Trasversales
Ignacio Castro Rey

Ternura y carácter

Revista Trasversales número 14,  primavera 2009

Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
en Trasversales

Artículo inspirado por la serie “Piel de mar” de la fotógrafa Gabriela Grech



Las luces de la ciudad son tan potentes que alguna vez es necesario refugiarse en una recámara silenciosa para poder oír algo libre, decir algo. Sumergirse y volver con los ojos enrojecidos por lo que se ha visto, tocado, oído. Sin embargo, hoy estamos preparados para todo excepto para la desconexión, para romper con la religión social y escuchar lo que dice el espacio en el tiempo detenido. Precisamente porque nuestros terrores comienzan con esa detención, Grech se propone fotografiar lo que ocurre cuando no pasa nada, bajar al lecho rocoso y aguantar el miedo a la quietud del agua. El abandono es lo más difícil del mundo, reconciliarse con la caricia de las cosas mudas que nos rodean, dejar ser al limo del fondo. Por eso cada día hacemos la guerra, aunque sea en la forma interactiva de esta socialización a ultranza. Pasamos por tres etapas, digamos, pero lo más arduo es contar hasta tres y jugar en ese último registro que no necesita enemigos.

Con un contraste entre rigidez y transparencia, entre la dulzura de la ingravidez y la definición plana del acetato, Piel de mar medita sobre el sujeto puro, sin objeto. ¿Qué somos cuando nada se nos opone, cuando no hay nada enfrente? La pantalla dura del metacrilato sirve de marco a esta labor de introspección entre la suavidad acuosa. Ninguna bestia abisal, sólo el interrogante del hombre a solas con su silueta. Un océano de silencio y luces dispersas hacen de amplificador para el signo ambiguo del rostro, las manos, los pies, el tórax. Tal crucifixión por agua deja entrever la hipótesis de que en el embrión humano ya hubiera un torpor, una ambivalencia que hace presagiar esos fenómenos turbios que después veremos arriba, en la dura geometría urbana.
Sueño inducido por levedad. Sin contexto, tu piel es la albúmina que envuelve. Tus músculos se expanden en el entorno, se funden con lo que no conoces. Igual que en esa contemplación que logras rara vez en la superficie, cuando una abreviatura secreta del tiempo resume la acción diurna. Tales instantes son intraducibles a la vigilia del discurso, pero permiten reiniciar la vida, marcan nuestro tiempo con hitos cruciales.
Armadura líquida para el ser de ojos tardíos y nervios frágiles que ahora busca hacerse apto para lo más difícil del mundo, la ausencia de paredes. Que lo abierto hable, el cielo fluido. Lejos de nuestra sociedad de compactos interiores, un ser humano experimenta la analogía con el exterior sin definición, una ambigüedad anterior y posterior a la precisión numérica. Película muda de una infancia que acompaña a todas las edades, Gabriela Grech experimenta con el cuerpo vacante, sin empleo. Usa el tiempo muerto de la caída para encontrar una dirección primera, sin meta. ¿Qué se piensa, qué se vive al flotar, al viajar sin destino? Metáfora de la zona de encuentro de nuestros momentos cruciales, esa eternidad inasible que llora en la más leve duración, Grech ensaya el trabajo negro de la identidad, la clandestinidad que produce un rejuvenecimiento del deseo.

No es que falten nombres de trabajos artísticos emparentados con éste, pues hoy el arte comienza casi siempre buscando interruptores de la velocidad obligatoria. John Cage, Nauman o Pipilotti Rist han experimentado con el hombre en condiciones de inmovilidad extrema. Después Viola, siguiendo a El Greco, estudia la deformación que acompaña al cuerpo, las emociones que saben más que el concepto. Es difícil que tales experimentos no influyan en esta revelación de lo sumergido. Pensar con lo más atrasado de nosotros mismos, ese órgano sin función. Piel marina, existencia monádica que absorbe lo externo y respira como un pliegue de la profundidad. El sueño de las aguas nos permite olvidar el grito de las gaviotas y recuperarlo por dentro; olvidar las luces urbanas, pero recuperarlas por dentro. Nada que ver con el narcisismo, entiendo, sino con reencontrar el adentro a través del afuera, una percepción donde el sexto sentido guíe a los sentidos.
La artista inicia un trabajo de duelo sobre la identidad, esa “segunda existencia” que se esconde tras el uniforme civil y la retahíla de datos -origen, sexo, edad, profesión, estado civil- que constituye nuestra voluntad autopolicial de archivo. Tener un pie en ese orden visible es necesario, pero el problema está en el registro lábil de una existencia que no se deja atrapar en definiciones externas porque su carne se escurre como la arena. En esta instalación la fluidez de lo acuático debe facilitar una deriva vital que se adelante a las conceptualizaciones, que mute por fuera de la última definición. “Yo” será entonces una forma de hablar, de referirse a algo que nos sale al encuentro. El objeto de Piel de mar, dice la artista, es ese otro yo que nos asedia desde el interior como un extraño con el que nos vemos obligados a cohabitar. Siempre hemos temido esa otra conciencia; ahora nos sumergimos para que, al suspender el ruido de la información, salga de su gruta.
Hija de un dios menor, quien de niña fue tímida vuelve a visitar la mudez, emprende una visita no guiada al desierto que es nuestro medio. Experimenta con la indefensión, con el estupor neuronal de cualquier edad. La hipnosis de la inmersión permite un primer plano de cada parte, de cada miembro. En cada ángulo, la diagonal de todos los mares. Gritos y burbujas, penumbra azul. Senos, manos abiertas, muslos yacentes. El organismo articula su discurso submarino, aunque sea para nadie. Piel de mar es también un estudio sobre la deformación que nos forma, que nos rehace. Si no somos más que masa moldeada por sucesivos accidentes, ahora nos sometemos a un ascético rodeo azul. Rodeo salvaje en torno a sí mismo, atravesando el desierto líquido, para encontrar en esta oscilación flamígera una identidad extrema. Una vez más, ni narcisismo ni masoquismo. Experimentando consigo misma como si fuese otra, la fotógrafa sopesa una ignorancia que hay que atravesar como precio del saber.
Carne dispersa en miembros que ondulan como peces en acuario. Cuerpo astillado en una límpida geometría que enmarca a la inmensidad marina y a la mujer grávida de ingravidez. En su angustia tiene su gimnasio, la tabla de su entrenamiento. Igual que en la música de Scelsi, la continuidad la compone la vibración de cada coágulo, una sola nota que despide espectros de sombras anteriores a los cuerpos. El elemento marino no facilita el análisis, pero pone a prueba la conciencia en un fondo limoso. Bajo la superficie no pasa el tiempo, no nos salva la cronología. Vivimos en un instante suspendido. Inmersión, claroscuro, ecos: allí donde fuiste, allí volverás de nuevo. Los miembros solos ante la llanura, esa impotencia corporal y mental cuando lo que te rodea no es tu elemento. Olvidar para poder recordar.
Un viaje así parte el tiempo en dos, pues establece un antes sobre el que no se puede volver. Ensaya una ética de lo amorfo, de esa flexibilidad que nada tiene que ver con la ausencia de centro. Simplemente, acepta que lo natal está fuera, en el umbral que es nuestro medio natural, antes de cualquier decisión. La cámara lenta del cuerpo suspendido no deja de ser metáfora de la vacilación que es antesala de cualquier elección, de una indefinición que fundamenta la individualidad.
Escuchando el rumor de estas imágenes nos acercamos también a otra certeza. Los accidentes son inevitables, pues hay algo, entre la sombra y el azul, que acecha. Dándole forma, Gabriela Grech intenta conjurar el virus del entorno, un terrorismo durmiente en la naturaleza, en la del agua y en la nuestra. Para ello, en medio de nuestro confort tardío, instala la duda de un mal sin nombre.

Madrid, 19 de marzo de 2009



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