Trasversales
Ignacio Castro Rey

El color y su sombra

Revista Trasversales número 13,  invierno 2008-2009

Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista

Textos del autor
en Trasversales

A partir de la exposición de Menchu Lamas, La mano que mira el horizonte, Galería May Moré



Emigramos sin descanso de un ánimo a otro en un estado que, según Rilke, a veces la palabra agotamiento dista definir. Partiendo de esta errancia común, Lamas nos acerca a tonos de sosiego que emanan ciertas composiciones, recodos de nuestra deriva donde se producen encuentros, climas acogedores, luces de geometría y arcilla. Construyendo una casa con las esquirlas de nuestro mundo, los cuadros de Menchu Lamas nos ponen en situación de espera, una forma de previsión que no lesiona las incertidumbres de la vida. Esta pintura difunde un poco de calor en la retícula urbana en la que vivimos. La silueta de taciturnos soñadores, el ritmo circular, la protección de lo cíclico rodean los ángulos con la calidez de un escenario ondulante, acuático.

Los anillos brillantes aluden a los vínculos, a los esponsales del hombre y el territorio, de los signos humanos con los reinos naturales. La red nerviosa, el círculo que hermana bordes distantes, las franjas del horizonte y la mano que señala. Lamas querría mantener la disgregación moderna en un molde, hacer una habitación con las piezas de esta intemperie. La tensión de las bandas a brochazos dialoga con los restos geométricos. La ciudad vacila ante la ondulación de las afueras. ¿Superaremos algún día este sonar de horas huérfanas, la minoría de edad ante el tamaño del mundo? La pintura siempre ha sostenido un tipo de madurez que conserva el vínculo con el secreto, que tutea el enigma en cada esquina de experiencia.

Ante estos cuadros sentimos la humilde tentación de volver a empezar, de ser un principiante. ¿Sin embargo, por qué esta fluidez plástica no podría prescindir de la silueta de lo sólido, de los iconos antropomórficos, de las manchas estáticas? ¿Por qué no abandonar esa zona de sombra indoeuropea para dejarse llevar por el magnetismo eléctrico de las corrientes? De estos cuadros, prefiero aquellas siluetas abiertas donde el simbolismo de una referencia fija está más diluido en la multiplicación de los signos dinámicos, en el gesto enérgico de la pintura pura. Al fin y al cabo, los símbolos, la fidelidad a lo que saben las siluetas, se mantiene muy bien en el sombrío fulgor de las corrientes, en la lava que surca las telas. En esa vibración de los verdes, de los rojos, del azul y el amarillo, alternando con barras y emblemas, nuestra infeliz voluntad de civilizar el horizonte encuentra la calma de su reverso irónico. La serenidad se produce al aceptar los guiños que hace por fuera la marea de elementos a descifrar. La sombra de la silueta, de la pirámide, de la mano ya están logradas en la energía turbia de la circulación, en esa coral de tensiones dispersas, sin que sea necesaria ninguna referencia explícita a la fijeza.

Sigue la errancia del material del universo, de los seres que no conocen descanso. No pueden descansar porque no saben de sí. Entre los ríos brillantes de las estaciones y la umbría del símbolo, hemos de permanecer en eterna duda. El hombre se para ante la mole que calla, ante la señal sin significado. De ahí que esta pintura conserve la tosquedad de una expresión primaria, como si no hubiéramos abandonado una inscripción adolescente. ¿Ingenuidad onírica? No necesariamente, pues la juventud no es tanto una etapa cronológica que podemos dejar atrás como una vacilación que siempre nos acompaña, un registro de duda que constituye el suelo de todas las edades.

La inseguridad de los territorios, el impulso cíclico, su Stimmung. Ante el silencio de la mancha opaca el humano parece reflexionar sobre una remota posibilidad, la de hacer del accidente que le envuelve un monumento. Las cuadrículas, las esferas, las pirámides guardan un dígito indescifrable para la figura oscura que permanece en el margen hilvanado, pensando. El pensamiento que se materializa en la pintura tiene por tarea darle forma a lo no elegido, integrando la contingencia de lo que aparece por fuera. ¿Esto nos desequilibrará cada día más? Puede que sea lo contrario. Como en aquel cuento de Borges, nuestro mapa se parecerá poco a poco a la vida misma, acabará reproduciendo sus vericuetos y peligros, su laberinto más antiguo. Y éste es precisamente el reto, que el pensamiento al final se mantenga analógico con respecto a la indefinición de la existencia. Lo que el arte, que no conoce el progreso, podría llamar evolución consiste en expandir la potencia iluminadora de nuestra ignorancia en territorios nuevos, antes temidos.

Somos un signo, un signo por descifrar. Como sabemos poco del destino del hombre, tampoco podemos saber qué quiere decir exactamente esta pintura. Si no quisiera decir nada, sino sólo celebrar este amasijo de encuentros que somos, la multitud en que ha derivado el naufragio del sueño urbano, ya estaría diciendo mucho, dándonos tarea para los próximos años.

Sabemos poco de la pintura, solamente que su voluntad de articular un sentido que no se distinga de la vida secreta de las cosas, su voluntad de escuchar la ambigüedad de las superficies mudas, no ha muerto. Turbia y densa piel de un universo submarino, respirable alternancia de inquietud y ternura, esta pintura nos invita a madurar lentamente ante lo que no sabemos. Si entra en crisis la sociedad de los hombres, tal vez debamos intentar estar cerca de las cosas, que no nos abandonarán. La cercanía de los objetos quizás valga más para los años inciertos que quedan que todos los discursos críticos reunidos.

Gracias a nuestras visiones cansadas el mundo se libera de la jaula de sus nombres y se hace grande. Aunque pese sobre los párpados de una sola persona, que casi siempre ha llegado tarde, compartir con los idiotas y los animales ese cansancio que abre le hace a uno poroso, permeable a la epopeya de todos los seres vivos. Entonces tal vez estemos a la altura de aquella invocación de Álvaro de Campos, el heterónimo de Pessoa: “No soy nada. Nunca seré nada. No puedo querer ser nada. Esto aparte, tengo en mí todos los sueños del mundo”.

Madrid, 28 de noviembre de 2008


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