Trasversales
Lois Valsa

El arte de la resurrección de Hernán Rivera Letelier

Revista Trasversales número 25, abril 2012

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N. S. J. no necesita presentación
 Es conocido en el mundo entero
 Baste recordar su gloriosa muerte en la cruz
 Seguida de una resurrección no menos espectacular
 Un aplauso para N. S. J.

 Nicanor Parra
Sermones y prédicas del Cristo de Elqui

 Pero quizá el modo más conveniente de enfrentar esta cuestión sea remitir la obra de Bolaño a uno de sus referentes más tempranos y constantes: el de Nicanor Parra, precisamente, cuya “antipoesía” acierta a romper el nudo gordiano de la vanguardia en la segunda mitad del siglo XX, al conectarla con la cultura popular y la cultura de masas sin perder por ello su talante provocador ni sucumbir a los cantos
de sirena de ésta última

Ignacio Echevarría
“Bolaño en la encrucijada”, El Cultural, 16/12/2011


El chileno H. R. Letelier (Talca, 1950), un fabulador nato, ha sido capaz de resucitar al Cristo de Elqui, un Cristo de ficción, pero al tiempo un personaje real que, en los años cuarenta y cincuenta, había difundido sus prédicas sobre el fin del mundo por todo Chile. Un Cristo que por cierto, y esto tiene que ver también con mi homenaje, ya había inspirado al poeta Nicanor Parra, quien, en dos de sus libros de versos (Sermones y Prédicas del Cristo de Elqui, 1977, y Nuevos Sermones y Prédicas del Cristo de Elqui, 1978), le situaba en 1929. ¡Además con la cita de arriba del libro de Parra se abre esta novela de Letelier! Sin embargo, la diferencia principal entre los dos Cristos estribaba en que el Cristo de Parra practicaba la abstinencia sexual, y éste de Letelier, en contra de la doctrina eclesiástica del celibato, y siguiendo el claro precepto bíblico de “id y multiplicaos”, pues para él la abstinencia sexual era una aberración, buscaba una María Magdalena que “fornicara de todo corazón y sin remilgos”. Esta obra nos habla, pues, de un personaje muy de carne y hueso cuyo verdadero nombre era Domingo Zárate Vega y cuya biografía se nos cuenta en el capítulo nueve: “Había nacido el veinte de diciembre de 1897, Año del Señor, en la provincia de Coquimbo, región cordillerana de mi Chile querido… se arrebataba en decir, lleno de júbilo, en sus enrevesados discursos públicos”. Un personaje real, pues, que ya formaba parte de la tradición popular y de la jerga del pueblo en Chile (“Venís más ‘descachalandrao’ que el Cristo de Elqui”, solía decírse). Además, el Cristo de Elqui había aparecido ya como figura secundaria en otras dos novelas del autor (Los trenes se van al purgatorio, 2000, y Mi nombre es Malarrosa, 2008). “Me dije: este Cristito quiere algo”, aclaraba Letelier su querencia.

Este evangelio de Letelier, como resurrección del quinto evangelista en las minas de salitre del desierto chileno de Atacama, fue galardonado con el XIII Premio Alfaguara de novela 2010. Por lo que parece que uno no puede uno dejar de alabar los últimos Premios Alfaguara de novela. Así lo había hecho, en el número de primavera 2009 de la revista Letra Internacional, con otra novela anterior premiada, El viajero del siglo, de Andrés Neuman. Entre estas dos novelas sin duda había bastantes diferencias pero tenían en común la calidad de ambas. Por ello, con esta reseña, intento señalar este otro gran acierto de un jurado del premio por esta excelente elección. Al tiempo hay que remarcar que, por primera vez, se había hecho una edición digital del premio y que la editorial Alfaguara había sido la primera en ese formato electrónico, a partir de ahí disponible en la plataforma Libranda impulsada por Santillana, Planeta y Mondadori. También me parece un buen acierto el diseño de la portada del libro que reproducía un fotograma de la película de Luis Buñuel, Simón del desierto (1965), muy a juego con la historia de la que trataba la novela. Enhorabuena, con bastante retraso, a la editorial y también, claro está, enhorabuena al premiado. Considero que Letelier es un maestro en la utilización de distintas formas narrativas que se entrecruzan, igual que el cruce de lo culto y lo popular, igual que el cambio de golpe de la tercera persona a la primera, y el resucitar palabras en desuso lo que le ha causado no pocas críticas en Chile. “Gran parte de la literatura moderna sólo es mirarse el ombligo hasta el cansancio, lo que yo reivindico es contar y escuchar historias”, se reafirmaba en aquel momento el autor.

Por otra parte, Letelier, posiblemente el escritor chileno vivo de mayor proyección hoy en día, sin olvidar al recién premiado poeta Nicanor Parra vivito y coleando a sus noventa y siete años, ya se había hecho popular sobre todo con otra obra suya (La Reina Isabel cantaba rancheras) que tuvo enorme difusión en Chile. Esta “novela de prostitutas”, publicada en 1994, y en la que el Cristo ocupaba media página, recibió el premio del Consejo Nacional del Libro y la Lectura. Dos años después el mismo Consejo premió otra novela suya, El Himno del ángel parado en una pata. Con el conjunto de su obra, va por la undécima, ha alcanzado también una gran resonancia en la literatura hispanoamericana reciente. Su obra ha sido saludada además por la crítica como algo nuevo y original: “Por primera vez y después de muchos años, algo nuevo y original en la literatura hispanoamericana” (Magazine Littéraire). Por otra parte, en 2001 ya había sido nombrado Caballero de la Orden de las Artes y las Letras por el Ministerio de Cultura de Francia. Esta novela ha sido no sólo “el primer milagro del Cristo” al convertir el salitre del desierto chileno en plata de ley literaria, sino también un gran salto adelante de un escritor que en 2005 había venido a Madrid para dar una conferencia en La Casa de América pero a la vez aprovechaba para “reconocer el terreno” del premio. No hay que olvidar, y esto es muy importante, que estamos ante un escritor, por cierto autodidacta, y ya maduro, con un mundo imaginativo propio. El mundo de un auténtico contador de historias: “Soy un contador de historias, no un intelectual. Un intelectual cree en lo que escribe, yo tengo fe; él tiene erudición, títulos, yo tengo intuición, memoria, imaginación. La verdad es que me hubiera gustado ser Sherezade o, mejor aún, su esposo”.

Para escribir esta novela Letelier contaba además con la experiencia de ser hijo de un predicador evangélico, a quien le dedica la novela, y con la dura experiencia de haber sido obrero él mismo de las salitreras (había llegado allí con tres meses) durante treinta años. Por su misma experiencia vital y de trabajo conoce muy bien y de cerca este paisaje desértico y a sus gentes: un paisaje de espejismos que propicia el exceso hasta la locura. Paisaje que ha generado a un escritor a su vez excesivo que no se fía de la crítica (“Lo único que tiene un crítico para juzgar una obra es la cabeza, pero una novela se escribe con la cabeza, el corazón, las tripas y los cojones”); y también un escritor ambicioso (“¿Para qué escribir si no es para hacer una obra maestra? Que salga o no”). Un escritor que al tiempo aclara sus referencias y preferencias literarias: el desierto de Atacama es “Mi Comala, mi Macondo, mi Santa María”. Un contexto desde luego muy duro: “Es imposible hacer una novela rosa sobre la pampa” porque los mineros fueron “explotados”, el clima es “de mierda” y el paisaje “estéril”. Por ejemplo, en el capítulo siete, se nos cuenta que la salitrera La Piojo, “una de las salitreras más pobres y menoscabadas por las que había paseado su silueta mesiánica” el Cristo, estaba en huelga. Y, al tiempo que lugar de explotación (a la memoria nos viene la masacre de obreros de Santa María de Iquique), su paraíso (“Si en algún pueblo del mundo sus habitantes se pueden ir a dormir sin cerrar la puerta de su casa, están en el paraíso”).

 La novela se introduce con una Carta pastoral escrita por el obispo de La Serena el 25 de febrero de 1931 en la que previene a sus feligreses contra “las prédicas de un pobre iluso de los que hay muchos en el manicomio” al que han acogido como el mismo Mesías e incluso le han formado una comitiva de apóstoles y creyentes. Luego la novela entra rápidamente en materia con la falsa resurrección de un borracho, Lázaro se llama y no por casualidad, que es una encerrona que le han tendido al Cristo para ridiculizarle. De esta manera El arte de la resurrección se va a extender desde esta primera resurrección hasta otra resurrección, falsa también, de la gallina Sinforosa al final de la novela. En su transcurso nos va a ir mostrando a un personaje fieramente humano, patético y ridículo a veces, que tan pronto, por su orgullo herido, agarra el látigo cual Cristo llegando a asustar a sus discípulos, o que en momentos de zozobra espiritual no para de meterse el dedo en la nariz. Un personaje entre la lucidez y la locura que vendría a ser una mezcla de don Quijote y Sancho. Un personaje creado por Letelier con gran sentido del humor pero sin pretender más honduras sicológicas.

En el capítulo dos ya se sitúa la novela a nivel temporal, en el año 42, cuando nos cuenta cómo este Cristo había viajado en un lento tren (“Lo que en pleno 42 es una vergüenza nacional”, gruñían los viejos por el retraso del tren) desde el sur del país hasta la salitrera La Piojo o Providencia para encontrar a una prostituta de la que le había hablado un pajarero, el huaso de los pájaros, en una taberna. La historia de dicha prostituta “desabolló” el ánimo del Cristo porque se trataba de una meretriz creyente en Dios y la Virgen, y por el detalle perturbador de su nombre, Magalena Mercado. Este personaje complementario del Cristo, se presenta, el capítulo ocho se le dedica íntegramente, como “una puta bíblica” para un Cristo loco que la quiere convertir en su discípula y amante. Las escenas en que dialogan los dos personajes llegan a alcanzar un humor surrealista, por ejemplo en el cruce de La Animita después de que a ella la hayan desalojado de la oficina de la salitrera y del poblado. En ese momento, el Cristo le pide beneplácito para quedarse allí con ella en su “santuario” y la puta le responde que “la Pampa es libre” y le habla de fundar un nuevo pueblo: “¿Cómo le pondríamos, maestro, Sodoma o Gomorra?”. Luego tienen una cómico-erótica relación de la que el Cristo, cuando vuelve a ser de nuevo Domingo Zárate Vega, aún recordará aquella singular noche de ensueño con la hembra bíblica que “pudo hacerle llevadero el calvario de su misión evangelizadora”.

El retrato último del Cristo acaba siendo en este sentido, cual don Quijote derrotado en sus ideales afanes, añorante y tierno. Por lo que el final de la novela también acaba resultando bastante triste: por un lado, la soledad del personaje (“Un sentimiento de desamparo le ablandó los huesos. Era el mismo desamparo que había sentido aquella vez… al leer el telegrama de la muerte de su santa madre. Era como si la hubiese perdido por segunda vez”), sobre todo recordando su última noche pampina; por otro lado, la separación de Magalena Mercado y la muerte del pobre don Anónimo, y la falsa resurrección de Sinforosa que ocupa el último capítulo. Ahora que “su ministerio languidecía a ojos vista” el Cristo vivía sólo de recuerdos del pasado, por ejemplo el del día aquel en que se había acercado a oír sus palabras, en la plaza de La Serena, la mismísima Gabriela Mistral y él había declamado, en su honor, algunas estrofas de su poema Desolación. ¡Nunca había olvidado el aura de santidad que irradiaba la poetisa! Aura que él había perdido puesto que ya no causaba el delirio de sus comienzos y no le llegaban enfermos como antes ni nunca volvió a ser entrevistado como en la larga entrevista de “La Voz de la Pampa” del 27/12/1942 (páginas 208 a 214). El Cristo palidecía ante los nuevos inventos (“La radio, el disco, el cinematógrafo eran ahora nuestros becerros de oro, y los locutores y los cantantes y los actores eran nuestras deidades”) con los que había triunfado el Anticristo.

 Finalmente, una y otra vez, siempre como telón de fondo de la novela, aparece la soledad del desierto. El desierto, “mortaja de sal”, es, con su silencio mineral, el otro gran protagonista: la Pampa como llanura ardiente, sólo cortada por la línea del ferrocarril, donde el sol caía a plomo o soplaba un viento árido “de las cuatro de la tarde”. El seco e inclemente desierto, lugar también de espejismos o visiones hasta el delirio o la extenuación acordes con los propios delirios del protagonista, que atraviesa el austero personaje del Cristo, “un pobre campesino rústico dándoselas de profeta elegido por el Altísimo”.
 

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