Trasversales
Rolando Astarita

Marxismo y monopolio

Revista Trasversales número 26 noviembre 2012 (web)

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Este texto recoge dos artículos de Rolando Astarita, Competencia “a lo Marx” y monopolio (publico a su vez en dos partes en el blog del autor) y El monopolio en el marxismo del siglo XX.

Competencia “a lo Marx” y monopolio


En varias ocasiones, en los “Comentarios” del blog, se ha tocado la cuestión de si es correcta la tesis de la preeminencia del monopolio en el capitalismo contemporáneo. La misma fue adelantada por Hilferding, Hobson, Bujarin y Lenin, a principios del siglo XX, y fue adoptada luego por la mayoría de la izquierda. Stalinistas, trotskistas, maoístas, guevaristas, socialdemócratas, nacionalistas de izquierda y radicales izquierdistas de las más diversas tendencias, parecen coincidir en que hacia finales del siglo XIX la concentración del capital habría llegado a un nivel tal que habría producido un cambio cualitativo del modo de producción capitalista: se habría pasado del capitalismo de la libre competencia, al capitalismo monopólico. Desde este enfoque, las explicaciones discurren siempre por los mismos carriles. ¿Por qué suben los precios en Argentina? Respuesta: porque los grupos monopólicos, formadores de precios, suben los precios a voluntad. ¿Por qué suben los precios de los alimentos a nivel mundial? Porque los grupos financieros monopolistas manipulan los mercados de futuros. ¿Por qué sube el petróleo? Porque las grandes empresas petroleras dominan el mercado y establecen los precios. Y así de seguido (aunque algunas preguntas jamás se formulan; por ejemplo, ¿por qué en Japón ha habido fuertes presiones deflacionarias en los últimos 15 años? ¿Acaso porque aquí los monopolios decidieron bajar los precios? Nadie parece preguntarse ni responder. Pero estos son “detalles”). En cualquier caso, el diagnóstico permanece idéntico. El problema es el dominio monopólico.

Debo decir que durante mucho tiempo compartí esta visión. Sin embargo, desde hace años, he cambiado mi postura, influenciado en buena medida por Anwar Shaikh, y otros autores, que han criticado la tesis del dominio monopólico. Esencialmente, sostengo que actualmente la competencia desempeña un rol por lo menos tan importante como en el siglo XIX, y que esto explica por qué las leyes que gobiernan la formación de los precios, presentadas por Marx en El Capital (y otros escritos), siguen siendo válidas. En particular, sigue vigente la ley del valor trabajo, la tendencia a la formación de una tasa media de ganancia y la idea de que los precios de producción son “centros” en torno a los cuales oscilan los precios de mercado. Pero cuando afirmo esto, es bastante común que se me acuse de adherir a la tesis neoclásica de la competencia perfecta. A fin de despejar esta objeción, y contribuir al debate, en esta nota presento la noción de competencia en Marx, su diferencia con las llamadas “competencia perfecta” y “competencia imperfecta”, y algunas consecuencias que se desprenden con respecto a la tesis del capitalismo monopólico.


Marx, ley del valor y competencia


El punto de partida de la crítica de Marx a la economía política burguesa es la ley del valor trabajo. El fundamento social de la ley es el fraccionamiento de los medios de producción entre muchos productores, independientes unos de los otros. Debido a la falta de coordinación ex ante entre estos productores, existe un nexo interno que los conecta, el mercado. En éste, por medio de los precios, se comparan en los hechos los tiempos de trabajo invertidos en la producción (esto es, se comparan productividades) y se “sancionan” los tiempos de trabajo privado en cuanto generadores, o no, de valor; en otras palabras, se distribuyen los tiempos de trabajo social. Es allí donde “la casualidad y el arbitrio llevan a cabo su enmarañado juego en la distribución de los productores de mercancías y de sus medios de producción entre los diversos ramos sociales del trabajo” (Marx, 1999, t. 1, p. 433).

Impera, por lo tanto, un mecanismo de distribución de los tiempos de trabajo, y división del trabajo, distinto al que impera al interior de una empresa. “La norma que se cumplía planificadamente y a priori en el caso de la división del trabajo dentro del taller, opera, cuando se trata de la división del trabajo dentro de la sociedad, solo a posteriori, como necesidad intrínseca, muda, que sólo es perceptible en el cambio barométrico de los precios del mercado y se impone violentamente a la desordenada arbitrariedad de los productores de mercancías”. (…) … la división social del trabajo contrapone a productores independientes de mercancías que no reconocen más autoridad que la competencia, la coerción que ejerce sobre ellos la presión de sus mutuos intereses, así como también en el reino animal la bellum omnium contra omnes (guerra de todos contra todos) mantiene, en mayor o menor medida, las condiciones de existencia de todas las especies” (idem, pp. 433-4). Una consecuencia de esto es que la economía no puede ser "manejada" o regulada a voluntad por los capitalistas (véase más abajo).

Necesariamente, para que los diversos valores “individuales” se nivelen “para formar un solo valor social”, o sea, el valor de mercado, “se requiere una competencia entre los productores de mercancías del mismo tipo, lo mismo que la existencia de un mercado en el cual se ofrezcan conjuntamente las mercancías” (Marx, 1999, t. 3, p. 228). La competencia opera entonces formando un único valor social en el mercado. Pero la competencia también opera a través del movimiento de los capitales; éstos no invierten en las ramas en que la rentabilidad es más baja (o intentan salir de ellas), e invierten en las ramas en que la rentabilidad es más alta. Por eso, las empresas están sometidas a una doble presión. Por un lado, sienten la competencia de las empresas ya instaladas en la rama; algunas tienen tecnología superior al promedio de la rama, otras inferior, etc., y de este choque se forman los valores sociales. Por otro lado, están sometidas a las presiones que derivan de la entrada de nuevos capitales a la rama (o a la amenaza de entrada); y de aquí se sigue la formación de una tasa media de ganancia, y de precios de producción. Observemos que en la medida en que el capital deviene más mundializado, esta presión se intensifica, tendencialmente.

Se da así un proceso por el cual permanentemente la oferta y la demanda hacen oscilar los precios por encima y por debajo de los precios de producción, a la vez que los precios de producción modifican la oferta y la demanda: “”Si se modificase el valor de mercado (Nota: Marx utiliza este término como sinónimo de precio de producción), se modificarían asimismo las condiciones en las cuales podría venderse la masa global de las mercancías. Si el valor de mercado baja, se amplían en promedio las necesidades sociales... pudiendo absorber, dentro de ciertos límites, mayores masas de mercancías. Si el valor de mercado aumenta, se contraen las necesidades sociales de esa mercancía, y se absorben menores masas de ella. Si en consecuencia la oferta y la demanda regulan el precio de mercado, o mejor dicho las desviaciones de los precios de mercado con respecto al valor de mercado, por otra parte el valor de mercado regula la relación entre oferta y demanda o el centro en torno al cual las fluctuaciones de la oferta y la demanda hacen oscilar, a su vez, los precios de mercado” (idem, p. 229). La oferta y la demanda juegan un rol indudable en el funcionamiento de la ley del valor, aunque no determinan ni regulan el centro, o valor de mercado (precio de producción) en torno al cual oscilan los precios de mercado. Por esta razón, no puede explicarse nada por la oferta y la demanda hasta que no se haya explicado la ley sobre la base de la cual operan la oferta y la demanda (ver ídem, p. 230). “Cuando la oferta y la demanda se anulan mutuamente, dejan de explicar nada, no actúan sobre el valor de mercado, y con más razón nos dejan a oscuras en cuanto a por qué el valor de mercado se expresa precisamente en esta suma de dinero, y no en otra” (ídem, p. 239). El punto es importante ya que mucha gente piensa, erróneamente, que Marx negó todo rol a la oferta y la demanda (lo cual equivaldría a negar la competencia). Lo que dice Marx es que la oferta y la demanda, por sí, no explican nada; no afirma que no jueguen un rol.

Es también por medio de este mecanismo competitivo que las leyes del capitalismo, y por ende la ley del valor, se imponen sobre los productores. “La libre competencia impone las leyes inmanentes de la producción capitalista, frente al capitalista individual, como ley exterior coercitiva” (Marx, 1999, t. 1, p. 326). Esta coerción está detrás del incremento de la explotación del trabajo, del cambio tecnológico, el aumento de la escala de producción y el consiguiente aumento de la productividad. “La lucha de la competencia se libra mediante el abaratamiento de las mercancías. La baratura de éstas depende, ceteris paribus, de la productividad del trabajo, pero ésta, a la vez, de la escala de la producción” (Marx, 1999, t. 1, p. 778). Por este motivo, en el capitalismo competitivo la guerra de precios desempeña un rol central. En busca de plusvalías extraordinarias, los capitalistas introducen el cambio tecnológico, aumentando la productividad (Marx, 1999, t, 1, cap. 10). Y este mismo proceso impulsará a la sobreproducción y la sobreacumulación, que están en la base de las crisis capitalistas. Es significativo que en la visión "predomina el monopolio", la guerra de precios no juega un rol sistemático, o relevante.


Precio y ganancia de monopolio

A diferencia del precio determinado por la ley del valor trabajo, el precio de monopolio, considerado en general, es “un precio determinado únicamente por la apetencia de compra y la capacidad de pago de los compradores, independientemente del precio determinado por el precio general de producción así como por el valor de los productos” (Marx, 1999, t. 3, p. 986). Marx presenta en seguida el caso de un viñedo del que se obtiene un vino de excepcional calidad, que solo puede producirse en cantidades reducidas, y cuyo precio está determinado por la disposición de la demanda (digamos, bebedores distinguidos y con recursos), con independencia del valor y del precio de producción. Aquí no existe ley interna que gobierne el precio. Aclaremos que no debe confundirse con el precio de producción que rige en los mercados de los productos agrícolas o mineros, y que da lugar a la formación de la renta diferencial. Nunca se insistirá lo suficiente en que la renta de la tierra (o minera) no es explicada, en El Capital, por la imposición de algún recargo monopólico. La renta diferencial presupone el precio de producción general de las mercancías (ver, por ejemplo, Marx, t. 3 p. 830).

Un caso particular de precio de monopolio ocurre cuando es posible establecer un precio superior al precio de producción, a partir de algún monopolio natural o artificial. Aquí habría una transferencia de ganancia desde otros productores mercantiles: “El precio monopólico de ciertas mercancías sólo transferiría una parte de la ganancia de los otros productores mercantiles a las mercancías con precio monopólico” (idem, p. 1093). Esto significa “una perturbación local en la distribución de plusvalor entre las diferentes esferas de la producción”, lo que sin embargo no altera la masa de plusvalor (ver idem). En este caso no hay ley interna que regule la cuantía de esa transferencia de plusvalía desde las empresas sin poder de monopolio a las empresas monopólicas.

De todas maneras, Marx consideraba estos casos como perturbaciones, sin carácter sistemático, como lo demuestra el hecho de que en El Capital el precio de producción está determinado por la tasa media de ganancia, y ésta es un resultado de la concurrencia entre los capitales. En el siglo XX, en cambio, los más destacados partidarios de la tesis del monopolio tendieron a pensar que el precio de monopolio, superior al precio de producción, había pasado a ser sistemático. En su opinión, las ramas más importantes de la economía estaban monopolizadas, y las grandes empresas obtenían una tasa de ganancia superior, en término medio, que la tasa de ganancia de las empresas no monopólicas, porque tenían poder para establecer un precio sistemáticamente superior al precio de producción. Mandel (1969), entre otros, puso el énfasis en este mecanismo. Esto implicaba, desde el punto de vista empírico, que debía haber dos tasas medias de ganancia, la del sector monopólico, y la del no monopólico. Por eso también, en el plano teórico, era necesario encontrar alguna ley que regulara un fenómeno que ya no podía reducirse a “perturbaciones”. A pesar de la importancia del asunto para la teoría del monopolio, sus defensores nunca pudieron dar satisfacción a estas dos exigencias. No hay comprobación empírica de la existencia de una tasa de ganancia monopólica (esto es, derivada del dominio del mercado y de precios por encima del precio de producción); Semmler (1982) presenta datos sobre el asunto. Tampoco hubo manera de explicar teóricamente la diferencia entre las dos tasas de ganancia.


Tendencia a la concentración y contratendencia

Uno de los errores más difundidos es la idea de que la tendencia a la concentración y centralización del capital debía llevar al sistema capitalista a un punto de cambio cualitativo, a partir del cual el monopolio comenzara a prevalecer por sobre la competencia; ese punto, se dice, habría sido alcanzado a fines del siglo XIX. A partir de entonces la competencia habría pasado a un segundo plano. Sería el desenlace natural del impulso a la concentración y centralización del capital (tendencias analizadas por Marx en el capítulo 23 del tomo 1).

El problema con esta visión es que peca de unilateral y mecánica. Lógicamente, no se puede negar que en algún momento el sistema capitalista desemboque en el dominio de los monopolios, pero lo cierto es que hasta el presente la centralización del capital avanzó desplegando tendencias contradictorias. Es que a la par que avanzan la concentración y centralización, también aumenta el número de capitales que entran en competencia. “El incremento del capital social se lleva a cabo a través del incremento de muchos capitales individuales. Presuponiendo que no varíen todas las demás circunstancias, los capitales individuales -y con ellos la concentración de los medios de producción- crecen en la proporción en que constituyen partes alícuotas del capital global social. Al propio tiempo, de los capitales originarios se desgajan ramificaciones que funcionan como nuevos capitales autónomos. (…) con la acumulación del capital crece en mayor o menor medida el número de capitalistas” (Marx, 1999, t. 1, p. 777).

La realidad es que constantemente surgen nuevas ramas de producción donde se generan nuevos capitales. También se incorporan países en los que se desarrolla el capitalismo, dando lugar a la formación de nuevos capitales que compiten en los mercados mundiales. Pero además, en las ramas ya instaladas, el cambio tecnológico con frecuencia favorece la aparición de capitales que presentan batalla exitosamente a los antiguos, especialmente si éstos deben soportar altos costos para mandar a desguace equipos y máquinas obsoletas. Por eso, se trata de dos tendencias, a la centralización y concentración, por un lado, pero también al surgimiento de nuevas unidades del capital. Como resultado, la ley del valor opera a escala cada vez mayor. En la medida en que los capitales crecen por la concentración y centralización, tienen más poder para incursionar en nuevos mercados. Y constantemente aparecen nuevos competidores, adquiriendo la lucha competitiva dimensiones mundiales.


Un caso ilustrativo

Mucha gente piensa que debido a la alta concentración del capital -ramas donde un puñado de empresas controla el 70% u 80% de las ventas- los precios deberían fijarse, después de todo, por acuerdos. Sin embargo, el hecho es que en el capitalismo contemporáneo las guerras de precios siguen siendo, por lo menos, tan relevantes como en el siglo XIX, cuando reinaba la “libre competencia”. Aunque muchas veces se intentan acuerdos para estabilizar precios, en el mediano plazo vuelve a emprenderse la lucha competitiva por medio de abaratamiento de las mercancías. Incluso en construcción de aviones comerciales, una rama que está altamente concentrada (dos empresas concentran toda la producción, aunque ahora parece estar asomando alguna otra en los nichos de aparatos menores), los precios no se estabilizan. Presento un ejemplo que tomo de mi libro Valor, mercado mundial y globalización, y que es característico. “En la rama de las telecomunicaciones, en EEUU, hacia finales de la década de 1990 las ganancias de las empresas caían, producto de la baja de precios y la sobrecapacidad. La tasa de retorno sobre activos había pasado de un 12,5% promedio en 1996 al 8,5% en 2000. La guerra de precios era particularmente aguda en las comunicaciones de larga distancia: entre 1996 y 2000 los precios habían caído aproximadamente un 10%. (…). A pesar de la baja de precios y las malas perspectivas de ganancias, las empresas no tenían otro remedio -debido a las barreras de salida- que seguir invirtiendo sumas enormes para enfrentar la guerra competitiva. Todo el poder de empresas como AT&T y MCI WorldCom no alcanzaba para estabilizar los precios. La lucha por los mercados era feroz también en Europa y Asia. (…) … hacia fines de los 90 los precios bajaban un 20% anual y existían fuertes presiones para que el estado (norteamericano) interviniera para frenarla. Las fusiones transnacionales para enfrentar esta situación también están a la orden del día. La guerra de precios continuó en los primeros años de los 2000″. Historias similares podemos contar en acero, transporte de cargas automotor, química, petroquímica, bancos, seguros, líneas aéreas, computadoras personales, semiconductores, hotelería, turismo, telefonía celular, automóvil, transporte de cargas marítimas, industria farmacéutica, y un largo etcétera. En todas ellas hay altísima concentración, y existen períodos de relativa calma. Sin embargo, en el mediano plazo, la competencia, entendida como “guerra entre los capitales”, termina prevaleciendo. Y esto se explica, en lo básico, con El Capital, y no con Hilferding, Mandel o Sweezy.


Rendimientos crecientes y monopolio

En la visión de Marx, a igual de lo que sucede en Adam Smith, el aumento de la escala de la producción da lugar a aumentos de productividad, esto es, existen los rendimientos crecientes a escala. Por lo tanto, en principio, es lógico suponer que las empresas más grandes, a igualdad de otras condiciones, tendrán más posibilidades de obtener plusvalías (o ganancias) extraordinarias. Alguno puede pensar que esto confirma la tesis del monopolio, pero no hay tal cosa. Es que las ganancias extraordinarias generadas por la escala de producción deben distinguirse de las ganancias de monopolio. Las primeras se obtienen cuando las empresas con mayor escala pueden vender por debajo del precio de producción; esto es, no surgen de un recargo, por dominio de mercado, sobre el precio de producción, como ocurre cuando existen precios de monopolio. Cuando hay economías de escala, el precio y la tasa de ganancia se explican por la teoría del valor trabajo; lo cual no sucede, como vimos, con el precio y la ganancia de monopolio.


Ley objetiva y monopolio

Es muy importante tener en cuenta que la ley del valor es objetiva y social. Es un producto de la acción de los seres humanos, pero éstos no la dominan. Marx expresa esta idea cuando dice que la ley del valor se impone, durante una crisis, de la misma manera que se impone la ley de gravedad cuando a alguien se le cae la casa encima. Con esto está diciendo que los movimientos de los precios (y por lo tanto de las ganancias) no pueden manejarse a voluntad. La teoría del fetichismo de la mercancía explica, en esencia, por qué es así. En cambio, en la base de la tesis del monopolio subyace la creencia de que los monopolios dominan los precios en lugar de ser dominados por ellos (ver Hilferding, 1963, p. 226). Hilferding era consciente del giro que esto significaba con respecto a El Capital. “Cuando las asociaciones monopolistas eliminan la competencia, eliminan con ella el único medio con que pueden realizar una ley objetiva de precios. El precio deja de ser una magnitud determinada objetivamente; se convierte en un problema de cálculo para los que lo determinan voluntaria y conscientemente; en lugar de un resultado, se convierte en un supuesto; en lugar de algo necesario e independiente de la voluntad y conciencia de los participantes, se convierte en una cosa arbitraria y casual. La realización de la teoría marxista de la concentración, la asociación monopolista, parece convertirse así en la eliminación de la teoría marxista del valor” (p. 257). Aquí Hilferding capta muy bien las consecuencias de lo que ha planteado. En lugar de una ley objetiva, reinan lo arbitrario y casual.

Las consecuencias se hacen sentir en la manera de enfocar la economía de conjunto. Es que ahora, las uniones monopolistas logran “la organización del dominio económico”, de manera similar “a las organizaciones estatales de dominio” (ídem, p. 229). Shaikh anota este rasgo: según el enfoque “prevalece el monopolio”, el capitalismo moderno “está, en última instancia, regulado por relaciones de poder entre los monopolistas, los trabajadores y el estado” (Shaikh, 1991, p. 52). Las crisis económicas, desde esta perspectiva, dejan de ser fenómenos objetivos, y pasan a ser el resultado de los manejos de los monopolios. En la perspectiva “a lo Marx”, en cambio, las crisis no ocurren porque haya una conspiración de “grupos económicos” dedicada a manipular precios y ganancias, sino porque estallan las contradicciones objetivas del sistema. Se trata de abordajes completamente distintos.


Competencia perfecta e imperfecta

Contra lo que muchas veces se piensa, la competencia que describe Marx no tiene punto que ver con la competencia perfecta de los neoclásicos. La tesis neoclásica de la competencia perfecta supone que existe una única función de producción; que no hay ganancias extraordinarias; que ninguna empresa influencia en el mercado; que no hay rendimientos crecientes a escala y que los mercados siempre se equilibran. La competencia “a lo Marx” no tiene nada que ver con esto. Es una verdadera guerra entre los capitales. Se desarrolla a través de la competencia tecnológica, las guerras de precios y los flujos de inversiones, y los capitales que no pueden sostenerla, se desvalorizan y desaparecen. Por eso, es un error pensar que la preeminencia de la competencia implica que rige la competencia perfecta.

Por otra parte, la competencia de la que habla Marx tiene poco que ver con la llamada competencia imperfecta (también llamada monopólica u oligopólica). Digo “poco” porque habría un punto de contacto: la idea de que una o varias empresas pueden influenciar en los precios del mercado. Recordemos que en el esquema de Marx, la empresa innovadora influye en el precio de mercado, principalmente porque obliga al resto a encarar el cambio tecnológico. Sin embargo, por fuera de esta coincidencia, los enfoques son muy distintos. En la tesis de la competencia imperfecta domina la idea de que los vendedores pueden controlar el precio, con acuerdos o formaciones de carteles. La competencia ocurre por diferenciación del producto y campañas de propaganda y marketing, que distorsionan la homogeneidad del producto. La competencia por abaratamiento del producto, esto es, la guerra de precios, no tiene relevancia. De forma característica, en los textos maduros sobre monopolio de los marxistas del siglo XX, (Mandel, 1969; Baran y Sweezy, 1982), la guerra de precios ha sido reemplazada por los acuerdos y la fijación concertada de los precios. En Mandel, incluso, el mecanismo de formación de la ganancia es muy distinto del presentado por Marx. La guerra de precios tampoco figura en los manuales usuales de “Economics” que tratan la competencia imperfecta.

En El Capital, en cambio, la competencia por abaratamiento del producto es central. Y este tipo de competencia sigue siendo clave para entender cómo opera el mercado mundial. Hay acuerdos y períodos en los que la guerra de precios se aquieta, pero una y otra vez vuelven a lanzarse ofensivas cuando tales o cuales capitales obtienen ventajas tecnológicas sobre sus competidores, o se sienten tentados a tomar mercados. Se inician entonces “carreras” de inversión y disminución de costos, que llevan a la sobreinversión, y a la sobreproducción, con las consecuencias de presiones deflacionarias en los mercados. Para presentar solo un ejemplo, la presión bajista de precios en el mercado mundial de semiconductores, de mediados de los años 1990 (que subyació a la crisis asiática) se explica por este mecanismo de guerras competitivas.


Aclaraciones accesorias

Es importante destacar que cuando Marx plantea que la ley del valor gobierna los precios, y la dinámica del capitalismo, no está diciendo que la ley rija de manera “pura”, “incontaminada”. Las estafas, manipulaciones, negociados con el estado, imposiciones manu militari (colonialismo), acompañaban al capitalismo del siglo XIX como una sombra. Y la competencia no era tan plena como muchas veces se supone. Es que en la medida en que los costos del transporte se mantenían altos, existía una alta protección, de hecho, para muchas industrias y empresas. Precisamente, la caída de los costos del transporte, con la introducción del barco a vapor, el telégrafo y el mejoramiento de los ferrocarriles, agudizó la competencia en las décadas de 1880 y 1890. Esto estuvo en la base de la acelerada formación de los carteles y trusts que vieron Hobson, Hilferding, Lenin y otros. Pero estas medidas atenuaron una competencia que se había convertido en un grave problema, no la eliminaron. Como señalan Duménil y Lévy (1996), la competencia fue, por lo menos, tan fuerte en el siglo XX como a mediados del siglo XIX. No hay motivo para afirmar que este escenario haya cambiado. Dada la internacionalización del capital, la caída de los costos de transporte, el avance de las telecomunicaciones, y el tamaño gigantesco de las corporaciones, la competencia adquiere dimensiones planetarias. Parece muy difícil sostener que tiene un rol relativamente menor que en el siglo XIX.

Por otra parte, tampoco hay que confundir la existencia de espacios nacionales de valor, que se conectan a través de los tipos de cambio y las tarifas aduaneras, con el monopolio. El punto es importante, porque alguna gente piensa que no hay competencia, y sí monopolio, cuando un mercado nacional está protegido por el tipo de cambio, o por las tarifas aduaneras. Por supuesto, si esto fuera así, habría que concluir que en el sistema capitalista nunca hubo competencia: entre los años 1850 y 1880, considerados el epítome de la libre competencia, EEUU y Alemania eran fuertemente proteccionistas. Y hoy, en la medida en que subsisten tarifas, devaluaciones competitivas, etc., la situación seguiría siendo más o menos la misma. De manera que las leyes discutidas en El Capital no habrían tenido nunca validez. Pero se trata de un error. La ley del valor, y las leyes de la acumulación, no dejan de operar en los mercados nacionales; y pueden explicar las formas en que estos mercados se conectan a través de los tipos de cambio. Por supuesto, se trata de relaciones complejas, en las que inciden los diferenciales de productividad, las leyes de formación de precios de producción, y las relaciones comerciales y de movimientos de capitales que se establecen entre estos espacios nacionales (trato estos asuntos en Valor... y en Economía política de la dependencia...). Pero no se explican por simple manipulación arbitraria de precios (o tipos de cambio) de los monopolios.


En la naturaleza del capital


Por último, es necesario vincular la competencia con la naturaleza del capital. Al respecto, está bastante generalizada la idea de que la competencia sería un rasgo que podría existir como no existir en el sistema capitalista. Pero la competencia es inherente al capital. En los Grundrisse Marx se refiere a este aspecto del asunto. Explica que los economistas nunca analizan la competencia, a pesar de que la conviertan en el fundamento de la producción capitalista. Solo la conciben “negativamente”, como “negación de monopolios, corporaciones, disposiciones legales, etc.” (Marx, 1989, t. 1 p. 366). Sin embargo, la competencia no se puede definir solo por la negativa, debe ser algo en sí misma. ¿Qué es entonces? Es la naturaleza del capital: “Por definición, la competencia no es otra cosa que la naturaleza interna del capital, su determinación esencial, que se presenta y realiza como acción recíproca de los diversos capitales entre sí; la tendencia interna como necesidad exterior. (El capital existe y solo puede existir como muchos capitales; por consiguiente, su autodeterminación se presenta como acción recíproca de los mismos entre sí)” (idem).

¿Qué significa esto? Pues que el capital como universal en sí es una realidad inerte y abstracta; solo tiene contenido concreto a través de los capitales singulares, y es a través de éstos, de su interacción recíproca, que tiene vida, automovimiento. La razón más profunda es que la distribución de los instrumentos de producción, y la distribución de los miembros de la sociedad entre las distintas ramas de la producción determinan el carácter y la articulación de la producción capitalista. “Considerar a la producción prescindiendo de esta distribución que ella encierra es evidentemente una abstracción vacía”, apunta Marx en la “Introducción a la crítica de la economía política”. Por eso, si se elimina el fraccionamiento de los medios de producción, no hay mercado ni valor (ni ley del valor), pero entonces tampoco capital (que es valor en proceso de valorización). Por eso también, el carácter anárquico de la regulación por medio del mercado y de la ley del valor es inherente al modo de producción capitalista, es la expresión de su naturaleza profunda.

En conclusión, soy de la idea de que es necesario revisar de raíz la tesis del monopolio, que ha dominado en la izquierda desde principios del siglo XX, y hasta el presente. Por supuesto, para mucha gente eso equivale a poco menos que una “traición” a los dogmas establecidos. Pero lo que debería importar no es la defensa de un dogma, sino entender la realidad. Es imposible abordar el análisis del capitalismo contemporáneo sin poner en el centro de su dinámica la lucha competitiva por abaratamiento de productos y cambio tecnológico. Lo cual equivale a reconocer la vigencia de las leyes de la formación de precios (precios de producción, regulación anárquica, etc.) y de la acumulación del capital “a lo Marx”. Desde el punto de vista político, las consecuencias también son importantes. Entre ellas, el enfoque que proponemos subraya la centralidad de la contradicción capital – trabajo en los fundamentos del capitalismo contemporáneo, en contraposición a los análisis populistas izquierdistas, que ponen el énfasis en la oposición “monopolio – pueblo”, y similares.


El monopolio en el marxismo del siglo XX

Las notas anteriores sobre monopolio y competencia “a lo Marx” y polemizan con la idea de que en el siglo XIX, y hasta 1880, aproximadamente, la competencia constituyó el mecanismo regulador de los mercados capitalistas (nacionales y mercado mundial), y que a partir de 1880 ese mecanismo pasó a ser de tipo monopólico (o, más precisamente, oligopólico). Éste es el eje de las diferencias que mantengo con la tesis del monopolio. Por supuesto, los defensores de la tesis del monopolio siempre explicaron que la competencia no había desaparecido en el siglo XX. Sin embargo, enfatizaron que la competencia había pasado a tener un rol subordinado desde fines del siglo XIX, y que esto encerraba un cambio cualitativo en la forma de regulación del capitalismo. Fue la posición de Paul Baran, Paul Sweezy, Maurice Dobb y Ernest Mandel, quienes influyeron decididamente en la formación del pensamiento de la izquierda sobre el monopolio y la competencia. A fin de contribuir al estudio de esta importante cuestión, en esta nota presento lo esencial de sus posiciones sobre el monopolio, una reflexión sobre el contexto que reflejan esos escritos, y su diferencia con el presente.

El monopolio en Baran y Sweezy

La idea que domina en los escritos de Baran y Sweezy es que en el capitalismo maduro la competencia se ha atenuado, y que la regulación monopolista ocupa el primer plano. En El capital monopolista, de amplia difusión en los años 1960 y 1970, Baran y Sweezy escribían: “Debemos reconocer que la competencia, que fue la forma predominante de las relaciones de mercados en el siglo XIX, ha cesado de ocupar tal posición, no solamente en Inglaterra, sino en todas partes del mundo capitalista. Hoy la unidad económica típica en el mundo capitalista no es la pequeña firma que produce una fracción insignificante de una producción homogénea para un mercado anónimo, sino la empresa en gran escala que produce una parte importante del producto de una industria, o de varias industrias, y que es capaz de controlar el precio, el volumen de la producción y los tipos y cantidades de inversiones” (Baran y Sweezy, 1982, p. 10).

La misma idea la encontramos en Baran (1969), una obra que fue clave para la posterior teoría de la dependencia: “La concentración y centralización del capital hizo avances gigantescos, y las grandes empresas se adueñaron de la vida económica... Al destrozar el mecanismo competitivo que regulaba, para bien o para mal, el funcionamiento del sistema económico, las grandes empresas se convirtieron en la base del monopolio y del oligopolio, que son los rasgos característicos del capitalismo moderno” (p. 22). En este contexto, tiende a desaparecer la guerra de precios: “... los gigantes monopolistas … protegidos por sus posiciones de monopolio, no necesitan molestarse por reducir al mínimo sus costos ni aumentar al máximo su eficacia” (p. 55). También escribe: “la competencia de precios en condiciones de oligopolio tiene la tendencia a hacerse cada vez más odiosa para los empresarios involucrados. Cualquier reducción moderada de los precios, por parte de un oligopolista que pretenda aumentar su parte del mercado, será inmediatamente neutralizada mediante reducciones correspondientes de los precios de los otros oligopolistas.... . Por otra parte, una guerra de precios a muerte entre los gigantes oligopolistas requerirá cantidades de capital tan grandes e involucrará riesgos tan enormes, que se prefiere el arreglo a la lucha ruinosa. Se concluyen acuerdos más o menos explícitos o se establece una “colusión de precios”, que tiene como consecuencias la eliminación de la competencia aniquiladora y la aceptación, por las partes contratantes, del principio de vivir y dejar vivir, más que el intentar destruirse una a otra” (pp. 101-2). Obsérvese que no se trata de si existe una tarifa aduanera aquí, o una devaluación competitiva allá, sino de una perspectiva global del mercado y de la forma en que se regula la distribución de los tiempos de trabajo, o avanza el cambio tecnológico. “Vivir y dejar vivir”, en lugar de guerra entre los capitales. Como resultado del freno de la competencia, el dominio del monopolio generaba la tendencia al estancamiento de las fuerzas productivas en los países adelantado, y el bloqueo del desarrollo industrial en los países atrasados.


El cambio cualitativo según Dobb

Además de la defensa de la tesis del dominio del monopolio, en Dobb (1973, originariamente de 1937) encontramos un interesante análisis sobre qué habría implicado el cambio cualitativo entre el siglo XIX y el XX. Observa que, según la teoría clásica (Ricardo y Marx), lo que ocurre en la economía es independiente de los deseos subjetivos de los empresarios individuales, en tanto que en una situación de monopolio absoluto, o algo próximo a él, el precio se determina, dentro de ciertos límites, por la voluntad del monopolista, sin que pueda aplicarse el principio del costo, ya que hay una situación de escasez que se ha creado deliberadamente. Pero, continúa Dobb, en el capitalismo contemporáneo existen numerosos factores que hacen que los productos no se vendan por los precios regulados por la ley del valor trabajo. Surge entonces la pregunta de por qué esto representaría un cambio cualitativo si en el siglo XIX también existían tarifas aduaneras, altas barreras por costos de transporte, trabas políticas al comercio tales como el colonialismo, etc. Según admitían los marxistas, la teoría del valor trabajo regulaba el mercado en el siglo XIX, ¿por qué habría habido un cambio cualitativo en el siglo XX si en el siglo XIX la competencia tampoco era “pura”?

La respuesta de Dobb coincide, en buena medida, con la tesis de la competencia imperfecta. Sostiene que en el siglo XIX las imperfecciones y obstáculos a la acción de la ley del valor trabajo hacían que los precios se desviaran durante períodos más o menos largos de los “centros de gravedad” determinados por la teoría, aplicada al marco competitivo (los precios de producción de Marx). Pero esto no alteraba “la naturaleza de la posición que habría de alcanzarse finalmente”; se podía aplazar la llegada al equilibrio, o introducirse diferencias espaciales en el precio, producto de las fricciones, pero no se modificaba la naturaleza del asunto. En el capitalismo del siglo XX, en cambio, los factores que conformaban un escenario de competencia “imperfecta” (oligopólica) ya no eran mera fricción, porque “alteran la naturaleza de las fuerzas equilibradoras y el equilibrio finalmente logrado” (p. 129). Existe entonces “una diferencia de esencia” (idem; énfasis agregados). En otras palabras, hemos pasado de la “fricción” a una diferencia cualitativa, ya que ahora hay un nuevo elemento que cambia realmente las ecuaciones. Siempre según Dobb, el precio “de equilibro” (el centro de gravedad) no es el que surge de la igualación de la tasa de ganancia entre ramas. Por eso, las empresas ya no buscarían ampliar la producción al máximo posible, y se regirían “por el principio monopolista de reducir su producción hasta un punto en que su ganancia llegue al máximo” (p. 132). Predomina entonces “la restricción monopolista como una característica general y no puramente excepcional de la industria capitalista” (p. 133), lo que explicaría la incapacidad de la industria de aprovecharse plenamente de las economías de escala. Dobb reconoce en este punto el aporte de Piero Sraffa, Joan Robinson y Chamberlin. Lo central es que “la ganancia contiene siempre un elemento apreciable de beneficios provenientes de una situación de monopolio” (p. 134). Esto es, ganancias obtenidas por la restricción de la producción (recursos semiutlizados) y el dominio en un mercado de escasez. Puede verse que el cambio cualitativo arrastra a un giro teórico apreciable con respecto al enfoque de El Capital. En Dobb (1970) se mantiene el planteo: “en lugar de la competencia de precios del tipo del siglo XIX, aparecen las guerras publicitarias y las campañas de ventas” (p. 37). Los grupos monopolísticos, “por medio de su dominio de mercado y de su política de precios de monopolio, pueden disfrutar de un beneficio mayor del que obtendrían en caso de libre competencia” (p. 43). Los monopolios ganan a costa del sector capitalista no monopólico, de manera que, a diferencia de lo que sucede en el capitalismo competitivo, predomina “una tasa diferente de ganancias para el sector monopolista y el sector competitivo (en donde consecuentemente esta tasa será inferior” (p. 45).


Monopolio en Mandel

También Mandel, en el Tratado de economía marxista, se refiere al cambio que se habría producido en el último cuarto del siglo XIX: “En lugar de atenerse al credo de la libre competencia, (los capitalistas) comienzan a buscar las posibilidades de limitarla a fin de evitar toda baja de precio, es decir, toda baja acentuada de la tasa de ganancia. (…) Se establecieron convenios entre capitalistas con el compromiso de renunciar a la competencia por la baja de precios” (t. 2, p. 17). Más adelante cita aprobatoriamente al organizador de un trust químico que dice: “La competencia está superada; desemboca en la 'cooperación' por la fusión de empresas y por la constitución de convenios internacionales” (p. 18). Una páginas más adelante, escribe: “Una sola empresa o un pequeño número de ellas controlan una parte hasta tal punto considerable de la producción que pueden, durante períodos más o menos largos, fijar arbitrariamente los precios y las tasas de ganancia, que se hacen así, en una amplia medida, independientes de la coyuntura económica” (pp. 25-6).

Tenemos entonces un escenario de precios fijados arbitrariamente, durante períodos largos y tasas de ganancia que se hacen independientes “en amplia medida” de la coyuntura económica. En consecuencia, las ganancias son previsibles: “Los precios de monopolio se fijan de tal suerte que aseguren de antemano la expansión constante de la empresa, de su capital y de su capacidad productiva” (p. 135).

A igual que Dobb y otros autores, Mandel adhiere a la idea de que existen dos tasas de ganancia promedio, la del sector monopólico, y la del no monpólico. En este marco, cita aprobatoriamente a un autor, que dice que “la ganancia ya no es aleatoria; se hace previsible como cualquier elemento del precio del costo. El riesgo desaparece completamente, lo cual prueba que no constituye nunca el origen de la ganancia. La ganancia ya no es residual; a partir de ahora, entra en la fijación previa de los precios de venta, como el salario o el interés” (idem). Por supuesto, este precio (ahora se refiere al establecido por General Motors) “implica también la eliminación del riesgo de crisis económicas, como lo han admitido francamente otras sociedades monopolistas” (p. 136). Mandel no pensaba que desaparecían las crisis económicas, pero sí que su dinámica había cambiado con respecto al siglo XIX, debido a la estabilidad de precios y de ganancias. Por eso escribía sobre el capitalismo de los años 1960: “La economía capitalista de esta fase tiende a asegurar a la vez al consumo y a la inversión mayor una estabilidad que en la época de la libre competencia, o que durante el primer estadio del capitalismo monopolista; tiende a una reducción de las fluctuaciones cíclicas que se debe, ante todo, a la creciente intervención del Estado en la vida económica. (…) Las sobreganancias de monopolio, la “inversión por los precios”, la garantía del beneficio, significaba en última instancia que la acumulación de capital de los monopolios se emancipa del ciclo, que se anticipa a las crisis, que las descuenta de antemano en el cálculo de sus precios de venta. Las grandes sociedades monopolistas aplican así cada vez más, una política de inversión en el largo plazo, una 'programación' cuando no una 'planificación' de sus inversiones... (…) Las sobreganancias les permiten (a los sectores monopolizados) asegurar la estabilidad de los ingresos de su mano de obra e incluso su lento crecimiento periódico” (p. 147). Como resultado, en lugar de una dinámica de desarrollo de las fuerzas productivas, sobreacumulación y crisis violentas, predomina la tendencia al estancamiento. Es que los monopolios eliminan la competencia y frenan el cambio tecnológico para asegurar precios estables y ganancias, en una estrategia de “vivir y dejar vivir”. En consecuencia, y igual que sucede en Baran y Sweezy, Mandel diagnostica ya no hay dinamismo en el desarrollo de las fuerzas productivas: “El sistema evoluciona no tanto hacia un crecimiento ininterrumpido como hacia un estancamiento a largo plazo” (p. 148).


Qué reflejaban estas tesis

Ganancias como residuo, estabilidad de precios y de ganancias monopólicas, tasas de rentabilidad que se independizan del ciclo, eliminación de la guerra de precios, ausencia de desarrollo tecnológico y de guerras de precios, tendencia crónica al estancamiento... Es un escenario muy distinto del que presentaba Marx en El Capital. Y esta visión gozó de amplia aceptación en la izquierda. Los manuales de economía de la URSS repetían la misma tesis del monopolio, aunque sin ningún brillo intelectual. Los teóricos de la dependencia hacían sus análisis a partir de estas ideas; los partidos trotskistas también aceptaban la idea del dominio del monopolio y su consecuencia, el aletargamiento del cambio tecnológico (Trotsky, 1984, ya había planteado la misma tesis). Naturalmente, hubo autores o dirigentes políticos de izquierda que criticaron tal o cual aspecto de los desarrollos de Baran, Sweezy o Mandel, pero sin poner en duda la tesis del “cambio cualitativo” que se habría producido a partir de 1880, aproximadamente, y la nueva dinámica del capitalismo que se derivaba de ello.

Dada la generalidad con que fue aceptado este enfoque, es necesario preguntarse qué elemento de verdad contenía. Con seguridad, puede decirse que la obra de Lenin sobre el imperialismo y el monopolio tuvo una fuerte influencia. Sin embargo, debe de haber más que eso para explicar por qué hubo tanto consenso alrededor de esas tesis. La respuesta tentativa que puedo dar es que esos escritos de Sweezy, Mandel, Baran y Dobb reflejaron un largo período de relativo aquietamiento de la competencia. Las décadas que van desde el fin de la Segunda Guerra hasta aproximadamente mediados de los 1970 se caracterizaron por una mayor influencia relativa de los estados en las economías nacionales. Fue el producto del hundimiento de la economía mundial en la década de 1930 -exacerbación de las tendencias nacionalistas- y de la misma guerra. Durante esas décadas hubo un sistema monetario basado en tipos de cambio fijos; mecanismos de estabilización de los precios de las materias primas; protección industrial; escaso movimiento transfronteras de capitales (en la inmediata posguerra y hasta casi fines de los 50) y luego control de los movimientos. Estos mecanismos, de conjunto, no anularon la competencia, pero la atenuaron, y permitieron cierta estabilidad a los precios, y de las ganancias de las corporaciones durante los años del boom de posguerra. Los marxistas reflejaron esta realidad, y pensaron que asistían al dominio “maduro” del monopolio. El Tratado de economía marxista, de Mandel, es muy representativo de esta situación; ideas similares se encuentran en otros trabajos de la época.


Un enfoque unilateral

Si bien el enfoque general de Baran, Sweezy, Mandel y Dobb reflejó aspectos reales del capitalismo de su época, también hay que admitir que pasó por alto que con la aparición de la empresa por acciones, la competencia se intensificaba con respecto a todo lo conocido durante los años de la llamada libre competencia. En otros trabajos me he referido a que la formación de carteles y trusts atenuó una competencia de precios que amenazaba ser desastrosa por la caída de los costos del transporte, sin suprimirla. Pero no señalé el efecto que tuvo la aparición de la aparición de la sociedad por acciones en la competencia. Este aspecto es destacado con acierto por Bryan y Rafferty (2005). Señalan que con la sociedad por acciones la competencia se intensificó por tres vías: porque articuló una lógica competitivo; en segundo término, facilitó el aumento de la escala de operación del capital; y por último, aumentó su flexibilidad. Con respecto a la lógica competitiva, ésta se profundizó debido a que la maximización de los beneficios y la apreciación de las acciones pasó a ser la racionalidad que guía al directorio de las corporaciones de conjunto; ya no se trata de la preferencia del empresario-propietario aislado. En segundo término, la sociedad por acciones permitió recolectar enormes sumas de capital que fueron críticas para el crecimiento de la escala de operaciones, de manera que aumentó la fuerza de las unidades que entraban en competencia. Y en tercer lugar, el mercado de valores se transformó en el foro en el cual pudieron compararse las rentabilidades de las empresas y se establecieron los precios de las mismas. La propiedad del capital se hizo más líquida y móvil; las empresas por esta vía estuvieron también más sometidas a las presiones competitivas (Bryan y Rafferty dedican su libro al análisis de la economía de los derivados; una de sus tesis centrales es que los derivados acentúan aún más las presiones competitivas, un tema clave de la economía contemporánea, y que por lo tanto merece la máxima atención).


La actualidad de la competencia

Con el estallido de la crisis de acumulación de 1974-5, y la internacionalización de la economía, el panorama cambió a los años dorados de los 50 y 60. Ya Mandel en El capitalismo tardío matizó, y mucho, el enfoque acerca del monopolio del Tratado; aunque no llevó a cabo una revisión de fondo. Lo cierto, sin embargo, es que con la crisis se agudizaron las presiones competitivas, y esto continuó hasta el presente. Este proceso ha afectado también la relación capital – trabajo, ya que el pacto keynesiano (atenuación relativa del conflicto de clases en el período de crecimiento) se resquebrajó, y la presión competitiva obligó a los capitalistas a ir a fondo en la tarea de extraer plusvalor. La ofensiva “neoliberal” fue, en sustancia, el ataque del capital al trabajo, estimulado por la apertura de los mercados nacionales y el disciplinamiento a la ley del valor trabajo (moneda dura, aumento de la desocupación, desaparición de los capitales menos productivos). Esta es la razón de fondo de por qué no hubo espacio para una salida de la crisis de acumulación de los 70 por la vía del “pacto democrático y consensuado” entre el capital y el trabajo, como soñaron la socialdemocracia, los partidos comunistas y los teóricos de la llamada “tercera vía”.

Por eso, hoy no se puede entender la economía capitalista si no se incorporan las guerras de precios, las fluctuaciones de los precios y las ganancias (y las tasas de ganancia), y la competencia a escala planetaria, motorizada por los movimientos de capitales y la competencia debida al cambio tecnológico. En la guerra competitiva, aquel que no es exitoso está condenado a desaparecer. Para ilustrar el punto, presentamos un ejemplo actual. Según informa The Wall Street Journal Americas (La Nación, 1/11/12) el gigante de la electrónica Panasonic ha encarado una serie de medidas de reestructuración para revertir las pérdidas que en el último trimestre habrían alcanzado los 9000 millones de dólares. Todavía hace algunos años atrás Panasonic era considerada tan estable que en su momento se la llamó “Banco Panasonic”. Alguien podría haber pensado que la empresa disponía de una posición de monopolio, que la hacía inmune a la competencia (digamos, un escenario “a lo Sweezy o Mandel”). Pero la realidad es que Panasonic perdió en la guerra competitiva, por el lado del producto, y de los precios: “... la compañía dedicó cantidades enormes de dinero para producir nuevas tecnologías, pero... estas inversiones no lograron rendir debido al desplome de los precios de los electrónicos de consumo. Esto obligó a la compañía a sufrir pérdidas por desvalorización”. Ahora Panasonic está reduciendo líneas de producción, suspendiendo inversiones planeadas, y reduciendo costos, en un intento por salvarse. Es una dinámica muy lejana del “vivir y dejar vivir”. Por eso también, parece imposible abordar con éxito el análisis del capitalismo contemporáneo con la tesis del predominio de la regulación monopólica de los mercados.


Textos citados:

Baran, P. A. (1969): La política económica del crecimiento, México, FCE.

Baran, P. A. y P. Sweezy, (1982): El capital monopolista, México, Siglo XXI.

Bryan, D. y M. Rafferty, (2005): A political economy of Financial Derivatives, Capital and Class, Palgrave Macmillan.

Dobb, M. (1970): Capitalismo, crecimiento económico y subdesarrollo, Barcelona España, Oikos.

Dobb, M. (1973): Economía política y capitalismo, México, FCE.

Duménil, G. y D. Lévy (1996): La dynamique du capital, Paris, Presses Universitaires de France.

Hilferding, R. (1963): El capital financiero, Madrid, Tecnos.

Mandel, E. (1969): Tratado de economía marxista, México, Era.

Mandel, E. (1979): El capitalismo tardío, México, Era.

Marx, K. (1980): Contribución a la crítica de la economía política, México, Siglo XXI.

Marx, K. (1989): Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, México, Siglo XXI.

Marx, K. (1999): El Capital, México, Siglo XXI.

Semmler, W. (1982): “Theories of competition and monopoly”, Capital & Class, Nº 18, pp. 91-116.

Shaikh, A. (1991): Valor, acumulación y crisis, Bogotá.

Trotsky, L. (1984): El pensamiento vivo de Marx, México, Losada.





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