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Con las revoluciones árabes

Revista Trasversales número 22 primavera 2011


Las revoluciones árabes, todas ellas, son un acontecimiento de importancia histórica, ante el que sólo cabe una actitud de solidaridad con la gente corriente que se ha alzado contra sus opresores y ha manifestado el deseo colectivo de decidir su destino.

El suicidio de Mohamed Bouazizi en Túnez fue el detonante simbólico de un proceso revolucionario vertiginoso, que ha desestabilizado a los regímenes autoritarios o dictatoriales. Si en Túnez y Egipto echaron a Ben Alí y a Mubarak, la llama de la revolución democrática prendió también en rebeliones abiertas en Libia, Bahréin, Siria o Yemen. Las movilizaciones por la democracia y por los derechos ciudadanos han alcanzado a Jordania, Palestina, Marruecos, Sáhara, Argelia o Arabia Saudí. A través de tan diversas facetas se expresa un impulso regional común, precedido por el movimiento democrático iraní de 2009.
Una revolución contra regímenes de este cariz exige un estado de ánimo colectivo excepcional y una confianza del pueblo en sí mismo propia de momentos históricos singulares. En 2011, como antes en 1789, 1848, 1917, 1968 o 1989, millones de personas han dicho basta y el poder de los Estados se ha estremecido.

La naturaleza de las movilizaciones populares responde a la exigencia de libertad, derechos democráticos y condiciones de vida dignas. Son muchos sus motivos: la arbitrariedad, la crueldad, la corrupción, la degradación de las condiciones de vida, la falta de futuro de las y los jóvenes. Y, por encima de todo, la reivindicación del derecho a construir su propio destino. Estas rebeliones rompen prejuicios sobre el mundo árabe: sus movimientos ciudadanos confluyen con los del resto del mundo; más aún, los adelantan. También han puesto de manifiesto un gran protagonismo de las mujeres, uno de cuyos primeros frutos prácticos podría ser la ley electoral paritaria propuesta en Túnez.

En Túnez y en Egipto, donde el ejército no disparó contra los manifestantes como sí hicieron la policía y otros agentes de los dictadores, las fisuras de los regímenes desembocaron rápidamente en las primeras victorias. Después, a partir del 17 de febrero, la población libia luchó con extraordinario valor contra el régimen de Gadafi, que declaró la guerra a su propio pueblo. Se desencadenó una lucha desigual: por un lado, la gente común, milicias improvisadas, escaso armamento y poca o nula preparación militar; por otro lado, los sicarios y mercenarios de Gadafi, tanques, aviones. Las tropas de Gadafi amenazaban con un inminente baño de sangre en Bengasi y otras ciudades, para ahogar la revolución. Con el convencimiento de que eso era lo peor que podía pasar, participamos en iniciativas ciudadanas que reclamaban al Gobierno español, a la UE y a la ONU que se atendiese la petición de reconocimiento y ayuda hecha por el Consejo Nacional Provisional libio, y valoramos positivamente que el 17 de marzo el Consejo de Seguridad de la ONU aprobase, tardiamente, la resolución 1973 autorizando la creación de una zona de exclusión aérea en Libia y las acciones necesarias para la defensa de  su población civil. La actitud "ni Gadafi ni intervención" mostrada por una parte de la izquierda era incoherente con la situación real en Libia. Nuestra postura se ha basado en el apoyo a la revolución libia y en el reconocimiento de su derecho a defenderse y buscar alianzas para ello, no en las motivaciones que tuvieran los dirigentes de las potencias participantes en la intervención, de quienes desconfiamos profundamente pues han sostenido y sostienen regímenes dictatoriales en el mundo árabe y representan a  élites económicas y políticas con intereses propios ajenos a los del pueblo árabe.

La revolución árabe también ha encontrado una feroz resistencia en los regímenes de Yemen, Bahrein y Siria, alentados por el ejemplo de Gadafi. Ya las primeras grandes manifestaciones en el sur de Siria fueron masacradas por el régimen baasista, siguiendo el ejemplo de Saleh y del rey bahreiní, en cuyo socorro contra el pueblo han acudido tropas de Arabia Saudí y de los Emiratos. En otros países, las élites tratan de controlar la situación combinando la promesa de reformas con una represión también feroz, pero más limitada.

Los pueblos ganaron los primeros asaltos en Egipto y Túnez, pero es verdad que ni siquiera allí su triunfo está asegurado. Las revoluciones pueden ser derrotadas por los tiranos ante la pasividad del mundo, o desnaturalizadas por una coalición reaccionaria entre élites nativas y extranjeras. Es imposible exigir garantías sobre un futuro que nadie conoce. Pero hay revoluciones derrotadas que mejoran el mundo y otras que triunfan y acaban dando lugar a poderes despóticos. En todo caso, hay que situarse sin fatalismos y sin doctrinarismos con nuestra gente, con las mujeres y hombres árabes e iraníes que ponen en marcha su revolución democrática. La plaza Tahrir es nuestra plaza, el símbolo de un poder emergente de jóvenes, hombres y mujeres, trabajadores, profesionales, pobres. No será fácil: hay conflictos étnicos y religiosos, estructuras patriarcales, intereses petrolíferos y poderosas élites que complicarán el panorama. Pero la lucha de la gente común contra un poder que le es ajeno es un proceso extraordinario, que marcará las próximas décadas.

Echamos en falta un movimiento de ciudadanos europeos solidario con todas las revoluciones árabes, que no sea cómplice con los crímenes de los regímenes dominantes. Echamos en falta una izquierda que apoye todas las causas justas sin lastres ideológicos o geoestratégicos. Las revoluciones árabes exigen democracia, libertad e igualdad, que no son valores occidentales sino universales. Podemos y debemos aprender de su impulso libertario. La recuperación del sentimiento colectivo de autonomía no reconoce fronteras. La rebelión árabe es un poderoso fermento del resurgir de una ciudadanía activa en el resto el mundo.

18 de abril de 2011


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