Trasversales
José M. Roca

El discurso económico del Gobierno

Revista Trasversales número 33, noviembre 2014 web

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El discurso económico del Gobierno gira alrededor de cinco ejes temáticos.

El primero es la herencia recibida; el pesado legado de Zapatero. El segundo es la necesaria subordinación a los criterios del Fondo Monetario Internacional, la Comisión y el Banco Central europeos. El tercer eje es la actuación moralista y justiciera del Gobierno, que castiga a los ciudadanos por haber vivido por encima de sus posibilidades. El cuarto eje es la justificación preventiva del destrozo: si no se hubieran aplicado las medidas de austeridad, aún estaríamos peor. Y el quinto, y último en el tiempo, es la justificación positiva del destrozo: lo peor ya ha pasado, estamos saliendo de la crisis.

La herencia recibida es el argumento de más peso utilizado en descargo de las selectivas medidas de austeridad aplicadas; la letanía a la que el Gobierno no renuncia ni va a renunciar, pues la utilizó al principio de la legislatura y la mantendrá hasta el final, ya que es absolutamente necesaria para trasladar al adversario su responsabilidad en devolver el país a niveles de producción, consumo, renta y bienestar de hace dos décadas.

El retroceso de España respecto a los países más desarrollados de Europa reflejado en las listas que comparan el crecimiento económico en términos de PIB, salarios, empleo, productividad, educación, investigación y desarrollo, renta familiar y oportunidades para los jóvenes, o las que comparan igualdad, calidad de vida y asistencia pública, será exhibido como una de las negativas consecuencias del mandato de Zapatero, que el Gobierno de Rajoy ha tratado de paliar, aunque con un resultado moderado.

La reiterada excusa de la herencia recibida pretende hacer olvidar a los sufridos ciudadanos que esa herencia viene fijada por la reforma del artículo 135 de la Constitución, que prescribe la devolución de la deuda externa como prioridad del Gobierno por encima de necesidades más apremiantes del país. Y que dicha reforma era una petición de Rajoy, que Zapatero aceptó presionado por la “troika”. Así que la públicamente denostada herencia se buscó con ganas y se asumió con gusto, porque permitía aplicar con urgencia y extrema dureza el programa máximo (y secreto) del Partido Popular.

El argumento de la subordinación a las disposiciones de la Unión Europea es contradictorio con la coletilla que repite Rajoy de que España es un gran país, aunque es tan obediente que parece pequeño, pero es complementario con el anterior para señalar el estrecho margen de maniobra que el Gobierno de España tiene para actuar, pues no ha podido hacer lo que quería, sino lo que le han dictado sus socios de la Unión Europea y el FMI. Y, en un ejercicio de responsabilidad y valentía, el Gobierno ha reconocido la cruda realidad y ha hecho lo que tenía que hacer.

Las selectivas medidas de austeridad, además de necesarias, son moralmente justas. Rajoy asume el cínico discurso de Merkel sobre el excesivo gasto de los alegres países del sur (con ayuda financiera de bancos alemanes) y atribuye el origen de la crisis al dispendio de los ciudadanos, que han vivido por encima de sus rentas recurriendo al crédito. Por tanto, tienen lo que merecen, por haber gastado más dinero del que poseían.

El moralismo barato de Rajoy tiene como reverso el despilfarro público de los lugares donde el Partido Popular gobierna y ha gobernado desde hace lustros, unido a la corrupción, que no ha cesado durante los años de crisis, incluyendo la evasión de capital de algunos de sus dirigentes y los ingresos irregulares percibidos por altos cargos del Partido y del Gobierno, incluyendo los del propio Rajoy, que aumentaron el 27% en plena crisis, mientras acusaba a Zapatero de mala gestión.

El cuarto eje del discurso gubernamental es la justificación preventiva para mostrar como aceptable el desastroso resultado obtenido hasta la fecha, pues, de no haber aplicado las medidas de austeridad -se arguye-, la situación aún sería peor. Pero, recurrir a lo que no se conoce ni se puede conocer es una suposición carente de base racional, ya que el Gobierno no se ha tomado la molestia de apoyarla con algún estudio sobre tendencias que apunten en tal sentido. Se afirma y punto, y a tragar con otro dogma.

El último eje formulado en el tiempo alude a la satisfacción por el trabajo bien realizado. Las medidas aplicadas han sido duras, pero el resultado es bueno porque España está saliendo de la recesión; lo peor ha quedado atrás; no hay ilusorios brotes verdes como en la etapa de Zapatero, sino un crecimiento con raíces sólidas. Por lo cual, cabe colegir que las decisiones adoptadas eran dolorosas pero necesarias. El Gobierno ha hecho lo que tenía que hacer y el resultado es positivo.

Así se cierra un discurso circular: como no había otra manera de salir de la recesión que no contuviera esos selectivos sacrificios, los resultados tienen que necesariamente positivos. Una vez que ha asumido la consigna de que no hay alternativa, el Gobierno sostiene que las actitudes más adecuadas ante una situación que exige imaginación y audacia, son la obediencia y el conformismo.

Es este un discurso falsamente optimista, destinado a elevar la moral en las propias filas, a preparar el terreno ante las próximas citas con las urnas y a propagar la buena nueva de la recuperación económica en los mercados; un discurso que, leyendo sólo el ligero crecimiento en algunos segmentos de la economía, incluye afirmaciones tan postineras como que España es el asombro del mundo y la locomotora de Europa.

Pero es un optimismo infundado. La situación no se endereza porque, gracias a las ayudas del Estado, grandes empresas mejoren sus resultados y los bancos hayan saneado sus cuentas, aunque el crédito siga prácticamente congelado.

Después de haber superado a peor las cifras de Zapatero (más deuda, más paro, menos inversión, menos producción, menos consumo, menos crédito), el crecimiento es lento, raquítico y selectivo, pues no alcanza a todos los sectores de la economía y mucho menos ha llegado a la sociedad: el paro está en el 25% de la población activa; entre los jóvenes es del 53% y en los licenciados triplica la tasa media de la OCDE; el empleo nuevo es precario, temporal y mal pagado, con salarios de hambre (trabajar y ser pobre); la mitad de los parados carece de subsidio, ha crecido el número de pobres y de marginados, rozamos la deflación y la sociedad se polariza a ojos vista, porque aumentan las diferencias entre las rentas más altas y las más bajas. Junto con Rumanía, España es el país de Europa donde, en menos tiempo, más ha crecido la desigualdad. A estas alturas va quedando muy claro que, para la mayoría de la población, gobernar es repartir dolor, como decía Ruíz Gallardón cuando todavía era ministro de Justicia, pero para otros es repartir beneficios.

Los pronósticos del FMI, la OCDE y la Comisión Europea no son buenos y aconsejan al Gobierno moderar sus expectativas para los próximos dos años. Añádase que algunos economistas admiten que quizá estemos a las puertas de la tercera recesión, lo cual sería terrible, porque en España aún no hemos superado las consecuencias de la primera.

La gente, que es quien importa, no percibe la cacareada recuperación, como muestran las encuestas sobre sus preocupaciones y sobre la confianza en la economía y en el futuro, en las que predomina el pesimismo, y como confirman los sondeos sobre preferencias políticas, en los que, un mes tras otro, el Partido Popular pierde apoyos y la confianza en Rajoy alcanza cotas grotescas, que ofenderían a un gobernante que se estimase representativo de los ciudadanos, que no es el caso.




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