Trasversales
Anne Vernet

La alteridad y la "coherencia represiva"

Revista Trasversales número 25, abril 2012

Otros textos de la autora


Anne Vernet (1953) es doctora en Ciencias del Lenguaje y escenógrafa. Profesora de teatro durante 20 años. Autora de numerosos artículos sobre filosofía política, historia del arte y dramaturgia. Autora de las novelas La Seconde Chance (2009, éditions Sulliver) y Un trop-plein d’espace (2010, éditions Sulliver).



Hago la siguiente hipótesis, vinculada a la problemática alteridad versus heteronomía: las estructuras de poder tienen su origen en lo que llamo las “coherencias represivas”... En particular, ese es también el caso de las organizaciones revolucionarias, o que, en todo caso, pretenden serlo, lo que sorprende, ya que, a priori, sólo cabría esperar la presencia de ese factor en la “organización dominante” sociopolítica instituida, estatalizada...
Y sin embargo...

La coherencia represiva es constitutiva de la solidez de una estrategia, incluso cuando sólo le queda el “post-fracaso” como espacio de supervivencia o desarrollo. Desarrollo, en tal caso, viciado, tanto por el contexto de fracaso como por el factor represivo y autorrepresivo, exacerbado por el propio fracaso, ya que la coherencia represiva es, en realidad, preludio del fracaso, del que ella misma es hacedora, en un doble sentido: como factor externo, la represión sufrida desde el orden instituido, en su exterioridad respecto al movimiento revolucionario, y como factor interno, por la “necesidad” represiva sin la que ningún proyecto revolucionario puede forjar su poder, sus armas, y constituir, al menos, una amenaza.
Lo que aquí me interesa es ese aspecto interno, podría decirse que infraestructural, de la coherencia represiva en torno a la que se forma la constelación de un proyecto revolucionario.

Ninguna estructura de poder puede sobrevivir sin coherencia represiva interna. Ésta es heterónoma, en el sentido de que pretende fagocitar toda alteridad y toda expresión de la alteridad en beneficio de su fuerza. Las organizaciones revolucionarias, en tanto que estructuras de “pre-poder”, no son excepción a esa regla; por el contrario, ellas, al anticipar el poder, anticipan, en primer lugar y siempre, la capacidad coactiva al auto-organizarse desde su nacimiento en torno a una coherencia represiva.
Sólo la coherencia represiva estabiliza el deseo de cambio en una voluntad colectiva.

La coherencia represiva puede adoptar formas muy diversas, pero siembre y en todas sus figuras lanza sus dardos contra la alteridad. Cito algunas de sus formas:
- La identificación (con) y la lealtad hacia un “líder”.
- El sepelio de la creatividad en favor del “derecho canónico” vinculado a un dogma, a una ideología, incluso simplemente a una obra.
- El sometimiento de todo pensamiento, crítico o no, a una ley cuantitativa que, bajo pretexto “democrático”, silencia cualquier pensamiento que la mayoría no apruebe, no entienda o no tenga tiempo de sopesar; lo importante es asfixiar las premisas de una reflexión autónoma, no controlada y por tanto virtualmente incontrolable, invocando el anonimato numérico de un “colectivo”, siempre presentado como no-identificado bajo el pretexto de garantizar así su adogmatismo, según el cual el hecho de que nadie comparta a priori una reflexión niega a ésta el derecho a existir.
[Esto es efecto de lo que Lacan denomina el “Gran Otro”, en su manipulación muy particular de lo poético, que le impulsa, indebidamente (como teórico), a hablar en el lugar de la psique (es decir, en el lugar de su “objeto”). Ahora bien, si el otro (en el discurso lacaniano “pequeño” otro: usted y yo) constituye la realidad humana con que cada sujeto se enfrenta, se mide y con la que debe devenir, en cambio el concepto del “Gran Otro” no reviste ninguna realidad objetiva, sino que concierne a lo imaginario, en el sentido lacaniano de globalmente patógeno, como sustituto de lo simbólico (el “Gran Otro” puede ser Dios, el motor de la historia, la Madre Tierra, el “colectivo anónimo”, los genes...). Por cierto, creo que podemos identificar. en ciertos “límites” del pensamiento de Castoriadis aquello que, casi a sus espaldas y pese a todas las justas precauciones que toma, se debe a escorias lacanianas o a retazos de la sociología durkheimiana o del marxismo “izquierdista”, lo que no invalida sus argumentos sino que subraya la dificultad que cualquier persona experimenta, al sostener la singularidad de una reflexión, para obedecer a la obligación lógica que preside su construcción en aquellos casos en que este pensamiento está también involucrado en la controversia (filosófica, científica, política) y debe desembarazarse de influencias pasadas que aún siguen en liza... Sin embargo, estos límites son también los puntos débiles por los que la obra puede desviarse de su objetivo emancipador. No me he salido del tema, pues este inciso trata de la presión de una “coherencia represiva” sobre una alteridad creadora. Supongamos que Castoriadis hubiese tenido que plegar velas bajo el pretexto de que nadie pensaba como él, antes que él, al mismo tiempo que él y sin él...]

- La manipulación de la violencia “interiorizada”: en la base todos somos malos, contrarrevolucionarios por estar alienados
- La manipulación de la violencia “exteriorizada”: el poder establecido va a matarnos a todos, hay que ser soldados y un soldado obedece, no piensa.
- La renuncia a “hacer emerger la alteridad”, en beneficio de un acuerdo consensuado y pacífico, uniformizado y amalgamado, en el que la disolución de las asperezas bajo pretexto, por ejemplo, del amor universal, de la paz, de la unión, puede encontrar un verdadero poder “erótico” (en el sentido psicoanalítico del término), lo que conlleva que el colectivo así homogeneizado sea muy frágil ante la menor irrupción de alteridad (interna o externa).
- El espectáculo, finalmente, el espectáculo organizado de la necesidad represiva como coherencia revolucionaria (desfile con banderas, estricta autolimitación del campo sindical, culto a los muertos, santificaciones del fracaso, escenificación de autocríticas, juegos de culpabilización...).

Unos pocos ejemplos:
- ¿Cómo algunos “antiguos” maoístas pueden haberse integrado en el orden dominante, confesando su fracaso, difundiendo su autocrítica, y, sin embargo, mantener paralelamente la ideología que dicen haber abandonado y a la que proclaman fracasada, mediante la manipulación de su compromiso supuestamente involuntario, abusando de la autocrítica convertida en parodia pragmática de una abyecta autoburla? Pregunta que es, por otra parte, extensible a otros y a todas las “militancias” que aspiran al poder o, en su defecto, a la violencia, así como, claro está, también es extensible a todo poder instituido en general. Este mantenimiento de la coherencia represiva (en apariencia sólo autorrepresiva) pretende ser ejemplar, sirve para canalizar la ira, para condicionar las aspiraciones revolucionarias y, posiblemente, llegado el momento, para dirigir la acción de los militantes. [Por supuesto, los criptomaoistas no son teleguiados por Beijing, que probablemente se burla de ellos y les desprecia, por lo que esa referencia sólo sirve para aquellos que la utilizan y la proporcionan una legitimidad ideológica de la que, por el contrario, la fuente original podrá aprovecharse para apoyarse en ella y para justificar la represión en caso de ser necesario]
- El sindicalismo organizado basado en la restricción (limitado al derecho al empleo, a las condiciones de trabajo, a las reivindicaciones salariales y a la defensa de los trabajadores contra los abusos patronales), sin ningún poder o influencia sobre las definiciones del objeto fabricado (criterios de calidad, opciones y criterios de fabricación, materiales y componentes, legitimidad de tal o cual producto, etc.), ha bloqueado así toda concertación verdaderamente democrática sobre la producción de mercancías: otro ejemplo de una forma particular de coherencia represiva. No basta con dar después un capón en la cabeza al “consumidor” acusándole de ser un cretino descerebrado que compra cualquier cosa, cuando antes se le ha convencido debidamente de que se va a cambiar el mundo con “la organización de las luchas” controladas, que contribuye conscientemente a la mala gestión al renunciar a intervenir en ella.
- La “estrategia” psicótica del ciclo represión / fracaso / represión / fracaso puede observarse tanto en el comportamiento de las organizaciones revolucionarias como en el de las reformistas o “resistentes” y, por supuesto, en todas las “filiales” de los poderes establecidos.
- Si nos fijamos en todas las figuras, más o menos instituidas (o que pretenden instituirse) de los múltiples “programas” revolucionarios, todos, sin excepción, comienzan segregando toda esta coherencia represiva que, ipso facto, condena a largo plazo las ambiciones anunciadas.
- La misma coherencia, por supuesto, estructura también los fundamentos de los poderes instituidos vigentes, pues ellos conservan, en sus patrones, la “coherencia represiva” fundamental que presidía su organización cuando se encontraban en fase “pre-revolucionaria” y que se mantuvo tras la toma del poder.
Está claro que el respeto fundamental de la alteridad y de los modos de organización que ésta puede inspirar es realmente la única manera de escapar al dominio de una coherencia represiva. Y lo más interesante es que la reivindicación de la alteridad, pero aún más su ejercicio, es, probablemente, lo que realmente contiene el germen de la autonomía. Cuando ésta es conminada a eclipsarse (a reprimirse) bajo la “coherencia represiva”, reaparece la alteridad pero en su figura más odiosa, la de la heteronomía: el “Gran Otro” según lo imaginario en el sentido lacaniano, es decir, neurótico (compensatorio), sin distinción de grado o de atribución (imaginación individual o institución colectiva).
Justo aquí la contribución de Castoriadis es fundamental, extirpando el Imaginario del ostracismo lacaniano. Pues creo que Castoriadis sabía muy bien de qué hablaba cuando se remite a Aristóteles como salvador del imaginario greco-occidental tras el “sepultamiento” platónico: reinstaura, en cierto sentido, este proceso de rescate tras el sepultamiento marxista y lacaniano del imaginario, uno en nombre de la racionalización, el otro en nombre de lo “simbólico” (el orden fálico en Lacan). Ahora bien, el rescate castoridiano del imaginario se atiene precisamente a la partición rigurosa que le aporta la práctica psicoanalítica, permitiéndole articular el imaginario psíquico (la imaginación individual) y el imaginario colectivo (las instituciones sociohistóricas) sin confundirles ni subsumirles.
Reivindicar la autonomía en nombre de la alteridad es, sin duda, mucho más eficaz y más legítimo, desde todos los puntos de vista, que hacerlo apoyándose sobre la “libertad” unívocamente subjetiva, la postura del anarquismo individualista que Castoriadis rechazó con razón, al igual que lo hicieron la mayoría de los teóricos anarquistas “clásicos” (Bakunin y otros), pero sin poder aportar argumentos más allá de la “fraternidad” humana. Si hasta ahora el anarquismo ha carecido del concepto clave que le permitiese renovar su legitimidad evitando caer en la trampa del “capricho personal” como referencia principal, puede encontrarlo ahora en el concepto de alteridad. Yo soy el otro de otro yo: la libertad y el derecho se funda sobre el respeto de la alteridad. Atacar la libertad del otro no garantiza mi libertad en tanto que otro. Esta podría ser la definición misma de los “derechos humanos” y del laicismo. Y el final del fraude absolutista y “violentógeno” del sacrosanto Sujeto hipostasiado en tanto que mismo siempre concurrente con sí mismo, escamoteando, en principio, la alteridad.

Se puede salir de la neurosis o de la psicosis heterónoma de un “Gran Otro” fantaseado por defecto (en el lugar de la alteridad reprimida) y que, por su naturaleza neurótica, no quiere conocer más que lo mismo y sólo produce lo mismo, lo mismo obligado.
Castoriadis aporta al pensamiento anarquista el referente que le da nuevo impulso, en primer lugar por la ruptura rigurosa que establece entre alteridad y heteronomía, y también por la extrema delicadeza con la que destaca la articulación vital de la alteridad con lo poiético [nt: creativo], lo imaginario, lo instituyente y la autonomía.

11 de noviembre de 2011




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