Trasversales
Juan Ignacio Crespo

Una herramienta para la crisis: Tesoro Único Europeo

Revista Trasversales número 15 verano 2009


Juan Ignacio Crespo pertenece al Cuerpo Superior de Estadísticos del Estado. Artículo publicado en Trasversales con autorización del autor, a condición de señalar que la primera publicación de este artículo corresponde al Real Instituto Elcano



“... consideré cómo los hombres luchan y pierden la batalla; pero aquello por lo que lucharon surge a pesar de su derrota y, cuando llega, resulta no ser lo que ellos deseaban y otros hombres tienen que luchar por lo que deseaban bajo otro nombre
(William Morris, citado por E.P. Thompson).

Análisis

Las grandes crisis, políticas, económicas o bélicas, suelen ser las parteras de nuevas instituciones o los catalizadores de grandes saltos históricos. Para ello es necesario que quienes tienen perspectiva, y programas políticos o económicos más o menos claros, sean capaces de aprovechar las oportunidades que la historia pone a su disposición para transformarlas en generadoras de lo nuevo.
La recesión que vive la economía global en estos momentos es una de esas oportunidades únicas para hacer que avancen procesos congelados o para que se hagan realidad saltos que apenas eran imaginables poco tiempo atrás.
De esta crisis es probable que salgan cambios que todo el mundo atisbaba en los últimos años o, todo lo contrario, que surjan otros nuevos y queden cortocircuitados los que parecían emerger. Así, entre los cambios más probables, mayoritariamente se apunta que la sede de las finanzas mundiales va a pasar de Londres o Nueva York a algún punto del sudeste asiático, que el centro de gravedad de la economía y la política mundial va a desplazarse hacia el Pacífico, que la hegemonía de EEUU y del dólar está tocando a su fin, etc. Resulta, por tanto, curioso que no esté sobre la mesa el que debería ser el debate más apasionante e intenso que pudieran mantener los europeos en este momento: el de cómo modificar el entramado institucional y avanzar hacia la constitución de un Tesoro Único para los países de la zona euro.

1990-1994

Un buen ejemplo de cómo las crisis más profundas puedan dar paso a cambios rutilantes se encuentra en las dificultades económicas de los primeros años 90, que se iniciaron con la invasión de Kuwait por Irak, la Guerra del Golfo y la coincidente recesión de la economía norteamericana.
Aunque en Europa el proceso recesivo tuvo un claro retraso respecto a lo que ocurría en EEUU, estalló con toda su virulencia en los mismos países que ahora se han encontrado con la mayor burbuja inmobiliaria (España y el Reino Unido) y estuvo a punto de llevarse por delante el Sistema Monetario Europeo (SME).
Aquella crisis, hoy casi olvidada, alcanzó a España tras la Exposición Universal de Sevilla y la celebración de las Olimpíadas en Barcelona y provocó entre 1992 y 1993 tres devaluaciones de la peseta. En septiembre de 1992 la libra esterlina y la lira habían tenido que ser excluidas del SME y la supervivencia de este mecanismo cambiario quedó más que amenazada.
En aquél momento los augurios para el conjunto de las economías europeas y norteamericana no podían ser peores. Como curiosidad, baste recordar que a la recuperación de los precios en el sector inmobiliario británico se le ponían 25 años de plazo (aunque sólo 10 años después el Reino Unido estuviera inmerso en una nueva burbuja inmobiliaria). A la economía norteamericana se la tenía también por estancada, si es que no en recesión (después se supo que había salido de ella ¡en… marzo de 1991!) y sólo un mes y medio después de la crisis del SME de septiembre de 1992 Bill Clinton ganaba las elecciones presidenciales con el lema “Es la economía ¡estúpido!”.
La situación no era, pues, nada halagüeña. Incluso el optimismo que había provocado el derrumbe del bloque soviético se había desvanecido y la que parecía su consecuencia más evidente (lo que entonces se llamó “el dividendo de la paz”) estaba virtualmente olvidada.
¿Quién se hubiera atrevido a profetizar entonces (digamos en septiembre de 1992, cuando los franceses refrendaron el Tratado de Maastricht con lo que se llamó le petit oui) que sólo seis años y tres meses más tarde los países de la zona euro iban a adoptar una moneda única?
A quien se hubiera atrevido con semejante pronóstico se le habría calificado de insensato. Eso a pesar de que durante los años previos a la crisis del SME no paró de discutirse sobre la posibilidad del nacimiento de esa moneda única que unos definían simplemente como el ECU, otros como el “ECU duro” y otros como el “ECU cesta dura”, según en qué quisieran poner el énfasis.
La crisis del SME parecía pues un castigo a la soberbia de haber querido avanzar en esa dirección tan complicada, y la posterior implementación del euro un premio al tesón y la conducta visionaria de unos pocos líderes políticos.
En suma: los altibajos que llevaron a la adopción del euro fueron los característicos de todo proceso histórico, llenos como están siempre de momentos alternativamente depresivos o eufóricos.

Política común


Es muy llamativo que en un momento de dificultades económicas y políticas como el actual no se haya planteado ya el debate público sobre la adopción de una política económica común en la zona euro, si es que no en el ámbito de toda la UE. Mejor dicho, la posibilidad de esa política común sí que se ha mencionado en los pasados meses, pero sólo para descartarla de un plumazo inmediatamente después, entre lamentos sobre las dificultades para coordinar las políticas de Estados tan diferentes.
A la vez, y sin que a nadie sorprendiera, todos los gobiernos europeos han estado aprobando políticas muy parecidas, desde paquetes de medidas destinados a la reactivación económica hasta planes de emergencia para salvar a la banca de su “fracaso final”.
El clima de emergencia económica se ha impuesto por encima de cualquier otra consideración y quienes eran más renuentes a la hora de incrementar el gasto público para hacer que vuelva el crecimiento económico (Angela Merkel) han terminado por acometer planes ingentes de gasto, y quienes desafiaron a la opinión pública negándose a rescatar a sus bancos con dinero público (Banco de Inglaterra) han tenido que terminar por nacionalizar parcialmente su sistema financiero.
Aquí, como hubiera dicho Saulo de Tarso, no ha habido ni judío ni gentil, ni conservador ni socialdemócrata. Tampoco ha habido ni españoles ni alemanes: mientras la poderosa Alemania tenía el privilegio dudoso de ser el domicilio de los primeros bancos quebrados en esta crisis (IKB) o la financiera Inglaterra el dudoso honor de haber vivido el único pánico desde la Gran Depresión, ni Benelux, ni Francia ni Italia se han salvado. Ni probablemente se salvará España, por la magnitud de su problema inmobiliario (el gobernador del Banco de España ya lo ha reconocido recientemente, aunque parece que en este caso la crisis que pudiera venir, si es que viene, lo hace a un ritmo más lento y condicionado por lo que es, finalmente, una crisis más ligada a la economía real, aunque tenga un aspecto tan irreal y quimérico como estar produciendo durante años tantas viviendas como EEUU o el conjunto de la UE).
Pues bien, a pesar de todo lo anterior, la discusión sobre la necesidad de coordinar las políticas económicas de los países de la zona euro apenas ha pasado de las lamentaciones. Poco o nada se ha hablado de cómo podría superarse esa frustración. Y, sin embargo, nunca en los últimos tiempos la situación económica ha sido tan alarmante como para que la discusión de cómo avanzar en la coordinación tuviera tanto sentido.

Una comparación estimulante

Sin embargo, ejemplos en los que inspirarse no faltan. De hecho, se utilizan una y otra vez aunque con una especie de orejeras para no extraer todas las consecuencias.
Cada vez que se habla del Banco Central Europeo (BCE) y sus estatutos, se recalca que lo que le distingue de la Reserva Federal es que mientras que ésta tiene por objetivo conseguir la estabilidad de los precios y el pleno empleo, aquél solo tiene que preocuparse por mantener contenida la inflación.
Cuando se limita la comparación de esta manera se olvida que la Reserva Federal (salvo matices que se pueden introducir sobre el Comptroller of the Currency) actúa, desde su independencia, con un partenaire que desde el gobierno marca los aspectos fundamentales de la normativa económica y financiera: el Tesoro. La relevancia de la coordinación entre ambas instituciones se ha puesto de relieve una y otra vez durante los últimos meses, pues no había comparecencia ante las dos cámaras del legislativo norteamericano a la que no fueran citados a la vez Ben Bernanke y Henry Paulson para dar explicaciones, juntos o por separado, sobre la crisis y sobre las medidas de las que uno u otro eran responsables.
De modo que la mayoría de los líderes políticos y de los comentaristas europeos parecen sentirse cómodos con una comparación que abarca lo existente (los bancos centrales de ambos lados del Atlántico) y renuncian a ir más allá. Les parece razonable que Jean-Claude Trichet comparezca ante el Parlamento Europeo pero rechazarían por inmanejable que lo hicieran los ministros de Hacienda de los 16 países que tienen el euro como moneda.

Otra comparación más

Sin embargo, los acontecimientos no se detienen, y los bancos centrales de todo el mundo empiezan a acometer nuevas medidas para intentar contener primero y revertir después la rápida contracción económica.
La más importante de esas medidas nuevas se llama quantative easing, que en castellano se ha traducido de manera imprecisa, aunque certera, como “política cuantitativa” para evitar el más pesado e incómodo “política monetaria acomodaticia cuantitativa”.
Esta política consiste en una ampliación del tamaño del balance del banco central, tan grande como sea necesaria, sin más que anotar la cifra deseada en el pasivo del banco y poder financiar con ella la correspondiente cantidad de deuda pública o renta fija privada que ocupará una cantidad equivalente en el activo.
Tras la Reserva Federal, que parece dispuesta a aplicar esa política monetaria como manera de superar el límite que supone tener el tipo de interés de intervención igual a cero, el Banco de Inglaterra acaba de anunciar su disposición para poner en marcha una política similar.
¿Qué hará el BCE cuando se vea abocado a semejante situación? Puede que su estatuto no le permita hacerlo y en ese caso habría que reformarlo. O puede que una interpretación laxa sí lo permita, en cuyo caso la deuda pública que terminaría comprando el BCE sería proporcional al tamaño de las respectivas economías o condicionada por las necesidades de financiación de los diferentes Estados (terreno éste en el que ya sería dudoso que se aventurara).

Tesoro Único Europeo

La manera en que los tesoros de otros países coordinan sus políticas con sus respectivos bancos centrales lleva a la conclusión inevitable de que una buena coordinación para combatir la crisis económica pasa por la constitución de un Tesoro Único Europeo. Un paso que, por otra parte, todo el mundo sabe que es una de las tareas pendiente que tienen los países que han adoptado la moneda común y que ya existía como tal tarea pendiente para la UE incluso antes del nacimiento del euro. Las dificultades que puedan tenerse en reconocer ese objetivo pendiente tienen que ver con el diferente leguaje que en otra época se utilizaba y con los años que han transcurrido sin hablar de él: la armonización fiscal.
¿Puede alcanzarse el objetivo de tener una Hacienda común sin una armonización fiscal previa? Sin duda, la respuesta es afirmativa. De hecho, en España ya existe una política económica común marcada desde el Gobierno y un Ministerio de Hacienda que convive con Haciendas autonómicas y forales y con diferencias en el tratamiento fiscal de diferentes hechos impositivos, desde el impuesto sobre el patrimonio hasta el céntimo sanitario.
Por tanto, sin negar la importancia de avanzar hacia la armonización fiscal, hay que descartar que sea un obstáculo para la constitución de un Ministerio de Hacienda común. Claro que esto pone sobre la mesa la necesidad de otro paso adicional futuro aún más complicado: el gobierno europeo.

¿Es fácil imaginarlo?

La puesta en marcha de un Tesoro Único presenta numerosas dificultades secundarias y sólo tres de primer orden:
1. ¿Qué porcentaje de los ingresos por impuestos irán a parar a esa Caja Única común?: en el momento inicial no debería ser inferior al 7% de los ingresos conjuntos para financiar el programa contracíclico, acompañado de un calendario preciso de asunción de nuevas responsabilidades y un mayor porcentaje de la recaudación.
2. ¿Cuál sería el proceso de aprobación de semejante cesión en los diferentes Estados de la zona euro?
3. ¿Cuáles serían los mecanismos de control y de toma de decisiones?
Aunque para las tareas de coordinación de las diferentes políticas nacionales de reactivación económica puestas ya en marcha (los 200.000 millones de euros del “Plan Barroso”) quizá se llegaría un poco tarde, su labor más evidente sería la de dirigir un programa transeuropeo de reactivación que integrara proyectos necesarios para los diferentes Estados y que fueran engarzables en un objetivo común: por ejemplo, los planes de nuevas infraestructuras comunes (o la interconexión entre las existentes), proyectos para aumentar la autosuficiencia energética de la zona euro o el desarrollo/implantación de nuevas tecnologías.
La existencia de un Tesoro Único ayudaría a superar el miedo razonable que tienen los gobiernos a lanzar programas nacionales de reactivación demasiado ambiciosos que pueden terminar desequilibrando la balanza comercial propia en beneficio de los países de los que se importa. También hubiera facilitado el rescate de bancos en apuros, limitando las suspicacias de que lleven subvenciones encubiertas.
Combatir la crisis económica no está resultando fácil para nadie. Aún menos lo será para Europa si en el momento en el que uno de sus Estados miembros necesita ayuda no existe un organismo central que se la dé; que sea capaz de emitir deuda pública para financiarla; que pueda avalar la deuda del Estado en dificultades; que sea el centro de la compensación interterritorial; que permita, en suma, dar un salto de gigante en el desarrollo de la conciencia y la nacionalidad europea.

Conclusión

El ámbito de la política

Naturalmente, la creación de un Tesoro Único es una decisión política cuya necesidad se impone con urgencia en mitad de una crisis económica como la actual. Contra esa decisión política no cabe esgrimir argumentos técnicos, que siempre son superables.
Tampoco vale argumentar que es un tema poco debatido. Con el euro, aunque se debatió intensamente durante el periodo 1989-1991, ese debate estaba olvidado cuando llegó el momento de ponerlo en marcha (también el debate tuvo algo de superestructural y artificioso: una encuesta enviada en 1991 por el entonces director general del Tesoro Manuel Conthe a 200 personas que ocupaban puestos relevantes en el mundo financiero y en las universidades españolas se saldó con… dos respuestas).
El hueso duro de roer en esta discusión es la carencia de “voluntad política”. O, para ser más precisos, la ausencia de voluntad política por parte de Alemania. Pero si Alemania tuvo la visión política de impulsar el nacimiento del euro, a pesar de lo difíciles que le resultaron los años 90, en pleno proceso de integración de las dos Alemania en un solo país y bajo una única administración, ¿qué es lo que puede impedir que en este momento se sume (o, incluso, encabece) la idea del Tesoro Único Europeo?
Mientras nadie lo plantee todo serán conjeturas. Es raro que ni Nicolás Sarkozy ni José Luis Rodríguez Zapatero hayan hecho el amago de plantearlo. Más cuando ya está sobre la mesa otro debate que hace sólo tres meses hubiera parecido impensable: la integración del Reino Unido en la zona euro. ¿Quién ha sido el primero que planteó esto último? ¿Quién quiere ser el último que plantee lo primero?



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