Trasversales
María Pazos Morán

La política social en juego: ¿qué sociedad nos espera?

Revista Trasversales número 33 octubre 2014- enero 2015

Otros textos de la autora

María Pazos Morán es investigadora del Instituto de Estudios Fiscales, autora del libro Desiguales por Ley y una de las personas promotoras del "Llamamiento urgente ante la reforma fiscal que prepara el Gobierno"




Las actuales políticas de recortes sociales nunca son suficientes para la insaciable Comisión Europea, azuzada y avalada por el FMI, el BM y la OCDE. Estos organismos se valen de la unanimidad y del consenso abrumadoramente mayoritario en la academia en torno a unos supuestos principios económicos sin los cuales, nos dicen, iríamos a la hecatombe: que el gasto social es insostenible; que las rebajas fiscales y los recortes de derechos laborales animarán a las empresas a crear empleo; que hay que 'animar' el consumo mediante la rebaja generalizada de impuestos sobre la renta, ya que esas rebajas aumentarían la renta disponible de los hogares; que el envejecimiento poblacional es inevitable (aunque también se justifican como 'natalistas' políticas con las que países como Alemania siguen perdiendo población). Por encima de todos estos supuestos 'principios', se erige la amenaza fundamental: que sin todas estas medidas "los mercados" nos castigarán y el euro se romperá, lo que supondrá una hecatombe a nivel europeo.

No es de extrañar que una parte de la ciudadanía se vea presa de esa amenaza tan unánimemente proclamada. Ese chantaje se complementa con las "noticias" de que estamos saliendo de lo peor (sea cual sea la realidad, siempre es posible mantener esa ficción en base a las propias previsiones, sobre todo si van avaladas por firmas solventes). Es importante seguir debatiendo a fondo sobre estos temas para combatir las falacias en las que se apoyan con argumentos científicos, como hace el Llamamiento urgente ante la reforma fiscal que prepara el gobierno. Curiosamente, los ideólogos de las actuales políticas no entran en el debate planteado por las pocas personas que les contradicen.

Es importante recordar, además, que las recetas neoliberales y patriarcales siempre han sido las mismas desde hace tres décadas, independientemente del ciclo económico o de la situación de cada país. Basta, por ejemplo, repasar los informes-país anuales de la OCDE para comprobar que sus conclusiones siempre van en el mismo sentido: más recortes, más privatizaciones. Con déficit o con superávit, con crecimiento económico o con recesión, siempre exigen a todos los países "profundizar las reformas", un eufemismo que siempre tiene el mismo significado.

En realidad nos enfrentamos a una gran operación orquestada a lo largo de las últimas tres décadas para destruir los sistemas de bienestar de los que, a pesar de sus deficiencias, disfrutábamos en Europa. El avance en la construcción de estos sistemas ha sido posible gracias a un consenso social que se gestó en la segunda mitad del siglo XX y que permitió aislar a una minoría muy poderosa contraria a su implantación. Hoy la correlación de fuerzas social ha cambiado y esos intereses minoritarios han aumentado enormemente su influencia ideo­lógica.

¿Dónde nos lleva este camino neoliberal? Basta con observar la situación en los países que no han construido sistemas de pres­ta­ciones, servicios públicos e impuestos ge­­­­ne­ralizados, para predecir las consecuencias de su destrucción. En todos ellos existen elevadísimas tasas de pobreza y enormes desigualdades sociales que lastran el de­­sarrollo; la mayoría de la población no dis­­fruta de derechos sociales elementales. Esta experiencia internacional muestra que la vía de avance social pasa por mejorar los sis­temas existentes, tratando de ha­cerlos coherentes con sus principios genuinos (igualdad, progresividad, garantía universal de derechos...). Es verdad que es­tos sis­te­mas, lejos de estar totalmente im­plan­tados y funcionar correctamente, presen­tan importantes sesgos sociales y de gé­nero; precisamente se trata de corregirlos.

Partiendo de esta base, conviene advertir contra las críticas globales que no vayan acompañadas de una alternativa coherente y de una hoja de ruta para avanzar hacia ella desde la situación actual sin causar graves perjuicios sociales. Se trata, pues, de analizar cada nueva propuesta en relación a los sistemas existentes, para ver si aportan una mejora o, por el contrario, socavan sus principios y sus cimientos.

Así, surgen innumerables preguntas: ¿es posible y deseable mantener y perfeccionar los actuales sistemas de Seguridad Social, impuestos progresivos, servicios públicos y derechos laborales, en definitiva el estado de bienestar tal y como le conocemos? ¿Sigue siendo necesario un sistema de im­puestos que abarque a todas las actividades económicas, situando la lucha contra la economía sumergida (y no sólo contra el gran fraude) en primer orden de prioridades? ¿Debe organizarse la política social en base a la regla "a cada cual según sus necesidades y dé cada cual según sus posibilidades" (lo que es muy diferente de la propuesta de conceder una renta básica a cada persona por igual)?

¿Es posible y deseable una sociedad en la que todas las personas tengan un empleo a tiempo completo de calidad durante toda la vida? ¿Cómo debe organizarse la atención a la infancia y a la dependencia para que no recaiga fundamentalmente sobre las mujeres, como hasta ahora? ¿Qué sistema de servicios públicos necesitamos para atender las necesidades de todas las personas? ¿Qué mercado de trabajo? ¿Cómo haremos para que los hombres asuman su mitad del trabajo doméstico y de cuidados? ¿Cuál es la forma de solucionar los problemas de­mográficos, tanto de bajísima fecundidad co­mo de altísima fecundidad según los países y las zonas, ambos asociados a insopor­ta­bles tasas de pobreza infantil? ¿Cómo luchar efectiva y urgentemente contra el cambio climático? Todas estas cuestiones es­tán relacionadas entre sí, y todas ellas de­ben ser consideradas en el análisis de las opciones de política social y económica. En este artículo trataré de fundamentar la necesidad de mantener y mejorar los sistemas actuales (ya llamados ortodoxos frente a las nuevas propuestas que están surgiendo) como la única vía hacia un desarrollo e­co­nómico y social equilibrado que asegure derechos elementales a todas las personas.

En esta mejora, la gran asignatura pendiente es la integración de las mujeres en el empleo y en los derechos sociales, así como la integración de los hombres en el trabajo de cuidados (dos caras de la misma moneda). Esta deficiencia se considera frecuentemente un detalle sin interés general, pero debemos recordar que afecta a toda la población y tiene efectos desastrosos en términos de inequidad, fomento de la economía sumergida, crisis de fecundidad, des­pilfarro del capital productivo de las mujeres y del capital cuidador de los hombres, entre otros. Abordaremos, pues, la ne­cesidad de los sistemas actuales para avanzar en esa integración, las dificultades que, a la vez, originan los sesgos de género que existen en dichos sistema y, por último, los impactos negativos sociales y de género que tendrían nuevas propuestas alternativas y contrarias a los sistemas actuales.

¿Seguimos apostando por un sistema de impuestos 'ortodoxo'?

Antes de abordar los problemas que presentan los actuales sistemas de protección social y las propuestas alternativas, detengámonos en la función esencial de los sistemas impositivos. Los impuestos personales progresivos y generalizados, es decir, que incluyen a la inmensa mayoría de las personas y de los ingresos, son un fenómeno relativamente reciente: aunque hay antecedentes muy antiguos, su desarrollo ex­tensivo se produjo a lo largo del siglo XX, sobre todo a partir de la Segunda Guerra Mundial. Antes, y aún ahora en los países en los que estos sistemas impositivos no están implantados, a falta de información sobre los ingresos los Estados recaudaban exclusivamente en base al consumo y a cuo­t­as por personas o por propiedades.

Estas dos características, la aplicación generalizada y la progresividad, son necesarias para que un impuesto cumpla con sus dos funciones fundamentales: la recaudatoria y la redistributiva. La función recaudatoria se refiere a la necesidad de obtener recursos suficientes para poder ejercer las funciones propias del sector público (entre otras la de protección social). Por otro lado, la función redistributiva consiste en utilizar el impuesto para reducir la desigualdad social mediante la mayor imposición a las rentas altas (progresividad). Hasta hace un par de décadas a estos sistemas se les conocía como sistemas impositivos modernos.

Sin embargo, dado que coexisten con otras propuestas aún más recientes (de corte neoliberal) que tratan de reducirlos, eliminarlos o frenar su implantación, actualmente se da la situación paradójica de que son llamados ortodoxos, a pesar de que su implantación nunca ha llegado a ser completa.

Por ejemplo, aunque numerosos países tienen formalmente impuestos sobre la renta con apariencia progresiva, su aplicación en la práctica es muy desigual: en muchos existen desgravaciones que eximen a las rentas altas y/o existe una imposición di­recta que no abarca a la generalidad de la población ni de los ingresos. En estos países la mayoría de la economía es sumergida, lo que significa que la recaudación por cotizaciones a la Seguridad Social también es escasa. En consecuencia, tienen más peso los impuestos sobre el consumo, que son regresivos porque aplican el mismo tipo impositivo a cada persona, lo que supone gravar proporcionalmente más a quien menos tiene (hay que tener en cuenta que los pobres consumen una proporción más alta de sus ingresos que los ricos). Además de ser injustos, estos sistemas no permiten una recaudación suficiente para mantener un sistema público de protección social extenso y completo. Por otro lado, la economía sumergida determina un mercado laboral sin derechos para las personas trabajadoras, así como una actividad económica sin posibilidad de control sobre los productos y servicios, por tanto sin garan­tías para la ciudadanía.

El análisis de la política fiscal desde la perspectiva de género: un asunto relevante para toda la sociedad

Actualmente, tanto la mayoría de los gobiernos como de la ciudadanía asumen como objetivo una sociedad en la que hombres y mujeres tengan la misma dedicación al empleo, así como al hogar y a las criaturas (1), si las hubiera. Incorporar coherentemente esta perspectiva al análisis de la política fiscal significa, en primer lugar, partir de que la división sexual del trabajo es injusta e indeseable socialmente; por tanto debe eliminarse. En segundo lugar, y ese es el objetivo específico del análisis concreto, debe tenerse presente que en la práctica las políticas públicas no están estructuradas en torno a estos nuevos valores ya asumidos por la sociedad, sino a los viejos y obsoletos de la diferencia sexual; lo que se traduce en graves perjuicios sociales y económicos.

Si aplicamos esta óptica de género inclusiva al análisis de los sistemas fiscales, detectaremos tres aspectos relevantes. El primero es el de las desastrosas consecuencias de la inexistencia, o extensión muy limitada, de los sistemas fiscales que han dado en llamarse ortodoxos. Recordemos que por sistemas ortodoxos entendemos a­que­llos basados en impuestos sobre la renta progresivos y en protección social integral, junto con servicios públicos de educación, sanidad y atención a la dependencia. El segundo es el de la necesidad de eliminar los sesgos de género que aquejan a los sistemas existentes; y el tercero los problemas que plantean algunas nuevas propuestas que se sitúan al margen o en contra de los principios fundacionales de los sistemas ortodoxos (entre estas nuevas propuestas se encuentran las Transferencias Monetarias Condicionadas y la Renta Básica). A continuación abordaremos estas tres cuestiones.


Impacto negativo de la inexistencia de sistemas fiscales ortodoxos

Lo primero a destacar desde un punto de vista social y de género es que la inexistencia, o extensión muy limitada, de los sistemas fiscales que han dado en llamarse ortodoxos es en sí misma perjudicial para toda la población pero muy especialmente para una parte de ella: las mujeres.

Tengamos en cuenta que, según está ampliamente documentado, la debilidad de la protección social y la escasez de servicios públicos perjudican a la población femenina por una triple vía. Por un lado, fenómenos como la informalidad o el trabajo infantil, íntimamente relacionados con la inexistencia de sistemas fiscales completos y potentes, afectan de forma particularmente intensa a las mujeres y a las niñas. Además, dado que las mujeres son económicamente más vulnerables que los hombres, están más necesitadas de esas coberturas, de esos servicios y de esas regulaciones; las mayores tasas de pobreza femenina indican también que las mujeres se ven más perjudicadas por la inexistencia de un sistema de prestaciones adecuado. Finalmente, hay que considerar que son las mujeres (ya sean esposas, madres, hijas, abuelas o hermanas) quienes en la inmensa mayoría de los casos cubren con su tiempo y su trabajo las carencias de la red social pública.

En resumen, en ausencia de un sistema público de protección social extenso y completo, así como de un mercado laboral generador de ingresos y derechos suficientes, el principal soporte con el que cuenta la cuantiosa población económicamente vulnerable son las redes de apoyo familiar. Es decir, las mujeres, a costa de su enorme sobreexplotación y sufrimiento.

Sesgos de género de los sistemas ortodoxos

El segundo aspecto a destacar es que la crea­­ción y ampliación de los sistemas fis­ca­les ortodoxos, aun habiendo sido un paso fundamental y muy positivo para acortar las desigualdades, se ha producido en una e­tapa histórica en la que la división sexual del trabajo aparecía como 'natural', y por tan­to la reflejan y la reproducen, dando así origen a nuevas discriminaciones de género.

La Seguridad Social tiene su origen en los seguros obreros que se fueron instaurando desde finales del Siglo XIX y, sobre todo, a partir de los años 1930. De acuerdo con la mentalidad de aquella época, la Seguridad Social surge como un contrato entre el Estado y el 'trabajador', del cual depende además una familia. Así, se instauran también prestaciones familiares por las personas dependientes económicamente del 'trabajador', que en el origen son tanto hijos/as como esposas. En caso de muerte del 'trabajador', esas personas dependientes pasan a ser sujetos de prestaciones: pensiones de orfandad para los hijos/as hasta su mayoría de edad, y de viudedad de carácter vitalicio para las mujeres, pues se consideraba que éstas eran incapaces de generar ingresos.

Desde entonces, según ha ido aumentando el rechazo social hacia la discriminación de las mujeres, en la mayoría de los países la Seguridad Social ha ido introduciendo cambios en el lenguaje y reformas parciales para eliminar la diferenciación por sexo a la hora de ser sujeto de prestaciones. Es decir, se han ido eliminando las discriminaciones explícitas: se han suprimido las pres­­taciones por esposa a cargo, que respondían claramente a una consideración de todas las mujeres casadas como dependientes de sus maridos, y se ha extendido la pensión de viudedad a los hombres en las mismas condiciones. Quedan suplementos en las pensiones, pero se llaman 'por cónyuge a cargo' y están disponibles tanto para hombres como para mujeres. Por su parte, el impuesto sobre la renta moderno (en España el IRPF) también ha adoptado un lenguaje formalmente igualitario en la mayoría de los países.

Sin embargo, estos cambios formales no consiguen arreglar un problema de fondo: los hijos/as siguen considerándose un asunto de mujeres. Aunque los mecanismos son cada vez más sofisticados y las discriminaciones cada vez más implícitas, aún quedan algunos elementos que evidencian explícitamente esta concepción obsoleta: el más evidente es la enorme diferencia entre los permisos de maternidad y paternidad, en los países en los que estos últimos existen, pero hay otros (2); todos ellos siguen reforzando y transmitiendo a la sociedad el mensaje de que son las mujeres, y no los hombres, las responsables de los hijos/as.

Pero, como señalábamos, los mecanismos por los que se considera y favorece que las madres (y no los padres) son responsables del cuidado familiar se hacen cada vez más complicados, sustituyendo las discriminaciones explícitas por discriminaciones implícitas cuyos efectos son más difíciles de detectar. Por ejemplo, los permisos de maternidad y paternidad están perdiendo importancia relativa frente a las nuevas figuras de permisos transferibles entre progenitores/as, que tienen apariencia igualitaria aunque en la práctica son para las mujeres y, por tanto, no cambian la realidad sino simplemente la fachada (3). Las discriminaciones implícitas y los incentivos a la familia tipo sustentador masculino/esposa dependiente constituyen la nueva vía por la que se mantiene la desigualdad en esta nueva etapa de 'igualdad formal'.

Conviene detenerse en estos instrumentos y desentrañar sus efectos económicos (además de simbólicos). Parece sensato, no so­lamente desde un punto de vista de lograr un trato equitativo entre hombres y mujeres sino por respeto a la libertad personal, sostener que los sistemas fiscales deberían ser neutrales con respecto a las decisiones sobre la forma de regularizar la convivencia elegida. Sin embargo, aún en los casos en que el diseño formal sí aparenta neutralidad (ausencia de discriminaciones explícitas), los sistemas suelen desincentivar la participación laboral de las mujeres casadas a través de múltiples mecanismos (declaración conjunta de los matrimonios en el IRPF, incentivos a las reducciones de jornada y excedencias para el cuidado, etc.) Su complejidad hace que, a pesar de su importancia, estos mecanismos tiendan a pasar desapercibidos para la literatura feminista que no está específicamente dedicada a la Hacienda Pública, por un lado, y para las investigaciones sobre Hacienda Pública sin perspectiva de género, por otro.

¿Por qué funcionan los incentivos a la permanencia en el hogar de las mujeres?

Es importante tener en cuenta que el efecto de los incentivos económicos a la familia tipo sustentador masculino /esposa dependiente, presentes en la mayoría de los sistemas fiscales, se ve acrecentado por el hecho de confluir con otros elementos con los que se refuerzan mutuamente; y todos juntos operan sobre dos terrenos muy diferentemente abonados: hombres y mujeres.

En primer lugar, a los hombres se les educa para poner su actividad profesional y pública en primer plano y para alejarse de lo doméstico: basta considerar los juguetes "propios de niños" frente a los "propios de niñas" (o más exactamente "impropios de niños"). En cambio, a las mujeres se nos educa para poner la pareja y la familia en primer plano, relegando nuestras propias necesidades profesionales y personales. La percepción de la diferencia de roles entre el papá y la mamá es temprana y eficaz, realizándose a través de la educación diferencial, la moda (subvencionada con fondos públicos), los medios de comunicación (también los públicos), etc. (4)

Las jóvenes crecen en la ilusión de la igualdad y tienen mejores resultados académicos que los jóvenes, pero las políticas pú­blicas continúan reforzando y haciendo aflorar los roles de género aún cuando sólo hayan permanecido latentes. Y, desde el mismísimo momento de la boda, el régimen matrimonial de gananciales (que es el que se aplica por defecto en muchos países, en particular en España con la excepción de Cataluña) contribuye al espejismo de que "todo es de los dos". La existencia de la pensión de viudedad vitalicia transmite el mensaje de que existe una protección en caso de muerte del sustentador; y el divorcio no suele contemplarse como posibilidad hasta que no se presenta.

Con todo, en las sociedades occidentales los roles de género cris­talizan definitiva­men­te en el momento del nacimiento o a­dopción de una criatura; en esta cuestión tie­ne un papel clave la diferencia entre los permisos de maternidad y paternidad, que de­ja claro entre la pareja y ante su en­torno quién debe volver a trabajar una vez la ma­dre se recupera del parto y quién debe que­dar­se cuidando. A continuación vienen to­das las políticas de conciliación, que son in­­centivos a la reducción de jornada, excedencias y prestaciones para que la madre de­­cida cuidar en casa. A todo ello se añaden, en el caso de los matrimonios, los al­tos tipos impositivos con los que se penaliza al segundo contribuyente, es decir a las mujeres casadas. A lo que hay que sumar el estímulo que suponen los bajos salarios a los que en general acceden las mujeres.

Es necesario considerar conjuntamente todo este sistema para entender el comportamiento diferencial de hombres y mujeres, contrario a las aspiraciones de igualdad que ambos sexos declaran sistemáticamente en las encuestas.

En definitiva, posiblemente cada una de estas piezas del puzle no tendría gran efecto por sí sola. De hecho, los incentivos económicos que estimulan la permanencia en el hogar no tienen efecto en los hombres, ni tampoco el mismo efecto en todas las mujeres. Pero sí tienen gran impacto en una masa importante de mujeres que conviven en parejas o familias con otros ingresos, y más si existen en la familia criaturas o personas dependientes, pues hay que considerar el coste de oportunidad del trabajo asalariado en términos de trabajo doméstico: la familia se plantea cuánto va a aumentar su renta disponible si la mujer sale a trabajar, y ese aumento es menor si su trabajo está sometido a altos tipos impositivos o si por declararlo pierde alguna prestación. Y, lógicamente, la familia también se plantea que si la mujer sale a trabajar deja de producir una serie de bienes y servicios para el hogar, en particular servicios de cuidados a la infancia y a la dependencia. Así, a estas mujeres "no les salen las cuentas" para aceptar un empleo regular, con lo que se ven abocadas al hogar o/y a la economía sumergida, de ahí la típica expresión: "no me declare Ud. que ya cotiza mi marido".

Las llamadas nuevas políticas sociales: el caso de las Transferencias Monetarias Condicionadas (TMC) (5)

El tercer aspecto relevante en este análisis es el papel de nuevos instrumentos fiscales que se han desarrollado al margen de los sistemas fiscales 'ortodoxos' (y en parte lastrando su desarrollo) a partir de la nueva doctrina de las Instituciones Financieras In­ternacionales sobre la política social para los países no desarrollados, lo que se conoce como la Nueva Política Social. Desde esta perspectiva 'novedosa', a partir del inicio de los años noventa se ponen en marcha nuevas formas de intervención social que se caracterizan por concentrarse en grupos de población específicos (son 'políticas focalizadas' de lucha contra la pobreza). Se trata de fórmulas alternativas a los sistemas de protección social públicos 'ortodoxos' y, a diferencia de ellos, estas nuevas intervenciones no están inspiradas en los principios de universalidad y garantía de derechos.

Entre estas nuevas fórmulas de intervención social, nos centraremos especialmente en el caso de las Transferencias Monetarias Condicionadas (TMC), que han cobrado gran protagonismo en los países latinoamericanos. Estas estrategias consisten en otorgar subsidios a las personas pobres (suele ser a las madres), a cambio de la ejecución de determinadas acciones (como llevar a las criaturas a la escuela o al ambulatorio). El objetivo declarado de estas políticas es el de potenciar 'comportamientos beneficiosos' que aumenten el bienestar de la infancia. Veamos los problemas de este enfoque, que son varios y muy importantes.

En primer lugar, estas transferencias no están enfocadas a atender las necesidades esenciales que, a falta de otras políticas, quedan sin resolver. Al contrario que las políticas de rentas mínimas existentes en Europa, no tratan de asegurar un estándar de vida digno (alimentación, vestido, vivienda), sino de incentivar a los pobres a la realización de las actividades requeridas para cobrar la transferencia. Así, las propias evaluaciones del Banco Mundial concluyen que las TMC tienen efecto significativo en el número de madres que llevan a sus criaturas a los controles de peso en el ambulatorio, pero no producen un aumento significativo del propio peso de las criaturas. Igualmente, tienen efecto en el número de niños/as matriculados/as en las escuelas, pero no en el nivel de educación (Banco Mundial, 2009). Esto es fácil de comprender con tan solo observar los bajísimos niveles de prestación (por ejemplo, en Ecuador, Chile y Guatemala las cuantías oscilan entre 10 y 20 dólares mensuales, que se van en gran parte en el cumplimiento de las condiciones exigidas).

En segundo lugar, las TMC se presentan por sus promotores como alternativa a la extensión de los sistemas ortodoxos, calificándolas de "una nueva forma de contrato social entre el Estado y los beneficiarios"… donde… "el Estado se considera como un socio en el proceso y no como una nodriza"… pues… "una TMC no es una subvención monetaria automática, transparente e incondicional vista como derecho de un ciudadano (lo que es cercano al concepto clásico de una transferencia incondicionada)" (6). Además, consecuentemente con esta perspectiva, los organismos internacionales no tienen entre sus prioridades el desarrollo de los sistemas ortodoxos en los países pobres sino todo lo contrario, como hemos visto, centrando sus actuaciones en la promoción de estas estrategias descentralizadas y focalizadas.

En tercer lugar, el propio diseño de las TMC y su carácter masivo dificulta esa ex­tensión al crear problemas de incompatibilidad para la participación de las personas receptoras de las transferencias (mujeres) en la economía regular: las TMC están su­je­tas a comprobación de rentas, por lo que se pierden al aumentar el ingreso familiar regular. Además, exigen a las madres la realización de actividades muchas veces incompatibles con los horarios de trabajo.

Estas tres consideraciones ya permiten afirmar que las TMC tienen un impacto social y de género negativo, pues van en contra del desarrollo de la economía formal y de la protección social. Pero detengámonos a continuación en el análisis específico de su impacto de género. Las TMC no se diseñan ni se aplican con el objeto de incidir sobre la desigualdad de género. Sin embargo, las mujeres -aunque no como objetivo de las políticas, sino como instrumento- juegan un papel central, ya que son en la mayoría de los casos las 'beneficiarias' de las ayudas. ¿Significa eso que tienen impacto de género positivo, como argumentan quienes las diseñan?

Este es un claro ejemplo de la diferencia entre un simple análisis de incidencia y el estudio más profundo de los impactos reales. En efecto, suele argumentarse que el hecho de que las mujeres sean las 'beneficiarias' de las ayudas económicas supone en sí mismo su empoderamiento. Sin embargo, cuando se repara en la escasísima cuantía de las ayudas, resulta evidente que dichas cantidades (que además se dedican, al menos parcialmente, al cumplimiento de las condiciones establecidas) no pueden garantizar un avance significativo en la autonomía económica de las mujeres.

Además, algunos estudios señalan que, aunque las mujeres sean las receptoras nominales, esto no significa que de facto puedan disponer de esos recursos. De hecho, en ocasiones el uso de ese dinero se convierte en motivo de conflicto que culmina en episodios de violencia de género.

Si se analizan las TMC desde la perspectiva del efecto real que pueden tener sobre las mujeres implicadas instrumentalmente en su aplicación, las preguntas se multiplican. Por ejemplo: sin poner en duda la innegable importancia de que niños y niñas acudan al colegio (o a sus controles médicos), ¿cómo afecta a la igualdad entre hombres y mujeres una política pública que institucionaliza y premia económicamente el que sean las madres las que se responsabilicen de estos asuntos? Si el objetivo es acabar con la división sexual del trabajo, parece obligado preguntarse: ¿estos programas son un paso hacia delante o, por el contrario, un paso hacia atrás?

Tengamos en cuenta que para una parte muy importante de mujeres (y en mayor medida para las madres) el trabajo doméstico y de cuidados del que se hacen cargo es un serio obstáculo para que puedan insertarse en condiciones de igualdad en el mercado laboral. Y la inserción igualitaria en el mercado de trabajo es una clave fundamental para lograr la autonomía económica. Entonces, ¿cómo ha de valorarse una política pública que amplía el tiempo de trabajo que las madres (y no los padres) tendrán que dedicar a este tipo de tareas, es decir, que refuerza una de las principales dificultades que tienen las madres para insertarse en el empleo?

Estos programas no sólo incrementan, sino que también institucionalizan las cargas de trabajo que tradicionalmente ya vienen realizando las madres en la inmensa mayoría de las familias. Esta institucionalización tiene dos consecuencias muy negativas para las mujeres implicadas. Por una parte, su carga de trabajo efectivo se amplía (es decir, la división sexual del trabajo se refuerza materialmente): en muchos casos hay que realizar tareas domésticas o de cuidados que antes no se llevaban a cabo, o hacerlo en los plazos y fórmulas que están establecidos en los programas. Pero además la división sexual del trabajo también se refuerza de un modo simbólico: el rol materno asociado a las mujeres queda validado por las políticas públicas, que premian con una ayuda económica a la "buena madre", sin prever la inclusión de ningún tipo de mecanismo que estimule la corresponsabilidad de los hombres en las tareas encomendadas por el programa de TMC.

Así, estos programas no sólo incentivan con dinero la dedicación de las madres de esos países a "sus labores", sino que también envían mensajes muy claros sobre cómo ha de organizarse el trabajo productivo y reproductivo en las familias.

Por último, se ha identificado que cuando las mujeres trabajan fuera de casa registran índices de subempleo e informalidad superiores a los de los trabajadores masculinos. Y es que un incremento de los ingresos "legales" familiares puede hacer que la familia en cuestión deje de cumplir los requisitos para recibir la ayuda. Este hecho, que podría limitar la participación en el mercado laboral formal de cualquiera de los miembros adultos de la familia, tiene más probabilidad de afectar a la participación laboral de las mujeres casadas, cuya oferta de trabajo es mucho más elástica que la masculina. Teniendo en cuenta estos elementos, ¿qué efecto sobre el comportamiento laboral de las mujeres tendrán unos programas que estimulan el ocultamiento de ingresos, en la medida en que la carencia de ingresos suele constituirse en condición para la concesión de la ayuda? Las TMC tienen un impacto negativo sobre las mujeres beneficiarias de los programas porque desincentivan su participación en el mercado laboral (sobre todo en el formal).

En resumen, el repaso de estas cuestiones permite concluir que las Transferencias Monetarias Condicionadas juegan un papel negativo en la lucha contra la desigualdad entre hombres y mujeres. Las TMC utilizan masivamente a las mujeres como beneficiarias instrumentales porque, al igual que los sistemas fiscales ortodoxos con sesgo de género, asumen y reproducen la idea de que son las mujeres las responsables de las ta­reas de cuidado infantil. Según esta óptica son ellas las que, conveniente estimuladas para hacerlo, deben sustituir al Estado y a la política social convencional en su tarea de garantizar condiciones de salud y educación a los niños y niñas. La institucionalización y los incentivos materiales puestos al servicio de que ciertas necesidades sociales básicas se garanticen en el ámbito privado, y no mediante mecanismos y recursos públicos, y más aun el hecho de que sean las madres las que dentro del ámbito familiar han de asumir dicha responsabilidad, tiene consecuencias muy negativas para la igualdad entre los hombres y mujeres de los países donde se aplican estos programas.

Además de que refuerzan tanto material como simbólicamente la división sexual del trabajo, la aplicación de estos programas suele ser, de facto, una estrategia de intervención social alternativa a la edificación de sistemas públicos de protección social, compitiendo con ella tanto en términos de prioridad política como de asignación de recursos económicos. Cabe afirmar que las TMC son un obstáculo para la igualdad social.

Propuestas aún más "imaginativas": ¿Renta Básica?

En los últimos años ha cobrado cierto auge la propuesta de instaurar una "Renta Básica" igual para todas las personas, independientemente de sus necesidades, de sus posibilidades y de su renta. Es muy comprensible que la desesperación lleve a muchas personas a reclamar esta medida que se les promete tan halagüeña y que vie­ne avalada por economistas que afirman tener hechas las cuentas de su viabilidad (7). El debate es muy complicado porque se mezclan en la argumentación dos niveles: por un lado, la necesidad urgente de paliar los problemas acuciantes de la población sin ingresos, y, por otro, el modelo de sociedad que se propone (8).

En cuanto a la necesidad urgente a corto plazo, es ciertamente intolerable que existan familias sin ingresos. Sin embargo, la cuestión es si la Renta Básica es la solución o, por el contrario, fuente de nuevos problemas. Según la ILP citada: "Se establecen dos fases de implementación de la Renta Básica. Una primera fase que entrará en vigor de forma inmediata tras la aprobación de la presente Ley. Afectará a todas las personas domiciliadas en el Estado Español e inscritas en el Servicio Público de Empleo correspondiente a cada territorio, que no ten­gan cobertura por desempleo ni dispongan de otros ingresos. De la misma manera afectará a aquellas personas cuyas rentas, ya provengan de salarios, subsidios o pensiones públicas, sean inferiores a la cuantía de Renta Básica prevista en este texto, com­­plementando los mismos hasta alcanzar la cuantía establecida para la Renta Bá­sica. En la segunda fase, se regulará la ex­tensión de la Renta Básica como derecho universal, integrando pues al resto de per­so­nas" (Disposición Adicional Primera de la ILP). Sus proponentes declaran que esta medida es diferente de las figuras de ingresos mínimos ya aplicadas en diferentes países, pero ¿cuál es la diferencia entre estas medidas ya existentes y la primera fase pro­puesta por la ILP? Cabe suponer que la diferencia fundamental reside en la vocación de permanencia y universalidad de la Renta Bá­sica, frente a la vocación coyuntural y mi­noritaria de las actuales políticas de rentas mínimas. En efecto, en una sociedad que tra­te de integrar a todas las personas en el empleo de calidad, así como de establecer servicios públicos de cobertura universal, prestaciones y oferta democrática de bienes públicos (infraestructuras, recursos sociales y culturales, entre otros), se trataría de conseguir que las personas necesitadas de asistencia adicional a esos sistemas consti­tu­yeran un mínimo porcentaje de la población.

De hecho, uno de los pilares esenciales de un estado de bienestar inclusivo es la inserción continuada en el empleo de calidad de todas las personas. Así, las transferencias monetarias públicas destinadas a personas en edad de trabajar tendrían (tienen) un carácter mayoritario de sustitución de rentas en caso de desempleo o incapacidad laboral (sistema contributivo). Este sistema contributivo debe ir necesariamente acompañado de una red de seguridad para las escasas personas que queden fuera. Aún en un sistema de bienestar generalizado habrá personas en edad de trabajar que necesiten recurrir a las medidas asistenciales, entre las que es muy importante el establecimiento de un ingreso mínimo, pero serán muchas menos y por menos tiempo. Precisamente la cobertura generalizada del sistema contributivo es la primera condición para la lucha contra la economía sumergida y, por consiguiente, para la propia construcción del estado de bienestar.

La propuesta de Renta Básica, por el contrario, se presenta como todo lo contrario a los sistemas de bienestar concebidos generalmente hasta ahora (ortodoxos): sería una prestación universal para todas las personas con el objetivo de cubrir sus necesidades básicas sin necesidad de trabajar.

Las personas que defienden la Renta Básica declaran que esta no es incompatible con un sistema generalizado de servicios públicos y prestaciones sociales. Sin embargo, las evidencias existentes apuntan a que el establecimiento de una renta incondicional e indefinida para todas las personas sin ingresos (primera fase que se propone en la ILP por la Renta Básica antes citada) no sería un paso favorable: en general todas las prestaciones para personas en edad de trabajar condicionadas a la insuficiencia de ingresos fomentan la economía sumergida, a menos que su incidencia cuantitativa sea mínima y su carácter muy coyuntural. Y, como hemos explicado, la economía sumergida es el mayor enemigo del estado del bienestar.

Por otro lado, desde una perspectiva de la política social inspirada por el principio "a cada cual según sus necesidades y de cada cual según sus posibilidades", parecería lógico situar en el primer nivel de prioridades la extensión del sistema de servicios públicos y de prestaciones para atender las necesidades urgentes hoy desatendidas. Ello no solamente no potenciaría la economía sumergida sino que sería una fuente de empleos para las personas sanas y en edad de trabajar en todos esos servicios públicos, proporcionando ingresos a todas las personas que se emplearían en esos servicios. Como consecuencia, se potenciaría el consumo privado y aumentarían los ingresos públicos por cotizaciones e impuestos pagados en base al aumento de la actividad económica pública y privada.

Contra este modelo, que no es más que el de la profundización, ampliación y perfeccionamiento de los sistemas de bienestar surgidos en el siglo XX, se sitúan tanto las propuestas de la Nueva Política Social del Banco Mundial (y en particular las Transferencias Monetarias Condicionadas) como las propuestas de la Renta Básica Universal. La primera característica común a estas dos propuestas es la de que ambas consisten en otorgar subsidios a una parte importante de la población. La segunda característica común a estas dos propuestas es que se sitúan como propuestas alternativas a los sistemas actuales.

En resumen, es evidente que ninguna persona debe permanecer sin ingresos suficientes para tener sus necesidades básicas cubiertas, y sobre este particular existe un consenso general entre todas las propuestas que se sitúan en la perspectiva de la equidad social y de género. La diferencia surge cuando se trata de discernir el alcance de las medidas, su carácter coyuntural o estructural, y el modelo de política social que hay detrás de cada una de ellas.

La cuestión definitiva: ¿qué modelo de sociedad deben perseguir las políticas públicas?

La conclusión principal del análisis expuesto es que la construcción del estado del bienestar no ofrece atajos. Aunque los actuales sistemas de protección social sean imperfectos y estén seriamente amenazados por la ofensiva neoliberal, su profundización y perfeccionamiento es la única vía para llegar a proteger a las personas según sus necesidades y para aprovechar todas las capacidades, sin sesgos de género y sin efectos perjudiciales para la economía. Cuando este estado del bienestar no existe, surgen ideas 'imaginativas' que parecen atajos y a veces tienen apariencia de más justas, pero que si se contemplan en profundidad pueden revelarse como obstáculos.

Es importante también señalar que, ya sea por la inexistencia o debilidad de los sistemas fiscales vigentes o por las regulaciones relativas a la familia que contienen, o por ambos extremos conjuntamente, el caso es que los sistemas fiscales están plagados de sesgos que reflejan y refuerzan la concepción de las mujeres como responsables del cuidado, limitadas al marco familiar y fuera del sistema de derechos laborales y sociales, así como la de que los hombres son ajenos e incapaces para todo lo doméstico.

Evidentemente, hay que reconocer que esta realidad es intolerable; así que la cuestión pertinente es: ¿pueden incluirse todas esas personas (mujeres) en este sistema general de derechos? La respuesta nos la ofrecen los países nórdicos, donde la figura del 'ama de casa' es residual. En estos países la inmensa mayoría de las personas están incluidas en la economía formal durante toda su vida, con derechos laborales completos y generando impuestos y cotizaciones sociales para ellas y para toda la sociedad. En suma, la forma de otorgar los mismos derechos a las mujeres ha sido permitirles salir de la economía doméstica sumergida. Todos los demás intentos de conceder derechos a las amas de casa han fracasado: esos derechos nunca han sido equiparables a los que se adquieren en la economía regular.

La inclusión de todas las personas en la economía formal es la mejor vía para el desarrollo económico sostenible, como ilustran los países nórdicos y en especial el caso de Suecia. Este país pasó de ser un país muy pobre en el siglo XIX a contarse entre los más ricos del mundo y, sobre todo, con mejor nivel de vida para toda la población. El milagro no puede explicarse por una dotación especial de recursos naturales. Sin embargo, los elementos que jugaron un papel decisivo fueron 1) la apuesta por el pacifismo desde 1814, después de 200 años de guerra continuada; y 2) los cambios estructurales en política social y económica. Muchos estudios destacan el papel decisivo que jugó la incorporación extensiva de las mujeres al empleo, contradiciendo la percepción incorrecta (y generalizada) de las mujeres como fuerza de trabajo que compite con los hombres: el gran salto económico de Suecia se apoya precisamente en esa incorporación como motor de la economía, en cuanto que estimula la demanda interna y crea empleos; en definitiva saca a la luz todo el sector del trabajo doméstico y de cuidados, antes sumergido.

Aunque los países nórdicos tienen muchas asignaturas pendientes, proporcionan una prueba palpable de que la desigualdad de gé­nero no solamente causa sufrimiento a las personas sino que impide un desarrollo so­­cial y económicamente sostenible. De he­cho, los países nórdicos siguen siendo los más competitivos y los que están siendo menos afectados por las crisis económica y demográfica. La igualdad es perfectamente viable y beneficiosa económicamente.

Esta visión integradora es la que han defendido los movimientos feministas que han conseguido cambios substanciales a lo largo de la historia: luchar por la extensión a las mujeres en pie de igualdad de los derechos ya conquistados, como el voto, los derechos civiles, el derecho al propio cuerpo y a la integridad personal, a una vida libre de violencia…

Profundizando por esa vía, estamos en el momento de abordar los derechos sociales y económicos, acercándonos al núcleo duro de la división sexual del trabajo. Se trata, simplemente, de eliminar todas las regulaciones que favorecen la familia tipo sustentador masculino/esposa dependiente, para conceder a todas las personas los mismos derechos y deberes a todos los niveles, tanto familiares como laborales y sociales. Con otras palabras, se trata simplemente de poner las políticas públicas al servicio de una sociedad compuesta por personas sustentadoras/cuidadoras en igualdad.

Notas

1. En España, por ejemplo, ver el Barómetro del CIS de Septiembre de 2010, pregunta 23: un 67% de la población declara que esta es su forma ideal de familia, frente a un 15% que prefiere la familia de un solo sustentador.

2. Ver el Capítulo II del libro Desiguales por Ley de la autora de este artículo.

3. Esta es la tendencia general en los sistemas 'ortodoxos'. Sin embargo, curiosamente, los organismos internacionales están aus­piciando nuevas políticas que sí están dirigidas explícitamente a las madres de los países subdesarrollados; el ejemplo más im­portante es el ya citado de las Trans­ferencias Monetarias Condicionadas, que analizaremos más adelante.

4. Para más desarrollo, además del libro Desiguales por Ley, ver Pazos Morán, María (2011): "Roles de Género y Políticas Públicas", en Revista Sociología del trabajo Nº 73.

5. Para más explicación y referencias bibliográficas, ver el apartado del mismo título en el Capítulo II del libro Desiguales por Ley de la autora.

6. Informe del Banco Mundial (2009): Transferencias monetarias condicionada

7. Para una explicación más general y referencias, ver la entrada de Wikipedia: http://es.wikipedia.org/wiki/Renta_b%C3%A1sica_universal

8. En la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) presentada por el autodenominado "Movimiento Contra el Paro y la Pre­cariedad. Por una Renta Básica Ya" se propone la implantación de la RB en dos fases