Trasversales
Ignacio Castro Rey

Aparta de mí este cáliz

Revista Trasversales número 17,  invierno 2009-2010

Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
en Trasversales



Gordos, Daniel Sánchez Arévalo, 2009

Pizza, carne, helados, chocolate. Encontrar en la opulencia de tragar el suplemento de una pobreza de vivir que apenas podemos confesar. Nadie va a la terapia para adelgazar, sino para tener a alguien con quien hablar de las razones de su disgusto con la vida y con el cuerpo. Como nosotros, ellos se curan cuando aprenden a vivir con el mal que les constituye. ¿Puede haber otra cosa? Entre el espectáculo informativo y el determinismo social, hace tiempo que palpitamos en este reino inestable.
Y sin embargo, Arévalo (nos ahorraremos el Sánchez para evitar equívocos) corre el riesgo de no contentar a nadie. La buena gente de derechas verá aquí una aproximación herética a la religión, su mezcla con elementos espúreos. La buena gente de izquierdas verá ahí demasiada metafísica, demasiado “apolítica” y, desde luego, un exceso caótico de registros y temas. Con un gran pecado añadido: progresismo y reacción tampoco están deslindados. Demasiada complejidad en el mismo saco: la religión y la sexualidad, el desamor y la descendencia, el fracaso y las terapias, la fraternidad y la inmadurez. Como ahora mujeres y hombres estamos ya igualados por “saber hacer sólo una cosa”, ser cobardes, el resultado probable es que se dejará de lado esta complejidad para ir a ver Ágora o 2012.

Cierto, en Gordos el peso es lo de menos. Soltera, casado, separado, viudo u homosexual en edad de merecer, lo que angustia, bajo las distintas identificaciones a las que nos adherimos, es la dificultad de vivir. Seas homosexual o heterosexual, varón o hembra, gordo o delgado, nadie te librará de enfrentarte a la extrañeza de un mal que no tiene género ni cura fácil. La frustración es la ley en este reino que ha perdido la naturaleza. Soy un “heterosexual reprimido”, llega a decir en cierto momento el gay oficial del grupo, expresando el colmo de la desgracia en esta democracia que ha de ser socialista incluso por la derecha. Pero en este punto, uniendo en el drama de vivir a personajes tan distintos, Arévalo está de vuelta del “partidismo” de la España oficial y su obsesión por la definición ideológica y el nivel de vida. Por así decirlo, Gordos es filosóficamente posterior a esta bendita crisis que promete eliminar parte de la espuma que nos sobra, de la movida que nos sobra, del deseo que nos sobra. A pesar de su cáscara, a veces extremadamente barroca, la película es “primaria” (casi tanto como lo es Azuloscurocasinegro) frente a la deconstrucción barata que ha hecho estragos en esta nación terciaria.

Lo que engorda a los protagonistas, dice Arévalo, es aquello ajeno que viven y que no saben cómo digerir. En este sentido, el director ensaya un primer plano sobre lo que entra y no puede salir, sobre lo que aumenta nuestra deformación, una corrupción difícilmente tratable. Lo sepa el director o no, esta tragicomedia merodea la falta de límites típicamente española, esta incapacidad “surrealista” para lo real, una impotencia que no acaba de reventar en ninguna crisis. El hastío que provoca este malestar neurótico de no caber en tu cuerpo surge del bienestar patético en el que nos hemos encerrado. En efecto, en Gordos apenas hay exteriores, todo transcurre en salas más o menos acondicionadas.

Es más, todos los personajes tienen su patología sobredimensionada por el hecho de estar vacantes, quiero decir, sin ninguna tarea externa. Me explico. No es que la gente “normal” (y todos somos normales en este punto) haya de tener necesariamente una gesta histórica. Lo que no puede hacer, bajo el riesgo de enfermar, es renunciar al heroísmo de vivir. Y en cierto modo, salvo en parte el cristiano militante, salvo quizá el terapeuta, casi todos ellos han atenuado al máximo esa relación con el exterior de nadie. De ahí que sufran el efecto de rebote de una neurosis relacional que se les viene encima. Como en nuestra querida “América”, les engorda el hecho de ser penosos animales domesticados, pues ninguna tierra desconocida les desgasta. Con o sin obesidad mórbida, todos ellos están a punto de padecer una neurosis mórbida por falta de un estrés de exterior que relativice todas esas chorradas de interior que padecen. El mérito de Arévalo es elevar a cierta tensión épica, con su dosis de drama y ternura, esta falta de épica que todos padecen. Ya en España invertebrada Ortega esbozaba este drama existencial del particularismo, un divorcio con respecto al reto de la fuerza que aquejaba a nuestra cultura media. Al adelgazarse la relación con el afuera, se engorda la bulimia del interior. El amor y el desamor siempre serán peligrosos, pero su drama se desorbita hasta efectos cómicos en una atmósfera cerrada. Con bastante fortuna y belleza, Arévalo navega en estas aguas viciadas.

La enfermedad, la hipocondría, las alergias son un resultado de no atreverse a tener enemigos; a estas altura del baile, todos sabemos algo de eso. La obesidad se convierte así en metáfora de la mancha que dificulta la relación consigo mismo, esa virtud de mantener un “término medio” en este trastorno bipolar inducido. Gordos no es particularmente moralista, ni por la derecha ni por la izquierda. Su belleza brota de enfocar la ambigüedad de vivir, de una mirada analítica que querría comprender antes que intervenir. Aparte de un implacable trabajo de ordenador, suponemos, Arévalo hace trabajar a sus actores de manera anómala para lo que es costumbre en estos pagos. Llega a espaciar diez meses la película para dar tiempo a los cambios físicos por los que han de pasar algunos de los sufridos protagonistas.

A veces la película juguetea con una inmoralidad exagerada (eso nos parece ahogar a un ex-socio en la sala de la UCI donde amenaza recuperarse) que recuerda a la “anarquía” española que hace tiempo nos aburre. Al principio uno piensa: “Aparta de mi este cáliz”. Y esto en dirección muy distinta a la de Vallejo, pues ahora se trata del hastío que nos produce esta nación antitrágica, que deja para el crimen, el flamenco y los toros una violencia que está prohibida en nuestra medianía “enrollada”. Sin embargo, por debajo de brotes esperpénticos, Arévalo afronta el drama de vivir en estado crudo. “¿Me quiere o no me quiere?”. “¿Me folla o no me folla?”. El cuerpo a cuerpo de las obsesiones, la relación, el afecto maltratado, el sexo... en lugar de las guerras que no hemos tenido. El retorno, en forma de esta juvenil guerrilla cotidiana, de todo lo reprimido. Aparentemente, como en el Woody Allen del que estamos hartos. Como en Closer, de la cual nos fuimos pitando. Ya está bien de sexo, nos decimos, de neurosis. Un poco de psicosis, por favor, de oír voces. Incluso nos acordamos de La insurrección que viene (seguro que ya conocéis ese libro) y la ironía de ese Comité Invisible sobre cómo los españoles hemos cambiado, limitándonos a invertir el franquismo, la libertad apolítica por el sexo politizado.

Pronto la inteligencia de Arévalo hace derivar este magma hacia un registro existencial menos efímero, donde nada es lo que parece y palpitan espectros. Que además se aluda a ellos a través de fracturas en la fluidez audiovisual, a veces muy logradas, sólo es un síntoma secundario. Esta poética ruptura del hilo narrativo (de pronto, se le retira el movimiento de labios a un personaje, mientras sigue su voz) se hace sin estridencias. Subordinada a la poética del encuentro y de la escena como acontecimiento, la propia terapia de grupo podría ser una disculpa para que cada cual ponga su soledad en juego. Bajo la máscara de un personaje que se inventan para sobrevivir, todos necesitan una mutación, una cura de adelgazamiento que les devuelva el mundo. Así Arévalo teje el devenir cómico de una condición dramática, la simbiosis de drama y ternura. Gordos ensaya sobre la contradicción; como dice el terapeuta para justificar la ausencia del parto de su mujer: “Estaba enfrentándome a mis contradicciones”. Y esto inhibiendo el moralismo para no enjuiciar, para dejar que pasen cosas. Dándole salida al coro que tenemos en la cabeza, Arévalo trenza el barroco de las escenas con la sobriedad del guión, una definición fotográfica que enmarque el caos metódico.

Personajes ordinarios en situaciones extraordinarias. Sin maniqueísmo, nadie es muy feliz en Gordos, ni hay ninguna solución fácil. La religión misma parece estar de los dos lados, de cualquier lado. Igual que el sexo, que se puede convertir en liberador o paralizante. Como parte de este arriesgado desfiladero, Arévalo se permite el lujo de hacer guiños a American beauty que pasarán desapercibidos. Y sin embargo, ahí están: en la música, en la definición poética de algunas escenas, en un registro existencial que junta vieja sabiduría y escenarios postmodernos, en esa escena del plato estrellado contra la pared.

 Después de pensar “¿Qué hago yo aquí?”, uno piensa: “Mi vida se parece a esto: nunca sé con quién estoy, si subo o si bajo”. Los días de suerte, llevamos bien la actuación profesional. Bajo esa costra, la incertidumbre sigue mordiendo. Los actores de Arévalo, asombrosamente en esta España serial y televisiva, vocalizan y actúan. Como si no conocieran de antemano al espectador, concediéndole una oportunidad a lo no familiar. Poco a poco le dan forma a esta gelatina que constituye el pan nuestro de este país terciario. Una forma compleja, en suma, demasiado compleja para ser percibida, comprendida, comentada. Entre otras cosas, hay en Arévalo una metafísica de la relación que incomoda. Claro, el resultado no es comparable a Revolutionary Road. Pero es que nuestro drama es menor, ¿recuerdan? Somos una entrañable provincia turística, por no decir una monarquía naranjera. Dándole una forma valiente a esta base edulcorada, sin llegar tampoco a los niveles sublimes de Plácido o Los olvidados, la película de Arévalo nos reconcilia con un entorno en el que todavía podrían ocurrir cosas.
 
Madrid, 25 de noviembre de 2009


 


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