Trasversales
Esteban Ibarra

Xenofobia, neofascismo y crímenes de odio

Revista Trasversales número 9,  invierno 2007-2008

Textos del autor
en Trasversales

Esteban Ibarra es presidente del Movimiento contra la Intolerancia



En los últimos meses hemos asistido en España a un proceso de agitación xenófoba y de recrudecimiento de la violencia neofascista que ha desatado las alarmas políticas y la movilización de amplios sectores de la ciudadanía. En torno a proclamas anti-inmigrantes y propaganda que utiliza las contradicciones sociales en el ámbito de la inmigración, junto a una persistente agitación contra la política antiterrorista del Gobierno, se ha ido fraguando un crecimiento de organizaciones de extrema derecha, con presencia en barrios populares, visibles en la red de Internet y sobre todo en las gradas ultras de los campos de fútbol. Ahora, algunas de ellas se  preparan para aprovechar al máximo la campaña electoral y testear su fuerza, pero sobre todo preparan propagar sus mensajes de intolerancia profunda alentando el miedo a la inmigración.
En este contexto de agitación xenófoba han proliferado los delitos y crímenes de odio, es decir, aquellos que se producen motivados por la condición social, étnica o ideológica de la víctima, que lo sufre aleatoriamente, como sucedió con el asesinato del joven antifascista Carlos Palomino en Madrid, junto a otros heridos de gravedad, a manos de un presunto neonazi que según la policía, se dirigía a la manifestación organizada por el grupo ultra Democracia Nacional. Un crimen de odio neonazi en un momento de abierta denuncia de agresiones racistas y xenófobas en diferentes ciudades españolas, en unas fechas de exaltación patriótica para la ultraderecha, como es el 20-N.

No son episodios aislados, se han producido numerosas agresiones como sucedió en Valencia con un ciudadano libanés de origen sirio apuñalado al grito de “moro de mierda, vete a tu país” por el hecho de hablar en árabe; con un joven antifascista en Cáceres, también apuñalado por un neonazi tras las protestas en esta ciudad por el asesinato de Carlos Palomino; con un joven de origen magrebí brutalmente golpeado en Toledo, o con los ataques a asociaciones catalanistas en Valencia con bombas caseras, por señalar algunos hechos referidos en los medios.
Esto sucedía mientras se expresan las protestas por la insuficiente respuesta fiscal y judicial en el caso del congoleño Miwa Buene, víctima de una agresión racista que le dejó tetrapléjico, mientras que, de forma inexplicable, el agresor disfrutaba de libertad condicional en Alcalá de Henares; también después de haber visto millones de personas las imágenes de la agresión xenófoba a la joven ecuatoriana en el metro de Barcelona, manifestando un gran descontento y sensación de impunidad por la agresión y la respuesta judicial. Y junto a estos casos, otros más vividos en un silencio de los medios, aunque no exentos de generar indignación ciudadana.

Los hechos confirman que junto al declinar de la vieja ultraderecha franquista, instalada en la nostalgia del “Franco resucita que España te necesita”, emergen unos nuevos ultras, de feroz nacionalismo, cuyo estandarte es la xenofobia, alimentada por el miedo a la inmigración, el rechazo a la globalización y la defensa de una identidad nacional compulsiva y excluyente de la diversidad política, cultural y religiosa. Es una xenofobia amenazante, que da vértigo ante cualquier atisbo de recesión o crisis económica, que difunde un discurso apocalíptico mediante las webs del odio, y, sobre todo, que destierra proyecto alguno de convivencia intercultural y tolerancia.
Esa xenofobia tiene compañeros de viaje como la islamofobia, el populismo facha y la homofobia. También maneja una dosis alta de antisemitismo, que, aunque pareciera inexistente en nuestro país, se ha paseado arrogante con el verbo de un ex líder del KKK presentando el “supremacismo judío” y su relación con el “caos migratorio”; y días después con la palabra de un negacionista, condenado por el Gobierno austriaco, que se hace pasar por historiador. Según ellos, este caos migratorio es producido por una “globalización judía y capitalista” que los partidos patriotas están dispuestos a impedir, eso sí, “esta vez” democráticamente, mediante la confianza electoral de la sociedad. Es el neofascismo que viene, se autoproclama identitario y europeísta, pero con fuertes anclajes del pasado y con matriz antisemita, que está dispuesto a aprovechar oportunidades como la que le ha brindado la reciente sentencia del Tribunal Constitucional al despenalizar la negación del Holocausto.

Pero aunque el fascismo se vista de seda, neofascista se queda, porque su discurso sigue siendo el de la intolerancia, el de la ausencia de respeto a la dignidad y derechos de las personas, que son universales, incluidas la minorías étnicas, sociales y culturales que han de sentir especial protección. Reivindicar los “españoles primero” es negar la igualdad de trato a los inmigrantes frente a directivas y leyes que lo aprueban y garantizan. Atizar el miedo a la invasión y a la pérdida de identidad, es negar el mestizaje y apostar por nuevos apartheid. Vincular inmigración y delincuencia o musulmán y terrorista, es estigmatizar a millones de personas y lanzar su mensaje definitivo: ¡sometidos o expulsados, pero nunca iguales en derechos!
El peligro latente de los discursos de odio, como el del neofascismo xenófobo y antisemita, es que siempre hay fanáticos que quieren llevar su intolerancia a territorios donde la sinrazón se vuelve criminal y con efectos irreparables. El crimen de odio, ejercido por lobos solitarios o grupos de acción, tienen una larga lista de víctimas en España. En los inmigrantes como Lucrecia Pérez y el angoleño Dnombele, en los jóvenes como Carlos Palomino, Guillem Agulló y Ricardo Rodríguez, el aficionado donostiarra Aitor Zabaleta, los indigentes Antonio Micol en Madrid y Rosario en Barcelona, la transexual Sonia, sintetizan la memoria del horror, con un registro que supera los 70 muertos, acompañados de miles de lesionados y más aún de otros tipos de víctimas. Todos marcados por ser diferentes y ser candidatos a padecer el odio criminal.
Sin embargo, asistimos estupefactos, tras el asesinato neonazi del menor antifascista Carlos Palomino, a escuchar cómo no pocas opiniones se han centrado en criminalizar a la víctima. Observamos cómo se banalizan las agresiones, cómo se resta importancia a su reiteración y se falta a la verdad al insistir en el discurso de los “episodios aislados” o el de la confrontación entre “tribus juveniles”. Finalmente y en pleno desconcierto ético, escuchamos con qué desparpajo se formula la equidistancia entre víctimas y verdugos; con qué desvergüenza, lo que nunca sucedería en la Europa que venció al horror, se equipara al neonazismo con el antifascismo, olvidando lo más elemental, que no habría reacción ciudadana si no hubiera fascismo.

Un peligro añadido es que nuestra sociedad se instale en la indiferencia, aunque no lo parece por la importante contestación solidaria frente a estos crímenes; también el peligro de la pasividad institucional, un Estado de derecho que permita espacios de impunidad a los delitos de odio, y aquí sí que lo parece, por los déficit evidenciados, de ahí la importancia de una Fiscalía especial y una legislación protectora. Y sobre todo para que no nos aceche el  peligro de falta de reacción social descrito por el luterano Martín Nieumöller  (por error adjudicado a Brecht), que expresaba:  “cuando los nazis vinieron a buscar a los comunistas, yo no protesté porque yo no lo era... Cuando vinieron a buscar a los judíos, no protesté porque yo no lo era. Cuando vinieron a buscarme, no había nadie más que pudiera protestar. Era demasiado tarde”.


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