Lois Valsa En los aledaños de la Gran Vía Revista Trasversales número 31, febrero 2014 Otros textos del autor en Trasversales Se hallaba en el cruce de San Onofre con Valverde y soplaba con fuerza la respiración de la Gran Vía. La agonizante dictadura franquista alumbraba y apagaba los hogares españoles con la misma atonía que en sus comienzos imperiales. Manuel Longares, Los ingenuos Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores, Barcelona, 2013
En ese terrible contexto de posguerra, esta novela nos narra la historia de una humilde familia compuesta por un matrimonio (Gregorio y Modesta) y sus dos hijos (Goyo y Modes) que habitan en una gélida portería de la calle Infantas, es decir, en los aledaños de la famosa avenida. Lo hace en tres episodios: el primero ocurre a finales de los años cuarenta, o sea, en plena posguerra, en que el matrimonio despega; el segundo, hacia los años sesenta, momento en que los hijos del matrimonio inician su despegue vital; y el tercero trascurre en el mes de noviembre de 1975, días antes de que muera el invicto Caudillo sometido a un completo desguace de sus órganos y empapelado en continuos partes médicos. En aquella interminable posguerra española cuya sociedad mostraba, con su ejemplo en la Gran Vía, sus dos caras: la brillante y engalanada de la avenida principal llena de automóviles y carteles de cine, y la humilde y bulliciosa de sus callejas laterales sin boato ni brillo, pero en las que la vida seguía a pesar de todos los pesares. A través de unos seres exaltados por quimeras sin fundamento que se negaban a la desesperanza y de unas vidas donde la exaltación era la inseparable compañera del fracaso. Porque los personajes que se mueven en este pequeño gran universo de la Gran Vía madrileña comparten, como reza el título de la novela, una de las cualidades peor valoradas del ser humano, a pesar de ser una de las más nobles: la ingenuidad. Nos representan a unos seres que van por la vida desnudos de estrategias y que por ello les van zurrando la badana por todos los lados. La resistencia al franquismo, nos viene a decir el autor, no sólo se hizo en la culta Universidad o en las duras fábricas sino que también la hicieron estos pobres e ingenuos conspiradores enfilados a cada momento por los esbirros del régimen, unas pobres gentes (léase Dostoievski) que para poder colocarse en la vida necesitaban de una buena recomendación. En aquel Madrid de posguerra que recibía un aluvión de inmigrantes en busca de trabajo como estos aragoneses que instalaron su reunión sabatina en el Café Mañico, donde el dueño, Regino Bravo. animaba la tertulia con sus jotas. Así nos los presenta el autor: “Estos aragoneses y los que vivían en Madrid antes de la guerra no habían manejado armas ni delataron a nadie ni fueron denunciados durante el trienio bélico, por lo que ninguno alardeaba de héroe ni contaba batallitas en la tertulia del Mañico excepto el fantasmón de Chus Aranda”. çLa novela se mueve, sentimental y divertida, llena de ternura humor y humor, a golpe de jotas, entre la zarzuela dislocada, la farsa, el sainete y el esperpento. O como decía Nazario Cárdenas: “Al menor descuido la modernidad desvelaría su arcaísmo y el sainete, su ingrediente renovador”. Sobre todo como crónica de humor cual catarsis purificadora del ambiente mediocre y militarizado en el que crecen y se desarrollan estos personajes y también sus celosos controladores, incluido el peliculero militar Monterde. Toda preñada de ternura, de afecto con que el autor envuelve a sus queridos personajes, ya sea protegiéndolos porque les comprende en sus ideales y penurias o disculpándolos por su ingenuidad que también, a su manera, socava al régimen, pero siendo justo con los ingenuos: El ingenuo cree manejar las riendas del mundo y cuando le desarbolan los acontecimientos demanda justicia y otras palabras mayores para controlar la realidad que le traiciona. Para acabar concluyendo: “Mañana, igual que ayer”. Así se responde, al final del libro, convencida Modesta, la madre, como expresión última del desencanto de una simple ama de casa que, ante la cruda realidad circundante, se encierra en sus novelas sicalípticas y las vive como realidad. Longares borda, una vez más, los personajes populares. Por último, con la lectura de esta obra hemos tenido la oportunidad, el lujo diría yo, de disfrutar del lenguaje del autor, un lenguaje que nos muestra las verdaderas formas del decir popular, tanto en los refranes y en las frases como en la zarzuela y el sainete o en las esperpénticas escenas de la agonía del dictador. El autor no busca el costumbrismo ni menos la arqueología sino que lo que quiere es mostrarnos a esos personajes tal cual se “decían” en aquel momento. No hay que olvidar que Longares ha estado siempre con el oído presto, quizá nadie tan atento como él en la literatura española, en la que en gran parte por ello ocupa el alto lugar que ocupa, a las diferencias del “decir” de cada barrio de Madrid para transmitírselo al lector tal cual él lo ha vivido ya que el lector lo tiene que sentir y vivir como el narrador. Y así lo he sentido y vivido yo, encandilado y maravillado, dejándome llevar por su ritmo musical y su flujo festivo y jotero desde el comienzo hasta el final de la obra. ¡Estupenda expresión de literatura, y de vida, la que nos da en esta pequeña gran obra este singular autor! |