ayuntamiento.

Sin embargo, esto no garantiza la satisfacción de las necesidades de todos y todas. Si algo justifica la existencia de un Estado y de su administración a nivel local, es ser garante de derechos y velar por todos sus ciudadanos y ciudadanas. Si asumimos un contrato social es para asegurar que el bienestar común y el desarrollo de los derechos públicos no dependan del trabajo voluntario de vecinos y vecinas, que además no suelen contar con capacidad de financiación para estas actividades.

Toca, por tanto, hacer institución de lo que ya ocurre en la calle: convertir el municipalismo en una fuerza de cambio institucional. No nos asustemos, no es una experiencia nueva. Por todo el país, desde la Ma­rinaleda del Colectivo de Unidad de los Trabajadores andaluces hasta las Candida­turas de Unidad Popular catalanas, existen ejemplos de municipios en cuyo modelo de gestión están incrementando su participación los vecinos y vecinas de forma universal. Por no extendernos con precedentes: el Proceso Constituyente iniciado en los comicios municipales de 1931, o el movimiento cantonalista y el Municipio Libre son ejemplos claros en nuestra historia democrática. La idea ha sido siempre tan sencilla como revolucionaria: auto gobierno y radicalización democrática desde abajo, empezando por lo cercano. Participación de todas y todos en la definición del modelo de ciudad o pueblo en el que deseamos vivir. Ni más ni menos que mujeres y hombres libres decidiendo cómo organizarse

¿Se trata de la vuelta del hombre y la mujer como animales políticos? Tenemos ciudades que han dejado de ser polis, porque la capacidad de sus habitantes para hacer po­lítica en ellas ha sido secuestrada me­diante diversos mecanismos como la su­bordi­nación de las economías públicas a los ci­clos del capitalismo -visibles en nuestras localidades en forma de pelotazos urbanísticos-, la corrupción y la mercantilización de los derechos públicos, la esclavitud a través de la deuda, los reglamentos que convierten la participación vecinal en una pantomima y las leyes que despojan de competencias a la administración más cercana a las personas.

Las ciudades, como cualquier producto de la organización social, están construidas según el modelo imperante. Y la ciudad fruto del capitalismo patriarcal no es acogedora ni permite el bienestar de todos sus habitantes, sino que perpetúa las estructuras de desigualdad. María José Capellín [3] describió la ciudad actual como la ciudad BBVA, por entender que está hecha para sujetos blancos, burgueses, varones y adultos (autónomos). No es casual que las siglas respondan también a las de un banco: en la ciudad neoliberal todo es mercantilizable, todo es consumible, no se es nadie si no se compra, y se socializa a través del consumo.

Surge aquí la primera necesidad que queremos resolver a través del municipalismo: definir qué es una ciudad y cuál es su finalidad. La ciudad es hoy día un conjunto de bloques de hormigón en los que residen consumidores a los que básicamente unen relaciones de comercio o trabajo. Pero no nos hemos juntado cientos, miles o millones de seres en un mismo espacio para vivir en soledad, ser explotados en un trabajo, pasear por los centros comerciales en los ratos libres que nos deja y morir en soledad. Esa vida cada vez merece la pena para menos personas. Respecto a la definición, propongo para el debate partir de la de Kropotkin [4]: la ciudad es un ecosistema de cooperación comunitaria. Sobre cuál es la finalidad, la misión de la ciudad, tomemos la definición de Lefebvre: satisfacer las necesidades humanas. El modo de satisfacerlas en el sistema mercantil consiste en comercializar estas necesidades como servicios. ¿Cómo podemos responder desde el municipalismo? La ciudad debe ser la base para el desarrollo de una comunidad solidaria, en la que todos sus miembros se cuiden y protejan entre sí y traten de alcanzar la felicidad colectiva desde la dignidad individual.

La tarea de cada vecina y vecino es decidir, mediante un esfuerzo de deliberación colectiva, qué características tiene la ciudad en la que todas y todos podremos ser felices. Planteemos un marco irrenunciable de líneas rojas para este debate y comencemos a dibujar. Propongo las siguientes. Tenemos que pensar en una vida que merezca la pena ser vivida para todas y todos. Debemos terminar con todos los modos de opresión para decidir de manera libre y universal. Ninguna persona podrá quedar excluida de la toma de decisiones sobre cómo transformar la ciudad, ni de la oportunidad de alcanzar la felicidad y el bienestar en ella [5]. Además, la solidaridad entre pueblos debería ser un principio fundamental. También debe asumirse la necesidad de que los cuidados sean una responsabilidad colectiva.

El Observatorio Metropolitano [6] ya ha avanzado unas primeras notas para un Manifiesto Municipalista, en las que incluyen las siguientes medidas: auditoría de la deuda, recuperación de los bienes públicos y comunes expropiados, denuncia de la connivencia de la vieja clase política con las oligarquías municipales, plenos abiertos, total transparencia y publicidad en todas las decisiones, control de los representantes electos, liquidación de los cargos de confianza, elección directa de representantes sobre unidades de población menores a 15.000 electores, instauración de mecanismos de decisión directa sobre los principales ámbitos de competencia municipal, reconocimiento legal y garantía de los bienes público-comunes, desarrollo de un tejido empresarial municipal de gestión cooperativa y bajo control ciudadano, promoción de espacios de autogestión y creación de medios de comunicación comunitarios sin supervisión ni control político.

A estas propuestas me gustaría añadir las que siguen.

La organización de la ciudad debe garantizar que todas las personas dispongan de vivienda digna a un precio que puedan pa­gar. No se desahuciará por impago de una vivienda privada sin alternativa habitacional ni a familias con hijos menores de edad o personas dependientes.

La ciudad es una irrupción humana en un ecosistema natural al que debe respetar, y desarrollar sus actividades productivas y económicas en armonía con el mismo. El diseño urbano favorecerá la movilidad no contaminante y el uso de transportes colectivos.

El trabajo no tiene por qué dignificar, pero desde luego siempre debe ser digno. La ciudad debe garantizarlo y puede promover sectores que aporten verdadero valor ecológico y social. Conseguir que la agricultura que abastezca a la ciudad sea rentable -por ejemplo, con incentivos a comercios que apuesten por la producción local-, favorecer el comercio de cercanía sobre la gran superficie, profesionalizar el trabajo de cuidados y atención a la dependencia, fomentar industrias como la fabricación de placas solares o apostar por laboratorios que desa­rrollen curas para nuestras enfermedades son sólo algunas ideas que pueden transformar la ciudad y enriquecer las vidas de sus trabajadoras y trabajadores.

Pero no sólo la producción y los servicios son un trabajo. Las tareas reproductivas son fundamentales para garantizar el futuro de la sociedad, y nunca han sido valoradas con justicia. El modelo municipalista debe entender el trabajo que suponen, además de facilitar al máximo su conciliación con el resto de actividades. La puesta en marcha de ayudas a la crianza y guarderías públicas suficientes y con precios sociales sería tan sólo un buen inicio.

La ciudad también debe promover el derecho a la cultura, a una cultura libre y desligada del consumo a la que tengamos acceso todos los ciudadanos y ciudadanas.

Queremos ciudades y pueblos diversos y accesibles. Necesitamos ciudades en las que nadie, por ninguna razón, sea excluido o no pueda gozar de seguridad. La ciudad debe ser accesible y diversa. Debe garantizarse el acceso de las personas con diversidad funcional a toda la información y espacios públicos.

Es imperativo realizar un diseño urbanístico que, además de satisfacer esa necesidad, impida que ninguna mujer se sienta insegura caminando sola

Debemos dar un giro radical a los procesos de gentrificación que están sufriendo nuestras ciudades y al modelo que reparte el trabajo de forma desigual entre los territorios.

Otra clave municipalista debería ser recuperar las plazas, parques y calles como espacios de socialización, reunión y juegos. Queremos plazas con sombras, fuentes y bancos para sentarnos a conversar, pasear y debatir en asambleas, no grandes espacios de cemento, lisos y abiertos preparados para albergar eventos publicitarios de grandes empresas o pistas de patinaje sobre hielo.

Todos los planteamientos que aquí se recogen y aportan no dejan de ser ideas para el debate de una o varias personas, pero en la construcción municipalista no puede faltar nadie. Saquemos el debate a las plazas, a las asambleas y centros de trabajo. Soñe­mos juntas la ciudad en la que todas las personas podríamos ser felices y tomemos las instituciones para hacerla realidad.

Notas

1. Lefebvre, Henri. El derecho a la ciudad. 1968

2. Harvey, David. Ciudades rebeldes. El derecho de la ciudad a la revolución urbana. Akal, 2013

3. Capellín, María José. Seminario por una Ley Vasca de Atención a la Dependencia. Bilbao, 2005 4. Kropotkin, Piotr. El apoyo mutuo. 1902

5. Inspirado en las líneas establecidas por Pérez Orozco, Amaia. Subversión feminista de la economía. Aportes para un debate sobre el conflicto capital-vida. Traficantes de Sueños, 2014

6. Observatorio Metropolitano. La apuesta municipalista. La democracia empieza por lo cercano. Traficantes de Sueños, 2014