Trasversales
José Enrique Martínez Lapuente

Cataluña, hora cero. De la Mancomunidad a la Consulta (1914-2014)

Revista Trasversales número 33, octubre 2014 - enero 2015

Textos del autor
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Para ti, David. Escrito en la mañana de tu aniversario. Con el deseo de que tu tiempo por venir sea mucho mejor que el tiempo que ahora nos desvive


«[...] leo un artículo de Menéndez Pidal sobre los proyectos de estatutos autonómicos. Su criterio es unitario e historicista. Teme la dispersión. Argumenta con que Cataluña y Galicia nunca han sido independientes. Cita, en el modo de las revistas técnicas, lo que ‘ha notado A. Castro’. Este A. es Américo. El artículo me parece embarullado, porque no va a la raíz de la cuestión, que es como debe atacarla un político: la existencia real (por mucho que contradiga a la historia) de una voluntad secesionista en varias regiones. Y esto no se resuelve con textos de Estrabón.»

Manuel Azaña, Memorias políticas y de guerra Tomo I, Editorial Crítica, Barcelona, 2ª Ed., 1978.

Pocos, muy pocos escritores españoles, que unieran además una firme vocación política a su práctica intelectual, han formulado con tamaño acierto uno de los problemas que desde hace mucho, mucho tiempo, atenazan el porvenir de este país al que, todavía hoy, seguimos llamando España. Porque, como muy bien señala la observación del que fuera presidente de la Segunda República Española, la «raíz de la cuestión» con relación a determinadas nacionalidades que integran el territorio «español» no es otra, en efecto, que «la existencia real [...] de una voluntad secesionista». Esa voluntad, en Cataluña, hoy es real, existe más allá del poderoso aparato de agitación y propaganda desplegado por el gobierno de Convergència i Unió (CiU) y secundado por la oposición que lidera Esquerra Republicana de Catalunya (ERC), seguida muy de cerca por Iniciativa per Catalunya Verds – Esquerra Unida i Alternativa (ICV-EUiA) y por esa otra formación de nuevo cuño llamada Candidatura d’Unitat Popular (CUP). Ese aparato de propaganda ejerce una presión continua sobre la ciudadanía, es cierto; sin embargo, y por sí misma, esa campaña de agitprop no explica el sentimiento de repudio que se ha extendido, como una mancha de aceite y a lo largo de años, entre amplias capas de la población catalana; principalmente entre la pequeña burguesía rural y urbana, pero también entre las clases trabajadoras, y, sobre todo, entre la alta burguesía, cuyos intereses residen más bien en paraísos fiscales y en sociedades multinacionales, con las cuales operan en el concierto global de la moderna sociedad posindustrial, que en un marco español, cuya existencia es percibida como un obstáculo para su plena expansión.

Este sentimiento de repudio parte de un malentendido: la reforma del Estatuto, em­prendida por el gobierno de Pasqual Mara­gall en 2004, aprobado en las Cortes Ge­nerales, refrendado por una mayoría cualificada de catalanes y rechazado finalmente en su parte más sustantiva por el Tribunal Constitucional en 2010, convirtiéndolo así en papel mojado. Malen­tendido, sí, porque la «mala interpretación» que del texto hizo la mayoría de dicho tribunal cerró el camino a toda negociación ulterior. De ahí, de ese rechazo, brotó la chispa que hizo posible la manifestación multitudinaria del 10 de julio de ese mismo año. Manifestación de la que tuvo que salir por piernas el muy honorable president José Montilla, denostado por los sectores más montaraces del nacionalismo catalán.

Aquella reacción dio la medida de la frustración que dominó entonces el epicentro del tejido social independentista. Sin embargo, esa no fue, como ciertos sectores así la estimaron, una pataleta más de gentes que se sintieron humilladas y ofendidas por la negativa de Madrid a comprender e integrar un conjunto de reivindicaciones nacionales que, en otro contexto, habrían podido alcanzar un buen encaje en el seno de una reforma constitucional adecuada. Ya el lema de la manifestación, que reunió a casi un millón de ciudadanos, mostraba bien a las claras el sentido de la protesta: «Som una nació, nosaltres decidim.» Es decir, que a partir de ese momento, Cataluña se daba a sí misma la potestad de gobernarse como estimara más oportuno sin la aquiescencia de Madrid, símbolo de todos los reveses sufridos por el Principado a lo largo de su historia. Desde esa fecha, que algunos pretenden legendaria, hasta el momento en que escribo estas líneas, las relaciones entre Cataluña y el resto del Estado no han hecho otra cosa que agrietarse hasta conformar una brecha difícil de salvar. ¿Será posible, en el marco de la actual Constitución, que Cataluña logre una parte sustancial de sus objetivos? ¿Es el «derecho a decidir» la única fuente legítima de la que puede manar, por así decirlo y llegada la hora, la escisión unilateral del resto de los territorios que vertebran, aun con toda clase de tensiones y diferencias, la unidad del Estado? A responder éstas y otras preguntas quiero dedicar el presente trabajo con el ánimo de comprender, sin demasiados prejuicios, un asunto tan espinoso como éste y que tanto nos afecta ya a todos, nos importe o no la «cuestión nacional» catalana.

En esta tarea habrá que poner especial atención en distinguir las voces de sus ecos, como así lo señalara Machado en otro tiempo, para tratar de conectar con esa corriente centrífuga de la historia de Cataluña que trata de hallar su expresión y su camino, sin conseguirlo.


I

Una clase emprendedora, aunque decadente y tardía: la burguesía...


La primera piedra de la moderna nación catalana, la que adquiere una expresión más industriosa y dinámica, surge con la Mancomunidad, esa iniciativa de la burguesía liderada por Prat de la Riba y Francesc Cambó, los dos hombres más ca­racterizados de la Lliga Regionalista. Con ella, Cataluña arroja la semilla de lo que pretendía ser el primer núcleo de la necesaria autonomía que permitiera la expansión, sin tutela alguna, de su cultura, sociedad y economía. Los resultados de esta empresa no se hicieron esperar: gracias a su promulgación en abril de 1914, y a pesar de carecer de toda potestad legislativa, su Asamblea General, integrada por 96 representantes procedentes de las cuatro diputaciones, desarrolló una labor considerable en consejerías tales como Caminos y Puertos, Instrucción, Agricultura, Servicios Forestales, Sanidad, Obras hidráulicas, Ferrocarriles, etcétera. Por supuesto, el estallido de la Primera Guerra Mundial y la subsiguiente declaración de neutralidad por parte de España en el conflicto ayudaron, y mucho, a que Cataluña alcanzara tasas de beneficio económico inimaginables hasta ese momento. Una viva descripción del ambiente que se respiraba entonces nos la transmite Víctor Serge en sus, ya famosas, Memorias de un revolucionario: «Barce­lona estaba en fiesta, con las ramblas iluminadas en la noche, suntuosamente asoleadas en el día, llenas de pájaros y de mujeres. Aquí también corría el pacto de la guerra. Para los aliados, para los imperios centrales, las fábricas trabajaban a pleno rendimiento, las firmas nadaban en oro. Alegría de vivir en todos los rostros, en todos los escaparates, en los bancos, en los riñones. Era como para volverse loco.» [Víctor Serge, Memorias de un revolucionario, Ediciones El Caballito, México, Primera edición, 1973, p. 64. Traducción de Tomás Segovia.]

Sin embargo, por moderada que fuese tal iniciativa, y en verdad lo fue, la misma suscitó desde el principio toda suerte de reticencias y suspicacias en el centro. Esas reservas y sospechas tomaban por argumento el creciente temor de que, en ciertas manos, la Mancomunidad no sería sino el embrión de un nuevo Estado capaz de erosionar primero, y liquidar después, la «sagrada» unidad de España. Las tensiones alcanzaron tal punto de intensidad que, en 1924, el general Primo de Rivera, en carta dirigida a Alfonso Sala Argemí, hombre fuerte de Unión Monárquica Nacional en Cataluña, escribe, con relación a dicha institución catalana, las palabras siguientes: «[...] podría llegar un día a tener tal personalidad, autonomía e independencia que constituyera un pequeño Estado» [Man­comunidad de Cataluña, artículo registrado en Wikipedia]. Meses antes, el 12 de enero de ese mismo año, el dictador, para curarse en salud, ya había decretado la disolución de todas las diputaciones provinciales, excepto las forales, para responder satisfactoriamente a ese sentimiento de inseguridad y de zozobra que, de forma paulatina pero constante, se abría paso entre la casta más pudiente del poder representado por su gobierno.

No fue sino hasta el advenimiento de la Segunda República que esa burguesía, con la colaboración tácita o explícita de otras clases sociales, pudo retomar, aunque en otras condiciones, el sueño de construir una República Catalana que, independiente y soberana, pero en íntima alianza con el resto de los pueblos de España, pudiera emprender la aventura de su singladura. Sin embargo, y a despecho de sus «buenas intenciones», la realidad de la lucha de clases impuso la evidencia de que la burguesía catalana no podía, en modo alguno, resolver la «cuestión nacional» sin ahogar en sangre la revolución que crecía y tomaba cuerpo en su seno. Así pudieron comprobarlo todos aquellos trabajadores catalanes que, al enfrentar la reacción del golpe fascista del 18 de Julio de 1936, vieron cómo los principales próceres de esa burguesía ya habían huido previamente a Burgos o daban todo su apoyo a Franco desde el exilio. El caso paradigmático, el más acabado de todos ellos, lo constituye la malograda figura de Francesc Cambó, de tan triste y desgraciado recuerdo. No en vano, al analizar éstas y otras realidades de su tierra, Andrés Nin concluye en todos aquellos es­critos que abordan la emancipación nacional, que sólo el proletariado está en condiciones de resolver la cuestión catalana en el marco de una revolución de carácter socialista. Entre otras razones, porque la nueva realidad mundial revela la irrupción de otra clase, una clase que ya está madura para sustituir a las burguesías en la dirección de las principales naciones europeas y em­prender, consecuentemente, transformaciones políticas y sociales profundas.


... Frente a otra clase ascendente y combativa: la clase obrera


Así, un primer comentario crítico hacia el papel desarrollado por la burguesía catalana a lo largo de su historia pondrá de relieve su incapacidad para dar satisfacción a legítimas reivindicaciones obreras, prefiriendo el terrorismo patronal a la negociación directa con la fuerza central que por en­tonces las representa: la Confederación Na­­cional del Trabajo (CNT). Antes que ne­gociar, antes que integrar esas reivindicaciones en una estructura política más am­plia y representativa del nuevo tejido so­cial, antes que atender peticiones razonables, la burguesía catalana antepuso siempre la represión a cualquier género de en­tendimiento. Sólo la indomable combatividad de los trabajadores, el valor irreductible de muchos de sus líderes, el sacrificio heroico de cientos de militantes obreros, pudo doblar la cerviz de los patrones catalanes, los cuales, ante situaciones de desbordamiento social, recurrieron siempre a la fuerza bruta suministrada por el poder central, por ese Estado al que tanto decían aborrecer y rechazar. Antes que la revolución o el «caos» que la misma representa, el orden, el orden férreo, aunque éste sea impuesto por militares felones en franca rebeldía contra los más elementales principios democráticos.

En contraste con esta actitud, los trabajadores que sentían como propia la reclamación histórica del derecho a disponer libremente de su lengua y cultura, de sus tradiciones y costumbres, de sus propias leyes, hicieron suya la reivindicación nacional catalana en sus programas sociales y planteamientos de futuro. Pero a diferencia de esa burguesía parasitaria, exclusiva y excluyente, nunca, en ninguno de sus manifiestos o actos, enfrentaron a comunidades o pueblos entre sí por razones de lengua, de cultura o religión, de raza o de origen. El proletariado catalán, como el del resto de Europa, tenía muy presente la conocida sentencia de Marx: «El pueblo que oprime a otro forja sus propias cadenas.» La guerra, que sí existía, y que todavía persiste a pesar de las mistificaciones que nos suministran diariamente, era y es entre clases, no entre pueblos. Es necesario recordarlo una vez más, ahora que tanto nos hablan (y con razón) de la «volatilización» de la clase obrera (término obsoleto donde los haya, o así nos dicen), de su desaparición de la escena histórica.


II

Una larga transición... ¿hacia dónde?


No es preciso evocar in extenso cuanto supuso la larga noche del franquismo para los pueblos que integran el Estado español, y no sólo para Cataluña como algunos pretenden: terror y miseria, venganza, explotación despiadada y sin límite de la clase trabajadora, negación de cualquier diferencia por pequeña que fuese en materia de religión, lengua o cultura. De todo ello aún nos acordamos quienes vivimos bajo la infamia de aquellos años. Pero sí resulta obligatorio señalar que, durante esa longa noite de pedra, quienes más y mejor lucharon en pos de las proscritas libertades democráticas no fueron otros que los trabajadores, los cuales, desde su compromiso cristiano, socialista o comunista, enfrentaron, con gra­­ve riesgo de sus vidas, la acción expeditiva de la Brigada Político Social (BPS), los Consejos de Guerra de los tribunales militares o los juicios del Tribunal de Orden Público (TOP). Cuando en Cataluña nos hablan de la «larga marcha» hacia el nacionalismo democrático que encarnó cierto caudillo en sus combates contra la dictadura, habrá que subrayar que esa «larga marcha» fue bien corta: el tiempo justo y la acción justa para capitalizar primero y rentabilizar después (en moneda contante y sonante) las plusvalías de una controlada y bien calculada «clandestinidad» antifranquista. Me refiero, claro está, a esa figura tan peculiar que durante tanto tiempo nos ha gobernado: Jordi Pujol i Soley, auténtico virrey del Principado.

La fuerza política que este personaje representaba no era otra que la encargada de pactar una «tranquila transición» en Cataluña hacia la «democracia»; una democracia vigilada, constreñida, demediada. Convergència i Unió (CiU), que a diferencia del Partido Nacionalista Vasco (PNV) sí dio su apoyo a la Constitución Es­pañola de 1978, ahora denuncia ese pacto como insuficiente, inoperante y abusivo. Esa carta magna no da respuesta satisfactoria -así nos lo aseguran- al ansia emprendedora de Cataluña en el nuevo orden global, al impedir, mediante toda clase de medidas restrictivas y subterfugios jurídicos, su libre crecimiento y desarrollo. Se impone, pues, de acuerdo con las líneas maestras de este análisis, una nueva voluntad política: la voluntad de una mayoría de catalanes que, democráticamente y de forma pacífica, quiere separarse del resto de España para crear un Estado propio. Sólo así, conformando un nuevo instrumento plenamente soberano, podrá Cata­luña pagar su parte alícuota de una deuda fabulosa e ingresar, con todos los honores, en el club de socios privilegiados que rigen los destinos de la Tierra. Para ello, sólo es preciso realizar una consulta, la consulta, entre los ciudadanos del Principado. El guión, pues, no puede ser más sencillo: una elección democrática, limpia y sin doblez alguna, podrá despejar la incógnita de este conflicto que -manifiesto unas veces, larvado otras- dura ya demasiado tiempo.

El argumento, como puede comprobarse, parece perfectamente lógico. Sin embargo, tal vez tenga un defecto: quizá sea demasiado lógico. Y a veces lo demasiado lógico asusta. Y con razón. Porque esconde otras lógicas que no se ven, pero que existen. Así, siguiendo el hilo de este razonamiento, llegamos al ovillo de las muchas preguntas e inquietudes que se abren paso en el alma atribulada de tanta ciudadanía que no sabe todavía qué partido tomar ni qué camino escoger. Porque somos muchos los catalanes que no acabamos de ver claro qué está sucediendo en realidad en este imbroglio que, ¡oh, casualidad!, se plan­tea cuando el Estado español arrastra una deuda inconfesable de más de un billón de euros, cuando miles de jóvenes se ven forzados a emigrar hacia Europa o América en busca de una oportunidad de trabajo, cuando el paro asciende a unos seis millones de trabajadores y cuando, para completar la guinda de este desaguisado, pensiones, sanidad, educación, vivienda, medio ambiente, subsidios y otras muchas conquistas propias del magro estado de bienestar, sufren recortes o son suprimidas sin contemplación alguna y prescribiendo, frente al díscolo que protesta o se indigna, una aumentada dosis de jarabe de palo.

Naturalmente, esa burguesía liderada por CiU y secundada por ERC, pone mucho cuidado en desmarcarse de su responsabilidad en tal estado de cosas. «Si las cosas van mal... ¡siempre nos quedará Madrid como chivo expiatorio!», cuchichea, invariablemente, entre bambalinas. Nos asegura, en cambio, que, una vez emancipada del yugo español, Cataluña conquistará muy pronto cotas de bienestar que nos situarán entre los países más desarrollados y prósperos del planeta. Que, libres al fin de la corrupción- tan presente en todas las instancias de la pervertida Administración central- el Principado podrá entregarse sin freno alguno a la construcción de una nación que será, qué duda cabe, la admiración de toda Europa... o mejor aún: ¡la envidia del mundo! Así pues, para este nacionalismo de raíz mesiánica, ha llegado el momento decisivo, la hora cero: ese instante en que su singularidad se comprime hasta el punto del vacío, del vacío absoluto, y del que brotará el big bang de un tiempo nuevo: el tiempo del futuro. Que, como ya es obvio en estos casos, no puede ser sino rutilante en todas y cada una de sus ondas gravitacionales.

Muy poco patriota será todo aquel que cuestione el tono optimista de este mensaje, porque la izquierda realmente existente, esa que se reúne alrededor de ICV-EUiA o de la autogestionaria CUP, están por la labor de dar contenido de clase a este programa que me recuerda (¿por qué será?) al firmado en su tiempo por Mao Tsé-tung con el Kuomintang, es decir, con la burguesía nacionalista china.

Consecuente con sus planteamientos, esa izquierda que está por el derecho a decidir, no olvida denunciar, aunque con sordina, la tela de araña de la corrupción de CiU y su práctica continua de un latrocinio constante. Por supuesto. Sin embargo, se abstiene muy mucho de activar campañas decisivas de agitación y enfrentamiento directo contra los recortes más drásticos que se han dado en toda España y cuyo escenario no ha sido otro que el de Cataluña; de detallar, sin cortapisas y hasta la ruptura si es preciso, la cleptomanía estructural del sistema ideado por CiU, PSC y PP; de señalar, precisamente, que sólo la lucha conjunta de todos los pueblos del Estado español podrá liberar las energías que aspiran a realizarse en Cataluña, y que esa lucha sólo podrá culminar con éxito en el marco de la Tercera República.

Así pues, y habida cuenta de las responsabilidades penales que los representantes políticos de esa burguesía han contraído en el ejercicio de su poder, la voluntad secesionista que señalara Azaña en sus memorias sólo puede legitimarse en el marco de un clima de violencia desatada contra una región o nacionalidad cuando ve negados, manu militari, sus derechos democráticos. Y éste no es, en absoluto, el cuadro de la presente situación en Cataluña.

No existe, no puede existir, pues, un derecho de autodeterminación al margen de las demás nacionalidades y regiones del Estado. Y es una medida peligrosa dejar en manos de la burguesía la dirección de un proceso de estas características, pues el mismo, en dichas manos, cambia la naturaleza de su objeto (1), y sólo puede terminar con graves enfrentamientos entre las oligarquías española y catalana. Se presiente, se adivina en el horizonte quiénes pagaremos los platos rotos de esta malhadada aventura: los trabajadores de toda clase y condición, los ciudadanos de a pie, como siempre... desde que la burguesía es burguesía y ordena y dirige el mundo de acuerdo con sus intereses de clase.


III ¿Es posible otra vía?


Pronto, muy pronto veremos el desenlace de la «vía catalana» hacia la emancipación nacional que promueven, contra natura, diferentes entre sí cuando no opuestos, los actores políticos de esta escena. De momento, todo parece indicar que sin acuerdos ni diálogo con el resto de pueblos y regiones del Estado, el proceso parece condenado al fracaso. Sin embargo, de esta frustración puede surgir una nueva oportunidad para tratar de acotar primero, y plantear del modo más adecuado después, los verdaderos problemas de Cataluña en el marco de un nuevo régimen y una nueva constitución que armonicen y resuelvan las muchas diferencias en liza.

Es evidente que la situación actual, con un Partido Popular enrocado en posiciones nacionalistas propias del más rancio españolismo, y un Partido Socialista anclado en vagas propuestas federales, el régimen actual, presidido por la monarquía y aquejado gravemente de credibilidad, es incapaz de articular un plan que dé impulso y consistencia a un programa regeneracionista. Esta institución, presidida por Felipe VI tras los muchos escándalos y corruptelas habidos en su seno, ya no cuenta con la confianza de los ciudadanos. El nuevo monarca ha perdido una gran oportunidad al no encarar con decisión un referéndum que dirimiera, de una vez por todas, la forma del Estado: ¿Monarquía o Repú­blica? Ésta es la cuestión, nada hamletiana, que se plantea en un contexto de bloqueo. Bloqueo que no permite concertar soluciones viables. Al parecer, nadie quiere arriesgarse a presentar seriamente una oferta que, participada de forma transversal por muy distintas fuerzas políticas, podría generar una ola de entusiasmo y abrir nuevas e inéditas perspectivas de futuro.

Así desplegada, la oferta de la República como nueva forma que adoptaría el Estado podría servir, entre otros fines, para despejar la incógnita de las crecientes tensiones centrífugas de los distintos nacionalismos peninsulares. Vascos, catalanes y gallegos, entre otros, podrían lograr su reconocimiento como naciones de pleno derecho en este nuevo marco de convivencia. Con una estructura propia, soberana, legislativamente independiente en todos los ámbitos exclusivos de su competencia, sólo pon­drían en común todas aquellas leyes federales que, al adquirir un carácter universal, serían de rango superiror y de obligado cumplimiento para todos. Una sola restricción quedaría fuera de toda negociación en curso: la unidad del Estado. Esa unidad, amparada por el derecho a manifestar e integrar en la misma cualquier diferencia legítima, sería la garantía de una paz duradera basada en el respeto mutuo.

La propuesta, claro está, no es nueva, y contra la misma se alzarán voces interesadas en mantener a toda costa el actual statu quo. Así, caudillos de derechas y de izquierdas, caciques, príncipes de la Iglesia, prebostes... toda la maquinaria del sistema se pondrá en marcha hasta lograr su máximo rendimiento y tratar de detener lo que viven como un peligro para sus muchos privilegios. Mas, a pesar de su nada despreciable poder, de la rampante represión que ya despliegan, de sus admoniciones y amenazas, no podrán diluir la marea ciudadana que se avecina. Porque España, y con ella el resto de Europa, la Europa que sufre en sus carnes las inclemencias de una política predadora y salvaje, propia de épocas que creíamos definitivamente superadas, opondrán una creciente y activa resistencia. Quizá no consigamos todo cuanto queremos... Pero al menos sí podremos detener los planes más inquietantes de un futuro nada halagüeño.

En esta tarea, las fuerzas que se reclaman de diversas tradiciones de izquierda, habrán de confluir y saber agregar otras muchas formaciones que, no participando de su cultura, de su cosmovisión, sí están interesadas en forjar un cambio histórico. Esas otras fuerzas necesarias no podrán ser las del nacionalismo, sea éste catalán, español o francés. Tanto da su carta de origen. Porque eso que aún llamamos izquierda podrá defender, y debe hacerlo, derechos democráticos inalienables, como son los de nacionalidades y regiones con estructura propia, autónoma, pero no puede confundirse con objetivos parciales, transitorios, que cuestionan la raíz misma de su proyecto universal, de neta raíz internacionalista. En esta historia de los nacionalismos ha habido, y hay todavía, mucho oportunismo. Aquí hay quien ocupa y defiende un espacio de izquierda para desviar un discurso de emancipación social y convertirlo en otro, muy distinto, de emancipación nacional. Hay quien, interesadamente, pierde su independencia de clase para enfeudarse en los proyectos de otra clase con la que nada tiene en común. Los beneficiarios de esta política no son otros que determinados líderes y jefecillos políticos o sindicales, periodistas, funcionarios, escritores, intelectuales... que reciben con agrado las migajas que les arrojan del mantel. Son, antes que cualquier otra cosa, patriotas en el peor sentido del término. Conforman, lo quieran aceptar o no, la nueva casta o nomenklatura del ansiado Estado corporativo. Allá ellos con su sueldo, su pesebre y su poltrona. No son de los nuestros. Han pervertido, hasta hacerla irreconocible, la herencia de una tradición heroica.

Todo ello, sin embargo, con ser muy grave, no debe desanimarnos en la lucha intransigente por las legítimas reclamaciones del trabajo, en la tarea de reivindicar una carta universal de derechos y deberes ciudadanos, en la consecución de una sociedad que deje atrás la mucha barbarie que nos habita y que no evitamos. Entre otras razones porque es, contra todo pronóstico, la última y la única alternativa practicable para el futuro de la humanidad.

En su novela Les caves du Vatican decía André Gide, haciendo suya la cita de Georges Palante: «Pour ma part, mon choix est fait. J’ai opté pour l’athéisme social.» Lo cual, y quizás entre otras cosas, quiera decir lo siguiente: Si nada está escrito, nada debo esperar del futuro; sólo aquello que mi esfuerzo reúna en el transcurso de una existencia que no he podido elegir, que me ha sido dada por el deseo de Otro, a quien no conozco, y cuyo nombre no puedo pronunciar, pero del cual he recibido una herramienta precisa, imprescindible y hermosa, para tratar de vislumbrar ciertas lí­neas del porvenir que me aguarda: la palabra edificante, la palabra que escucha en el silencio de su propia soledad, y que trata de mejorar todo cuanto la vida me ha dado.


Barcelona, 5 de septiembre de 2014


Nota

1. La naturaleza de su objeto no sería otra que la de convertir en dinero todo pálpito humano. Mediante esta expresión trato de caracterizar el auténtico propósito que mueve los intereses de la oligarquía catalana, el de esas 400 familias que necesitan, para proseguir su crecimiento y expansión, controlar los flujos financieros y la suerte, en todos los órdenes de la vida, del Principado, a saber: el deseo de construir un nuevo Estado para, desde el mismo, implementar una política neoliberal particularmente agresiva con el mundo del trabajo y poder desarrolar, con la menor resistencia posible, la privatización de todo tipo de servicios. Cataluña sería, entonces, un gran casino, un parque temático donde el modelo Barcelona de explotación del territorio se extendería a todas sus comarcas y provincias; una plataforma desde la cual operarían toda clase de multinacionales con cargas impositivas ridículas; un paraíso fiscal donde albergar y proteger dinero negro procedente de todo el mundo. Y todo ello en el marco de una «nueva sociedad» donde muchos serían los llamados, pero muy pocos los escogidos para repartirse el suculento pastel patriótico. ¿Alguien da más? No parece que las izquierdas se hayan percatado de lo que aquí, en verdad, se está cociendo, toda vez que apoyan un impracticable derecho a decidir que, de aplicarse unilateralmente, sin regulación ni acuerdos, nos abocaría a escenarios de enfrentamiento civil y a un conflicto de consecuencias imprevisibles.


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