Trasversales
José M. Roca

Bolonia: la Universidad ultraliberal

Revista Trasversales número 15,  verano 2009

Textos del autor
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En fecha tan lejana, o tan cercana, como marzo de 1966, el Manifiesto por una Universidad Democrática, leído en la asamblea fundacional del Sindicato Democrático de Estudiantes de la Universidad de Barcelona (SDEUB) (la célebre “Capuchinada”), señalaba una serie de rasgos de la Universidad española de entonces, algunos de los cuales persisten todavía, tales como el burocratismo centralista, ahora también en versión autonómica, el sistema de provisión de cátedras vitalicias, que ha mejorado poco, la marginación de los estudiantes a la hora de acometer las reformas, la compartimentación y la fragmentación de saberes, la influencia de grupos políticos y/o confesionales en la determinación de los programas y la gestión de las facultades. Señalaba otros rasgos que felizmente han desaparecido y otros que se atemperaron, pero que ahora vuelven a repuntar, como cierto elitismo en los programas de postgrado, o la tendencia a perder de vista el horizonte cultural y moral para convertir la Universidad en una fábrica de especialistas que hagan funcionar el sistema económico.

Hoy, como entonces, nos hallamos ante una nueva, profunda y al parecer muy urgente reforma de la Universidad, impelida por la Unión Europea. Una UE, hay que aclararlo, que no quiere dejar de ser un mercado común de productores, consumidores, especuladores y evasores fiscales (que también forman parte del sistema), para llegar a ser una unión política de ciudadanos. La UE puede seguir siendo un gigante económico (lo era; después de la crisis ya veremos en lo que queda), pero es voluntariamente un enano político, y está dejando de ser, de manera muy rápida, un islote de bienestar y derechos sociales en un mundo en el que, tras la prolongada y bien publicitada utopía de la libertad (libertinaje, más bien) del mercado desregulado o presuntamente autorregulado, se escondía el retorno del capitalismo salvaje.
Con la llamada reforma de Bolonia aparece de nuevo planteada la función de la Universidad, su relación con la sociedad y, más claramente, la relación con el mercado, no sólo con la circulación en el territorio de la UE de una fuerza de trabajo cualificada mediante títulos académicos equivalentes, vía la homologación de carreras y planes de estudio, sino con el capital, es decir, con las empresas.

La función de la Universidad medieval fue preparar a los funcionarios que la Iglesia católica necesitaba para atender su maquinaria administrativa en toda Europa. Luego fue fundamentalmente preparar a aquellos que precisaba la maquinaria administrativa del Estado, pero el aumento del número de alumnos debido a la presión demográfica y democrática ha trastocado estas funciones elitistas, y el primitivo empeño de la Universidad, difundir selectivamente el saber, se ha desvirtuado. Hoy se replantea la función de la Universidad; su relación con una sociedad compleja y cambiante, cuyo funcionamiento requiere avanzados conocimientos técnicos, y con un mercado, también complejo y extenso, internacional, por no decir global. Pero también se plantea la reforma, en primer lugar, en la Unión Europea, sometida a graves tensiones debido a su ampliación y a la crisis del modelo económico, y en un mundo plagado de injusticias y de crecientes desigualdades, que, por lo pronto, conviene conocer, y si se desea intervenir, al menos para paliarlas, exige hacerlo no sólo desde el ámbito técnico y económico, sino desde el campo moral y humanístico. Y la Universidad española, como otras, debe enfrentarse a los retos de esta coyuntura; retos enormes, que parecen exigir profundas reformas, que en el caso del Plan de Bolonia, llegan en medio de grandes prisas y de notorias oscuridades.

La primera cuestión a dilucidar es saber los grados de aplicación que el Plan permite. Una declaración, como fue la de las universidades europeas que dio paso al Plan, no es una directriz que obligue a los Estados, con lo cual la idea feliz de crear un espacio universitario europeo es un poco aventurada, pues habría, al menos, dos: el nuevo espacio, regido por el Plan Bolonia, y el que llamaría viejo. Otros países se han tomado la reforma con más cautela [Fernando Savater “Preguntas sobre Bolonia”, El País, 30-3-2009] y parece que, en España, algunas carreras (Arquitectura y ciertas ingenierías) no desean homologar sus estudios. Reserva que se entendería en carreras cuyos programas aún siguen muy ligados a los Estados nacionales, como Derecho, Historia, Geografía o las filologías, y no tanto en carreras técnicas, cuyos contenidos pueden ser afines y universalmente aplicables.

Otras universidades han pisado el acelerador, como las catalanas, impelidas por el conseller Ernest Maragall, decidido partidario de la penetración de las empresas en la Universidad, como preconiza el Plan Bolonia. En este aspecto, en Cataluña llevan cierta ventaja estructural, pues la enseñanza universitaria no depende de Educación, sino de la Consejería de Innovación, Universidad y Empresa, dirigida por Josep Huguet (ERC), partidario de Bolonia, lo cual ayuda a entender las movilizaciones de maestros y profesores y la protesta de los estudiantes catalanes contra la reforma [E. J. Díez Gutiérrez “El Plan Bolonia: capitalismo académico superior”  y A. Santamaría “Réquiem por el tripartito catalán, El viejo topo nº 256, mayo 2009]. Mientras otros países con más poso académico muestran ciertas reservas, aquí actuamos como provincianos y nos apuntamos a lo que sea: hemos sido más papistas que el Papa, luego más europeístas que nadie y, ahora, más boloñeses que los inventores del Plan. Quizá sea porque en esta materia, como en otras, no tenemos otro plan.

Hace pocos días, Ignacio Sotelo (“Cara y cruz del proceso de Bolonia” El País, 16-4-2009) escribía: ante la situación calamitosa en que se encuentra la Universidad, degradarla a mera escuela profesional tal vez sea la única manera de salir del atolladero. La verdad es que tal afirmación no parece descabellada, teniendo en cuenta la errática política gubernamental en materia de educación, cuando el propio Ministerio ha cambiado de competencias en muy poco tiempo y donde la reforma de Bolonia ha sido entendida de manera tan dispar como empezarla por arriba, por el postgrado (máster y doctorado), tal como la abordó la ministra San Segundo, o abordarla por el grado (la actual licenciatura), como corrigió Mercedes Cabrera. Gabilondo, el nuevo ministro, parece elegido para terminar la reforma, pero con todo, sigue faltando claridad, información veraz y debate público, y sobrando propaganda y pretendidas coletillas modernas, para imponer una reforma que va a alterar, quizá para mucho tiempo, el carácter público de la enseñanza superior, que, en sus últimos tramos, dejará de ser accesible a una amplia mayoría de ciudadanos para ser un privilegio de los que dispongan de más poder adquisitivo o de la posibilidad de recurrir, como las empresas, a la financiación externa, pues una de las cosas más claras del Plan Bolonia es que habrá menos becas y más préstamos a los estudiantes, especialmente a los de postgrado, el tramo más caro y selectivo de las carreras.

La reforma se arropa con la idea de mejorar la relación entre la Universidad y el mercado, que puede ser entendible e incluso aconsejable si se indica con claridad qué tipo de relación se pretende establecer. El Plan Bolonia adapta la Universidad al mercado sin cuestionarse como es éste; los planes de estudio y la inversión en educación superior se orientan principalmente a satisfacer las necesidades de las empresas, y la cualificación profesional ya no será uno de los objetivos de la enseñanza universitaria sino el principal. En este aspecto, el Plan Bolonia reforzaría la tendencia de la Universidad española a expender los títulos que demanda nuestra sociedad aquejada de titulitis, creyendo más en lo que dicen los papeles que en poner a prueba los saberes que teóricamente los títulos respaldan. En España hay inflación de titulados y carencia de buenos profesionales.

La ciencia carece de sentido sin la aplicación técnica de sus descubrimientos a las actividades humanas, sean o no productivas, pero la administración de la producción y transmisión del conocimiento no tienen por qué seguir criterios mercantiles. Y si la Universidad no debe ser una torre de marfil dedicada a reflexionar sobre temas presuntamente trascendentes mientras la sociedad va por otros derroteros y se ocupa de las cosas materiales, tampoco debe dejar de ser un espacio de pensamiento y reflexión; un lugar propicio al debate y al fomento de la crítica, un lugar de investigación y discusión sobre los retos y problemas que tiene planteados la humanidad. Precisamente, en esta coyuntura en que el sistema económico está inmerso en una profunda crisis, lo esperable de la Universidad sería reflexionar sobre sus causas y ayudar a cambiarlo en vez de adaptarse a él. Y si el modelo productivo está inmerso en una severa crisis, ¿podemos afirmar que no lo está la Universidad o al menos las carreras que han producido ese modelo, a sus gestores y a los técnicos que lo han alimentado? En este aspecto, el Plan Bolonia llega tarde; está obsoleto antes de empezar a aplicarse.

Con ello volvemos a la pregunta originaria: ¿cuál debe ser la función de la Universidad? ¿Atender las demandas de la sociedad? ¿Proveer los técnicos que precisa el mercado? ¿Facilitar el conocimiento que necesita la producción? Debería ser todo ello, pero también algo más: ir por delante de la sociedad y del mercado, ofreciendo ideas, abriendo camino, corrigiendo, anticipándose en lo posible a las demandas y a los efectos sociales; previniendo, explorando, avisando.

La Universidad debería tener entonces una función utópica como crítica del presente, que no tendría por qué coincidir con las necesidades del mercado, de la producción, del consumo o de la política; debería ser el lugar que permitiese, o mejor que facilitase, poder pensar en el futuro y tener una visión prospectiva; reflexionar sin esperar un rendimiento inmediato, sin pensar en las ventas, sino en la  necesidad de vivir mejor, que no quiere decir producir y consumir más, ni más rápido.

Y esta labor crítica, exploratoria, esta importantísima función pública que realiza o debería realizar la Universidad, no puede quedar supeditada a la influencia y a la financiación privada. Porque uno de los rasgos más alarmantes es la falta de dinero público para llevar adelante el Plan; un signo del escaso interés que la enseñanza -una apuesta a largo plazo- sigue suscitando en nuestros miopes gobernantes, tan pendientes de la próxima cita electoral. Una reforma de esta envergadura abordada con la descabellada idea del coste cero es una reforma destinada a fracasar, por muy atinados que sean sus objetivos, que no lo son. Es otra reforma, como la LRU y sucesivas, sin apostar por ella, pensando que los recursos públicos que faltan, los aporten los profesores con su dedicación, los alumnos con el pago de sus matrículas y las empresas privadas con sus interesados desembolsos.

La Universidad, si finalmente es penetrada (u okupada) por las empresas, especialmente por las grandes empresas y grupos financieros, dejará de ser uno de los pocos ámbitos medianamente autónomos respecto al mercado y la política. Dejará de ser un poder -el saber es un poder- con capacidad crítica e innovadora, para devenir en consejero o un servidor fiel de los grandes grupos empresariales, poder que el capital privado valora más que nuestro Gobierno. La Universidad otorgará legitimidad a la investigación patrocinada por las empresas, atendiendo a sus particulares intereses. Lo cual, si es cierto en otros países lo es mucho más en el nuestro, donde una clase empresarial poco innovadora y propensa al proteccionismo ha creado un capitalismo poco competitivo, cuando no directamente parasitario del Estado, y tan poco dado a invertir en investigación como en infraestructuras. Sería un regalo que supliría más de cien años de pereza investigadora privada.

Por otra parte, se advierte demasiada prisa en la reforma: demasiada prisa en aceptarla sin explicarla, dando por bueno lo que se decidido en instancias de la Unión Europea, y demasiada prisa en ponerla en marcha. El objetivo parece ser que se haga lo antes posible, sólo así se entiende la especie de barra libre con que las universidades públicas están elaborando los planes de estudios. Y se percibe demasiada prisa en terminar las carreras, que en general se acortan. ¿Por qué? ¿Acaso hay que saber menos cuando el mundo se hace más complejo? ¿Sobra conocimiento en la llamada sociedad del conocimiento? ¿Por qué no alargar las carreras sabiendo que la vida laboral es cada vez más corta? ¿Qué sentido tiene acabar pronto una carrera, para pasar unos cuantos años de becario, otros muchos de precario, unos cuantos parado y estar jubilado a los 50 años? El objetivo buscado, aunque no confesado, es el de convertir el grado de muchas carreras en algo similar a los antiguos peritajes o escuelas técnicas, mientras se reserva la calidad superior para el máster y el doctorado, cuyas matrículas serán mucho más caras. Así, la carencia de carreras cortas y sobre todo de una formación profesional digna de tal nombre, cuyas reformas merecerían un esfuerzo aparte, se pretenden suplir con el Plan Bolonia.

El espíritu reactivo, no proactivo, con se aborda la reforma -deprisa, deprisa- parece tomado de otra profesión mucho menos honorable, donde un factor decisivo es la velocidad en la fuga. Y eso parece, una fuga hacia adelante para evitar el debate sobre los efectos no buscados de una reforma en la que todo parece bueno.

La prisa es lo contrario de lo que necesita el conocimiento -tiempo, dedicación, cultivo, maduración-, pero parece el ingrediente imprescindible de todos los cambios en este país pendular, donde llegamos tarde a casi todo y corremos para ponernos al día, y ahora lo hacemos imitando, sin demora y sin recursos, el sistema americano, cuyos resultados, los buenos y los malos, se conocen bien.

La apresurada reforma universitaria inspirada en el Plan Bolonia es otra muestra de la improvisación y de la falta de perspectiva general con que nuestra clase política suele tratar los asuntos más espinosos, y especialmente las reformas en materia de enseñanza, verdadera obsesión de los partidos una vez que llegan al gobierno, tanto al central como a los autonómicos. El Plan Bolonia no contempla, no está pensado para eso, las fases educativas previas [E. Gil Calvo: “A propósito de Bolonia”, El País, 13-5-2009]: la enseñanza media, la formación profesional y la primera enseñanza, que tienen mucho que ver en sus resultados, malos, con los de la Universidad. Sería un verdadero milagro que estando en los últimos lugares de la Unión Europea en cuanto a resultados en primera y segunda enseñanzas (Informe Pisa), y siendo la formación profesional un verdadero desastre (problema sin resolver desde los tiempos de Franco), nuestras universidades estuvieran entre las primeras de Europa, no digo ya del mundo.

Mientras la Universidad española conserva resabios estamentales, uno de ellos es la opacidad, se intenta, también, mejorar su administración introduciendo métodos de gestión como si fuera una empresa y haciendo depender su financiación, tanto pública como privada, de sus resultados. Se trata de que las universidades compitan -ya salió la palabra mágica- por unos fondos escasos y persigan la excelencia -otra palabra mágica-, lo cual es tarea de cíclopes, teniendo en cuenta el discreto lugar que ocupan las universidades españolas en el mundo y la cantidad de individuos competitivos pero incompetentes que pululan por nuestra geografía. Bastaría con tener buenas universidades, que, con una profunda, valiente y pactada reforma pensada para largo tiempo, la debida atención del Gobierno y la correspondiente partida presupuestaria, fueran eficaces en su cometido, pero, en este país pendular, donde oscilamos entre el cero y el infinito, queremos pasar de la mediocridad a la excelencia sin escalas intermedias y sin gastarnos un euro.


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