Trasversales
Ignacio Castro Rey

El árbol de la vida

Revista Trasversales número 24,  otoño 2011

Ignacio Castro Rey
es escritor, filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
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El árbol de la vida (Terrence Malick*, 2011)

* T. Malick (Waco, Texas, 1943) es autor de cinco films solamente. Además del que comentamos: Malas tierras (Bad lands, 1974), Días del cielo (Days of heaven, 1978), La delgada línea roja (The thin red line, 1998) y El nuevo mundo (The new world, 2005)

Una historia de vida familiar, música, religión, sueños y frustraciones en la Texas de los años cincuenta. La cámara vaga entre recién nacidos, árboles iluminados, ventanales, humanos que oscilan entre el miedo y el amor, la cólera y la piedad.
La superficie del mundo es la máscara de un interior que está en todas partes y en ninguna. Incluso en sus posibles defectos, es difícil describir esta película. Para empezar, cada momento de ella es tan complejo que habría que verla tres veces. A pesar de diez minutos iniciales y diez finales que tal vez sobran (tampoco es seguro, dada la conmoción que producen las dos horas del medio), El árbol de la vida tiene algo de sobrecogedor. La hierba y los árboles son el modelo de una metafísica en la que los hombres somos igual que una planta, raíz oscura que sueña con cielos. Cada latido humano compone un todo orgánico con las figuras caprichosas del suelo y las nubes.

El universo recomienza en cada segundo, un momento que a su vez tiene efectos incalculables. Malick rehace el mundo (una clase, una tarde, un año) desde las astillas de su tiempo muerto, intervalos de vida aparentemente insignificantes. A partir de esta afluencia constante, muda o de expresión difícil, El árbol de la vida nos devuelve una vida casi irreconocible, que tiene la emoción y el riesgo del inicio en cada instante.
La piedra rechazada se ha convertido en angular. El impacto “religioso” del film (sin duda, incómodo para nuestra ideología) proviene de esta selección de lo insignificante, de una experiencia mesiánica del tiempo que la cámara capta. Más de esto que del discurso explícito, a veces extremadamente poético. Toda la película es como una inmensa oración por lo que está en juego en cada tic-tac de nuestro minutero. Como diría Berger, el cansancio nos hace receptivos a la epopeya de cualquier ser vivo.

¿Darwin? Más que otra “teoría de la evolución”, Malick ensaya una práctica de la evolución en cada momento  y en cada acto, que entonces aparecen encadenados, de modo no determinista, a una corriente incesante. Algo así como en la versión “bíblica” de American beauty, el último trabajo de Malick bebe más en una metafísica americana que hemos olvidado que en la habitual sociología. De un lado, intercaladas con imágenes de la vida cotidiana, se muestran formas geológicas torcidas por la erosión, el viento, la fuerza del agua, la ebullición del material pululante del universo. De otro, lo equivalente a los elementos es para los humanos “Dios”, a quien apenas se nombra en vano. Sólo voces susurrantes, casi siempre femeninas, mantienen una continua plegaria hacia esa fuerza oscura omnipresente en el entorno natural: Keep us. Tanto el “orden” de la naturaleza como las figuras de lo divino, dos reinos paralelos, son más cuánticos que newtonianos, pues mantienen siempre una presencia fluyente, incalculable.

Las voces de los protagonistas susurran desde un interior humano no menos volcánico que la naturaleza. Ambos, tierra y hombres, viven profundamente alterados, sujetos a accidentes imprevisibles. La vida humana también es como una planta, parece querer decirnos Malick. Naces, creces, temes, amas, aras, mueres. Sea cual sea el orden de los actos, las raíces se pierden en un rumor de fondo que impulsa esta voluntad aérea en las ramas de los árboles y en la música de los humanos. Brahms resuena en una sala de Texas no menos secreto que las ramas que nadie mira.

Formas terrenales monstruosas, desiertos y viento. La pobreza, el sufrimiento y la muerte. Y el amor, atravesando todo ese magma en ebullición. Inolvidable, el joven Jack llora como un animal herido. “¿Tú también morirás, madre?”. Si no amas, dice una de las voces, tu vida transcurre como un destello.

No se trata en El árbol de la vida de un Dios antropomorfo. No sólo porque el misterio de las formas exteriores aparece continuamente como referente, sino porque los seres humanos están atravesados por las mismas fuerzas anónimas que retuercen el agua y las rocas. En cada ojo de pez, todos los mares. En cada árbol, la compleja maraña del mundo. Un constante infinito en acto elimina de raíz cualquier pretensión de narración lineal o causalidad mecánica.

El amor altera el curso de las vidas no menos que el agua, el hambre y el viento. Hombres y bestias están hermanados por el empuje de una energía fortuita y violenta, pero también abierta al sufrimiento del otro. Cada palabra tiene consecuencias incalculables en un universo multiplicado en cada punto, poblado de interrelaciones y ecos. La película no es exactamente alegre, más bien lo contrario, pero transmite un rumor impresionante en cada instante. Es normal que los aficionados al cine pop, aquellos que tienen a Tarantino o Almodóvar como modelo, se sientan irritados y hablen de grandilocuencia vacía.
 Madrid, 12 de Octubre de 2011


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