Trasversales
Luis García Montero

Pensar la Transición


Revista Trasversales número 29 junio 2013

Luis García Montero (Granada, 1958) es poeta y Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Granada. Este texto es el prólogo del libro La oxidada transición, de José Manuel Roca, publicado por La linterna sorda. Se reproduce en Trasversales con autorización de la editorial y de los autores del prólogo y del libro.



Meditar sobre el espíritu y la realidad de la Transición es un ejercicio político necesario en España. Hay muchos motivos para asumir esta meditación como una urgencia intelectual. La propia lógica de los padres e ideólogos de la Transición invita a ello. Si una transición debe ser concebida, según el sentido de palabra, como época de tránsito, un puente o un paso, la Transición española ha querido fijarse como modelo permanente de comportamiento, un valor en sí mismo que, más que cumplir su finalidad y acabar su trabajo, pretende convertirse en ejemplo. Incluso los defensores más ardientes de la Transición de los años 70 y 80 deberían aceptar que lo que fue útil en una época de debilidades y renuncias debe dejar de serlo en un momento histórico maduro. El único modo de justificar hoy la actualidad de su lógica supone aceptar su fracaso. La provisionalidad sólo es necesaria cuando no se ha llegado a la madurez política.

Volver a meditar hoy sobre la Transición es, además, importante por otros motivos. Existen muchos indicios para sospechar que algunas de las decisiones pactadas después de la muerte del dictador son la causa de la fragilidad democrática española (corrupción, descrédito institucional, desprecio de la política) y de la especial dureza de la crisis sufrida por la nación, con el desmantelamiento rápido de los servicios públicos y el sometimiento del Gobierno a los bancos y las élites económicas.

Propongo, en fin, un tercer argumento para meditar sobre la Transición: la derecha española ha aprovechado la difícil situación económica de los últimos años para darla por liquidada, es decir, para desentenderse de los modestos compromisos que había adquirido al integrarse en un Estado democrático de carácter social. Conviene, pues, conocer bien el terreno que se pisa. La reflexión sobre el pasado se hace pertinente a la hora de valorar las decisiones de futuro.

El profesor José Manuel Roca Vidal ha conseguido en La oxidada Transición, que será editado por La Linterna Sorda, una de las visiones más sugerentes sobre la época y sus consecuencias. Las estrategias y la correlación de fuerzas de aquel tiempo histórico dieron lugar a lo que él llama “una continuidad constituyente”, una expresión contradictoria que sirve con exactitud para comprender la paradoja del proceso. Agradezco que la contundencia de su análisis sobre una situación compleja no se resuelva -para alejarse del viejo cuento de hadas de la reconciliación- en la moda del insulto, explicándolo todo a base de negaciones completas y de palabras como traición, deslealtad o estafa. La historia no se escribe a golpe de traiciones. El error está sostenido a veces por la buena intención y a veces por el vértigo.

Muchos ciudadanos que lucharon en el movimiento obrero en defensa de la dignidad laboral y la libertad democrática, con años de clandestinidad, cárcel y tortura, tienen derecho a sentirse orgullosos de su trabajo y a considerar que su sacrificio fue útil. La puesta en duda de la Transición española, de sus deficiencias y su mala herencia, debe hacerse sin menoscabar en nada el valor de la lucha antifranquista.

La llamada Transición no puso en juego un debate real entre dictadura y democracia. Los poderes económicos tenían ya muy pocas dudas en 1975 de la conveniencia de un sistema democrático para extender sus negocios dentro de la lógica del capitalismo avanzado europeo. El verdadero debate se produjo entre los que aspiraban a la democracia como una herramienta útil para integrarse en este capitalismo avanzado y los que defendían una democracia de carácter social o una verdadera transformación de la realidad española. La amenaza golpista de la extrema derecha fue utilizada por las élites económicas para salirse con la suya e imponer una lógica de la renuncia. Pero conviene tener claro también que, sin la lucha antifranquista y la movilización obrera, las élites no hubiesen asumido el recorte de alguno de sus privilegios, ni algunos derechos cívicos incluidos en la Constitución de 1978.

En un país asolado por 40 años de opresión, miedo y falseamiento histórico, la izquierda no tuvo el peso social que exigía la ruptura. Hubo de contentarse con las libertades formales y con un desarrollo equidistante de los servicios sociales, tan alejado de la precariedad de la dictadura como de los niveles propios de las democracias europeas. En la Transición no sólo se pusieron las bases para que se perpetuara la oligarquía económica del franquismo. También se diseñó un eficaz control político e institucional para evitar cualquier desarrollo posterior hacia la izquierda. La Constitución española de 1978 está más destinada a pudrirse que a reformarse. Así lo demuestra ahora un Gobierno que actúa a golpe de decreto antisocial.

Esa fue la verdadera lógica de la llamada reconciliación. A la altura de 1975 ya tenía poco sentido llamar al diálogo entre la España republicana y la España golpista. Lo que se estableció fue un pacto entre las exigencias de una democracia social y el desarrollo libre de la economía capitalista. El resultado fue la conquista de las libertades a cambio de ceder el control político y financiero a una élite con modales prepotentes y ambiciones propias del franquismo. El rey simbolizó este proceso de “continuidad constituyente”.

José Manuel cita a Orwell. Aquellos que controlan el presente pueden controlar el pasado y aquellos que controlan el pasado llegan a controlar el futuro. Una de las estrategias inmediatas para consolidar esta dinámica falseada de la reconciliación se basó en las manipulaciones de la historia. Se repartió la responsabilidad de la guerra civil entre los dos bandos, como una riña de hermanos, y se decretó el olvido. La ley de amnistía, que algunos recibieron con aplausos porque parecía un acto de justicia para los represaliados del franquismo, significó en realidad una ley de punto final para evitar que los tribunales investigaran los crímenes de la dictadura. Ni verdad, ni justicia, ni reparación. Más bien mentiras, silencio y humillaciones para las víctimas del golpe de Estado de 1936, la guerra y la dictadura. La mentalidad del silencio, el no abrir las ventanas de la historia, el cambio de sentido de las palabras perdón y venganza, fueron recursos eficaces a la hora de justificar los mecanismos de perpetuación.

El libro del profesor Roca Vidal invita a que el descrédito de la Transición se transforme en una actitud reivindicativa de la política, la primavera de un nuevo tiempo. Nada es más útil para imaginar una respuesta a la crisis política y económica que poner en duda la legitimidad de la oligarquía financiera española. Ella pudo someter y desviar el sueño democrático. Contra ella debemos crear el tiempo nuevo. Recordemos, por ejemplo, que España es el único país de la OCDE en el que no ha habido un aumento real de los salarios desde hace más de 20 años.

Vázquez Montalbán escribió que la Transición tenía un aire nostálgico parecido al de los boleros que cantan lo que pudo ser y no fue. José Manuel prefiere caracterizar este tiempo con el aire negativo del tango que cuenta lo que no pudo ser y no fue. Pero es sólo para recuperar otro aire, el de los cantautores españoles de los años 60 y 70. Tiene que llover, debemos perder el miedo, atrevernos a que el viento nos de en la cara y buscar con los ojos un letrero que ponga libertad. Con tu puedo y con mi quiero, se hace camino al andar.




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