Trasversales
Beatriz Gimeno

El debate sobre el trabajo doméstico

Revista Trasversales número 20, otoño 2010

Textos de la autora
en Trasversales




Siempre me ha sorprendido la falta de debate que en España se observa alrededor del trabajo doméstico. La falta de reivindicación sobre la condición laboral de las trabajadoras domésticas, por una parte (aunque se va avanzando gracias a los sindicatos y a que algunas feministas han llamado la atención sobre el tema), pero sobre todo me sorprende la falta de debate ideológico sobre la consideración ética del trabajo doméstico, debate que sí se ha dado en otros países como Suecia o Estados Unidos [tomo como base de este artículo el aparecido en la revista Sings (Signs. Journal of women in culture and Society. Volume 35, number 1, Autumn 2009 pp 157-184), de John R. Bowman y Alyson M. Cole,   “Do working mothers Oppress Other Women? The Swedish ‘Maid Debate” and the welfare State politics of gender Equality’. Todas las citas son de este artículo]. El debate que quiero plantear aquí, es el que debe responder a estas preguntas: ¿deben las mujeres contratar a otras mujeres para limpiar sus casas? ¿Es feminista? ¿Es socialmente ético? ¿Es de izquierdas? Para algunas feministas sólo el hecho de que se suscite este debate es antifeminista puesto que intenta culpabilizar a las mujeres por abandonar sus casas en manos de otras. Para otras, el debate pone de manifiesto que la falta de servicios públicos que ayuden a las mujeres que trabajan hace que las familias tengan que encontrar soluciones privadas por su cuenta. Por último, para otras, el trabajo doméstico en sí es más que cuestionable por varias razones y las mujeres feministas de izquierdas deberían plantearlo en otros términos de los habituales. Este artículo no pretende culpabilizar a nadie, sino cuestionar críticamente una situación asumiendo que las situaciones personales son siempre mucho más complejas de lo que puede enmarcarse en un artículo teórico.

En realidad nos encontramos ante una situación ya conocida en los debates feministas, un problema de “doble vínculo” en el que todas las opciones son malas. En Suecia el debate fue muy intenso y surgió a mediados de los 90 cuando el gobierno de centro derecha hizo una propuesta para desgravar a las familias los gastos del servicio doméstico. El debate, en lo que se refiere al feminismo, giró en torno a si no estarían las mujeres de clase media contribuyendo a crear una nueva clase de trabajadoras marginales, perpetuando la división sexual del trabajo y por tanto la desigualdad de género. Defensoras de esta desgravación argüían que crearía empleo en el sector servicios y relevaría a muchas mujeres de la doble jornada que les impiden competir con los hombres en el ámbito público. Una variante de este debate tuvo lugar en los EEUU donde mucha de la investigación feminista desde hace décadas se ha centrado en la crítica a la explotación que sufren las trabajadoras domésticas. Que las empleadas domésticas contemporáneas han permitido a las mujeres de clase media escapar de alguno de los aspectos más ominosos del patriarcado traspasando la carga sobre mujeres de clase obrera ha sido una argumentación muy repetida en estos estudios (Rollins 1985, Romero 1992, Wrigley 1996). Más recientemente las críticas han puesto su atención en las dimensiones globales de lo que se ha llamado “cadena de cuidado” poniendo el acento en que en este mercado de trabajo las mujeres del tercer mundo asumen los roles domésticos abandonados por las mujeres del primer mundo (Parreñas 2001; Ehrenreich y Hochschild 2003ª) .

En España, donde este trabajo lo hacen mayoritariamente inmigrantes, si bien de manera paternalista se “agradece y se reconoce” la contribución de las mujeres inmigrantes al trabajo de las españolas no hay ni rastro de crítica social en estos reconocimientos. Entiendo que dicho trabajo no se cuestione desde el punto de vista liberal, pero no entiendo que no lo cuestionen feministas socialistas o de izquierdas. Según las liberales, más que culpar a las mujeres que usan de la ayuda doméstica, lo progresista es elevar el estatus de este trabajo: una paga adecuada y derechos laborales para las trabajadoras. Esto sería obviamente necesario ya que la situación de las trabajadoras domésticas es intolerable desde todos los puntos de vista: sin horarios, sin vacaciones, sin contrato, sin paro, sin nada. La realidad es que aunque algunas feministas se han implicado en la necesidad de esos cambios, la mayoría ignora un tema tan poco glamouroso y que, no nos engañemos, no acaba de interesar a muchas otras. En todo caso, este artículo no trata sobre la situación legal de las trabajadoras domésticas, sino que se cuestiona la necesidad de seguir manteniendo ese trabajo desde el punto de vista de la equidad y la igualdad.

En Suecia, la socialista Kristina Hultman aseguró que “el debate ya no trata de las desgravaciones, sino de si una está a favor o en contra de tener criadas” o más exactamente: “¿Pueden las mujeres que contratan a otras mujeres para que limpien sus casas ser llamadas feministas? ¿Pueden mujeres con empleos que luchan por la igualdad en otros ámbitos contribuir a mantener la desigualdad?”. El debate nos sitúa así en maneras en que las intersecciones de la familia y el mercado, de la implicación en el género, la igualdad y la clase social no han sido abordadas por el feminismo en España. Partamos de la base de que las feministas exigimos y luchamos porque las políticas públicas cubran gran parte del trabajo reproductivo que antes hacían las mujeres a tiempo completo: guarderías, ayudas a enfermos, ancianos y dependientes. El trabajo de cuidado de hijos o de ancianos es necesario, es valioso socialmente y las tasas de natalidad no subirán mientras el cuidado no sea compatible con el trabajo remunerado; eso exige servicios del Estado y de los hombres en todos los casos. Desde un punto de vista feminista y socialdemócrata el trabajo reproductivo absolutamente necesario debe desfamiliarizarse, como se ha hecho en parte en los Estados del bienestar, evitando que entre en el mercado de manera que pueda ser percibido como una cuestión de derechos, lo que ocurre cuando una persona puede mantener un nivel de vida aceptable sin tener que confiar en el mercado (Esping-Anderson 1990, 21-22). Mientras no existan esas políticas públicas buscaremos soluciones privadas, pero incluso con la existencia de dichas políticas siempre habrá un trabajo residual en la casa que hacer. Este trabajo residual es el que hace que incluso en Suecia las mujeres sigan cargando con la doble jornada y es un condicionante que impide la igualdad de género. ¿Qué hacer con ese trabajo residual? ¿Ponemos a otra mujer a hacerlo? ¿Qué tiene eso de malo?

 Si nos estamos haciendo esta pregunta es porque hay algo en el trabajo doméstico que lo hace diferente a otros trabajos y esa diferencia no es reducible sólo a las características explotadoras de la relación. Lo que es diferente en el trabajo doméstico es su nula valoración social y su indisoluble relación con el género. La cuestión entonces es si se puede revalorizar el trabajo doméstico, como piden algunas feministas (aunque de manera un tanto light) y si puede desligarse del género. Recordemos que estamos hablando en todo momento de ese trabajo que se ha llamado residual, el que en ningún caso va a cubrir el Estado: es decir fundamentalmente la limpieza y/o comida. Respecto a la posible revalorización de ese trabajo, mi opinión es que no es posible revalorizarlo del todo por muchas razones. En primer lugar porque es un trabajo realmente sin valor ya que puede no hacerse. A un niño, a un enfermo o a un dependiente, hay que cuidarlo, es una necesidad social, pero la casa puede estar sin barrer y puede abrirse una lata. Lo cierto es que en el último siglo el trabajo doméstico ha cambiado radicalmente y sin embargo seguimos refiriéndonos a él como si se tratara del mismo trabajo. De ser un trabajo imprescindible en el que se empleaban muchas horas así como cierta fuerza física, a ser algo mucho más ligero, que puede hacer cualquiera y al que es posible dedicar poco tiempo. Antes era imposible hacer el trabajo doméstico y realizar trabajo extradoméstico. Lavar a mano, limpiar, comprar la comida, hacerla, limpiar la casa (muebles, suelos, cristales…) eran verdaderos trabajos que requerían fuerza, cierta destreza y muchas horas. Los electrodomésticos, los productos de limpieza, la comida preparada o fácil de hacer, los muebles, el tamaño de las casas… todo eso hace que exceptuando el trabajo de cuidado necesario para la vida, el trabajo doméstico haya quedado reducido a lo que queramos hacer de él. Mi abuela dedicaba todo el día al trabajo doméstico, yo ocupo media hora diaria de media. Además, algunas feministas han llamado la atención sobre los estándares de limpieza que mueven el mercado y configuran el trabajo como una cuestión psicológica. ¿Necesitamos que todo esté tan limpio y ordenado como aparece en los anuncios, como lo tenían nuestras madres? En realidad los estándares varían, suben cuando contratamos a una persona que lo hace y suelen bajar cuando lo tenemos que hacer nosotras mismas. Es imposible reevaluar un trabajo que no es socialmente necesario y del que se puede prescindir. La prueba es que muchas prescindimos del mismo sin problemas. Además, no puede revalorizarse porque no requiere ninguna capacitación; no puede revalorizarse porque siempre habrá quien lo haga por menos ya que es el último recurso de quien no tiene ninguna capacitación ni alternativa. Pero además, no se revaloriza por su doble relación con el género. Lo hacen casi únicamente mujeres y lo hacen, además, para otras mujeres. “La única manera de reevaluar este trabajo es que lo hagan los hombres” (Bang 1995, 27). Lo cierto es que si los hombres lo hicieran, poca gente podría contratarlo pues pasaría a ser trabajo de proveedor principal. Sólo en condiciones de bajísimos sueldos pueden muchas mujeres con sueldos que tampoco son de principal proveedor contratar a otras, con lo que, al mantener la demanda, se mantiene la oferta al mismo tiempo que se mantiene a esas mujeres en condiciones de explotación. En cuanto al género, la existencia de este trabajo perpetúa la división sexual del trabajo. Lo cierto es que las asistentas no liberan a las mujeres de hacer ese trabajo como estamos casi dando por hecho. Las asistentas en realidad liberan a los hombres de hacer su parte del trabajo. Por una parte, si el trabajo se repartiera por igual entre todos los miembros de la familia (hijos e hijas incluidos) las mujeres no se verían sometidas a esa doble jornada. Y por supuesto que el hecho de que sean mujeres las que lo hacen perpetúa la imagen social de las mujeres como ligadas a esos trabajos y a esos trabajos como cosas de mujeres.

El trabajo doméstico reproduce y perpetúa las relaciones sociales y económicas de desigualdad de género, pero también de clase. En mi opinión, uno de los mayores problemas de este trabajo en cuanto a la equidad es que no existe respuesta a la siguiente pregunta que plantea Nancy Fraser: “¿Quién limpia la casa de la limpiadora?” Fraser afirma que esa pregunta demuestra que el sistema, desde el punto de vista feminista ético, está ocluido. La asistenta no puede contratar servicio doméstico que le haga el trabajo de la casa mientras ella está fuera trabajando en el servicio doméstico, con lo que se condena a un grupo de mujeres, pobres, inmigrantes, de clase obrera, a la doble jornada mientras que las mujeres de clase media se libran de ella. Es decir, si ponemos a otras mujeres a realizar el trabajo que nos libra de la doble jornada, las condenamos a ellas a asumirla  (dejamos fuera de este artículo las implicaciones de raza, que son también muy importantes).

¿Quiere eso decir que debemos renunciar a que alguien haga ese trabajo? En principio yo soy de la opinión de que hay que asumir que existe un trabajo de reproducción básico que cada ser humano debería asumir por sí mismo. María Schottenius (1995, 24) escribe: “el primer mandamiento socialdemócrata para una mujer es este: debes limpiarte tu propia basura” (obviamente esto es aplicable también a los hombres). Sin embargo, ésta es una opinión personal inaplicable a la generalidad de una sociedad de clases. Los ricos siempre tendrán servicio. Sin embargo, si sólo los ricos tuvieran servicio éste podría especializarse, desgenerizarse y dignificarse laboralmente, puesto que ellos sí pueden pagar más. ¿Qué hacer entonces con el trabajo doméstico que no puede revalorizarse, el que contrata la clase media? Quizá más que tratar vanamente de revalorizar un trabajo que por las razones expuestas no va a revalorizarse nunca, lo que habría que hacer es racionalizarlo de manera que no sea incompatible con la igualdad y la equidad de género. Asumir que es un trabajo que nos libera de tareas incómodas pero que es prescindible supone convertirlo en un trabajo que hagan, por ejemplo, personas muy jóvenes, estudiantes de ambos sexos, como pasear perros o repartir periódicos. Limpiar la casa no requiere mayor especialización que pasear a un perro o cortar el césped, trabajos que normalmente realizan personas como complemento a otros sueldos, como complemento a una beca de estudios o como trabajo temporal mientras se estudia. En Suiza, por ejemplo, mucho de este trabajo doméstico en las casas de la clase media no adinerada lo realizan estudiantes como manera de ganar un poco de dinero extra. Las ventajas de esta manera de entenderlo es que lo desvincula del género y de la explotación de clase sin dejar de liberar a muchas mujeres de esa doble jornada que, en todo caso, desaparecería si los hombres hicieran su parte.


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