Trasversales
Juan Francisco González Barón

La consideración política de la increencia

Revista Trasversales número 8,  diciembre 2007, versión electrónica

Juan Francisco González Barón es Presidente de la Asociación EUROPA LAICA

Ponencia presentada en el I Concilio Ateo, celebrado en Toledo, diciembre 2007

Se encuentra una versión en PDF de este texto, con varios anexos, en la web de Europa Laica
 



El fundamentalismo es el eje vertebrador de este Concilio Ateo, y no estoy muy seguro de que todos los reunidos aquí entendamos lo mismo cuando utilizamos un término tan polisémico. De hecho, cuando lo acuñó Wilhelm Marr en 1879, lo hizo con un significado muy restringido, para aludir a todas las corrientes y movimientos sociales que atacaban la religión, el pensamiento y las costumbres del pueblo judío.
Hoy en día, la palabra parece significar la exigencia intransigente de sometimiento a una doctrina. Tendríamos que valorar, pues, cuál es el grado de intransigencia requerido para que hablemos de fundamentalismo. ¿Es necesario que la exigencia se acompañe de violencia o de amenaza de violencia, o basta con que haya coacción, discriminación y/o marginación del que no se somete?
Porque, en el primer caso, el fundamentalismo quedaría limitado a los sectores más fanatizados de las distintas grandes religiones. En el segundo, sin embargo, la línea de pensamiento inaugurada por Locke y por la noción de “libertad religiosa”, que habitualmente escapa a la acusación de fundamentalista, bajo de máscara de tolerancia y de “un trato igual a todas las religiones”, entraría de lleno en nuestra definición.

No he venido a este Concilio Ateo con el propósito de ocuparme, desde el punto de vista ontológico, de algo llamado Dios (aunque, personalmente, siento la tentación de hacerlo), sino de la consideración política y jurídica de la increencia: es decir, la consideración de quienes rechazan la obligación de mirar lo que consideran “realidad” a través de la lente de una religión positiva (o de una panreligión), sostienen la posiblidad de otro tipo de lentes para componer su cosmovisión o afirman la libertad de utilizar directamente sus ojos -en este lenguaje figurado.
Y, como punto de partida, me gustaría situarme en lo que es el núcleo duro de la propuesta que formula el laicismo: el establecimiento de las condiciones políticas, jurídicas y sociales idóneas para el pleno desenvolvimiento de la libertad de conciencia, entendida esta en su doble acepción, como conciencia moral y como “consciencia”, es decir como algo asimilable a pensamiento.

De la propuesta laicista se desprenden tres condiciones irrenunciables:
1) Se trata de un derecho de los individuos, de los hombres y mujeres tomados de uno en uno, y no de un derecho de las comunidades, que así podrían imponer una religión o una convicción de carácter no religioso a los integrantes de las mismas.
2) Las convicciones de carácter religioso y las convicciones de carácter no religioso están consideradas en un plano de igualdad, en lo que se refiere a la consideración política y jurídica de los individuos que se adscriben a ellas.
3) Se prohibe explicitamente a los poderes públicos cualquier tipo de medida que discrimine en función de las convicciones. 

Partimos, pues, de esta conquista irrenunciable que arranca de la Ilustración y de la modernidad: agnósticos y ateos, con diferentes cosmovisiones de carácter no religioso, y creyentes, con diferentes cosmovisiones religiosas, somos merecedores de idéntica consideración política y jurídica, allí donde los principios de libertad y de igualdad no sean meros adornos retóricos.
Y, lo que es más importante, el hombre de la calle, el ciudadano de a pie, que, más que creyente, agnóstico o ateo, parece ser un perfecto ecléctico, tiene todo su derecho a existir como tal y a utilizar o no la lente de la religión o de la increencia según el ámbito de la realidad que enfoque. Esto es de extrema importancia para todos nosotros, ya que el eclecticismo es la postura de la inmensa mayoría de la población española y, probablemente, de la inmensa mayoría de la población mundial.

Lo que advertimos, sin embargo, tanto en el caso de España como en el ámbito internacional, es que la noción de “libertad de conciencia” es constantemente suplantada por lo que se conoce como “libertad religiosa”.
Ahora bien, la libertad religiosa no es un derecho fundamental, si por el mismo entendemos la plasmación de un derecho humano universal en una Constitución y un desarrollo legislativo concretos. Y no lo es por dos razones:
1) Un derecho universal es, por definición, atribuible a todos y cada uno de los seres humanos y reconocible en todos y cada uno de ellos. Y es obvio que no todos los seres humanos se adscriben a una cosmovisión de tipo religioso.
2) Pero, además, la llamada “libertad religiosa” es doblemente fraudulenta porque, en sus orígenes históricos y tal y como ha sido retomada y utilizada por la Iglesia Católica desde el Concilio Vaticano II, aparece, sobre todo, como un derecho de las comunidades.

Esta segunda tergiversación de lo que es un Derecho Universal merece ser analizada con un poco de detenimiento:
Con el Edicto de Nantes, promulgado por Enrique IV, se pone fin, es cierto, a la sangría de las guerras de religión en Francia. Pero desde el punto de vista del derecho, lo que se hace es distribuir a la población francesa en dos comunidades: los católicos y los hugonotes, donde la libertad del individuo se disuelve y desaparece por completo. Aquí no caben las convicciones de libre elección y aquí no cabe la increencia.
A planteamientos similares llega Lutero, cuando ya el protestantismo parece haber triunfado en Alemania: “un príncipe, una religión”, dice. La libertad de conciencia queda anulada por la ineludible pertenencia del individuo a la comunidad gobernada por su príncipe.

Una influencia más directa en la formación de nuestras democracias occidentales ha tenido el pensamiento de Locke.  En efecto, en sus escritos sobre la tolerancia, Locke exluye a los católicos por ser siervos de Roma, de una potencia extranjera. Igualmente, aunque por muy diferentes razones, excluye a los ateos, quienes, al no creer en Dios, son seres esencialmente depravados, inhabilitados para ocupar cargos públicos o para ser llamados como testigos en un juicio. Lo que Locke establece, pues, es un mosaico de comunidades religiosas. Con la influencia de sus planteamientos en la Ilustración del siglo XVIII y en la democracia norteamericana, los católicos quedan incorporados como una secta más, pero la consideración excluyente de las convicciones no religiosas se mantiene.

Para retomar las raíces de lo que entendemos por “libertad de conciencia”, frente a la noción fraudulenta de “libertad religiosa”, debemos recordar a un francés, coetáneo de Locke y también exiliado en los Países Bajos: Pierre Bayle, autor del Diccionario histórico y crítico, que ya en pleno siglo XVII luchaba con firmeza contra la exclusión de los ateos de los derechos positivos.
La libertad religiosa, en resumidas cuentas, es eso: el sometimiento de los seres humanos como individuos a una comunidad y a los líderes religiosos de la misma, con el apoyo de los poderes públicos, convertidos así en brazos seculares para dar “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios”. En sus manifestaciones extremas, podemos apreciar qué es exactamente hoy la “libertad religiosa” en países como Líbano, donde el ciudadano sólo puede participar en la vida política en tanto que cristiano o musulmán; en Irak, donde la sangría imparable, provocada por la intervención militar de los EEUU y sus potencias aliadas, pretende resolverse con la conciliación del partido chií y del partido suní, anulando cualquier consideración del ciudadano no sometido a los poderes clericales; en Nigeria, donde el establecimiento de tres comunidades, la cristiana, la musulmana y la animista, permite que, en un país que se declara laico en su constitución, pueda ser lapidada una mujer acusada de adulterio y juzgada por un tribunal coránico.

La noción de libertad religiosa no sólo es incompatible con la libertad de conciencia, sino que supone un peligro inminente para todos nosotros y para nuestras frágiles conquistas democráticas. Recordemos que los EEUU tienen un observatorio internacional, que elabora un informe anual, para velar por la libertad religiosa (curiosamente, no existe un observatorio para velar por la libertad de conciencia, es decir, para velar por la libertad de convicciones, sean estas religiosas o no).
El caso reciente de Canadá, donde con más de un millón de musulmanes se pretendía el establecimiento de tribunales coránicos para juzgar delitos familiares (pecados convertidos en delitos), nos muestra la magnitud del peligro que se cierne sobre nosotros. El intento no fraguó gracias a las protestas de las organizaciones feministas, laicistas y defensoras de los derechos humanos, como Amnistía Internacional. Pero la pretensión de que todos los seres humanos, creyentes o no, coaccionados por los poderes públicos, demos a Dios lo que las jerarquías eclesiásticas pretenden que le debemos es cada vez más evidente. Y eso es fundamentalismo.

Cito un breve artículo de José Manuel Calvo (“El País”, 10-09-05):
“El integrador y en tantas cosas ejemplar modelo de convivencia de Canadá está ante una situación nueva y complicada. La propuesta para permitir que la sharía, o ley islámica, pueda usarse para resolver problemas familiares en Ontario, la provincia más poblada del país y un mosaico de razas y religiones, ha despertado una tormenta de protestas.
“De aplicarse, sería el primer lugar en un país occidental en el que ocurre algo así.
“En Ontario vive una tercera parte de la población de Canadá, en donde habitan unos 600.000 musulmanes. Las comunidades cristianas y judías de la provincia lograron en 1991 la posibilidad de tener tribunales especiales de familia para solucionar las disputas con criterios inspirados por la religión. Nadie estaba al tanto de esto hasta que, recientemente, los líderes musulmanes pidieron los mismos derechos. Un informe oficial les dio la razón con unas garantías y condiciones, y ahora el primer ministro de Ontario, Dalton McGuinty, debe tomar una decisión.
“McGuinty asegura que los derechos de las mujeres no se verían afectados: "Hagamos lo que hagamos, se respetarán los valores de Canadá". Pero sus palabras no han tranquilizado a muchos: "Está flirteando con la política islamista, y ése es un juego peligroso que pone en peligro la seguridad y las vidas de mujeres y niños", según Homa Arjomand, que coordina desde Toronto la Campaña Internacional contra la Sharía. El grupo, apoyado por movimientos feministas, de defensa de los derechos humanos, como Amnistía Internacional, y de refugiados iraníes y de otros países islámicos, ha organizado manifestaciones. "Los derechos de las mujeres no son negociables, y no vamos a consentir la interferencia de la religión en nuestro sistema de justicia".
“Los defensores de la medida creen que no puede haber discriminaciones; para los críticos, la introducción de la sharía crearía un precedente peligroso y ninguna garantía es suficiente. "Lo que están haciendo es ayudar a los islamistas a legalizar la violencia contra las mujeres", dijo Shiva Mahbobj a la televisión: "Bajo la sharía, si una mujer tiene relaciones extramatrimoniales, puede ser lapidada; una niña de nueve años puede ser obligada a casarse".”


En un contexto geopolítico más cercano, la Iglesia Católica y las diferentes iglesias protestantes no cesan en su intento de convertir Europa en una macrocomunidad cristiana, y de que esto quede reflejado en el texto de la supraconstitución.
Se argumenta, desde diferentes sectores, que el cristianismo es, nos guste o no, nuestra realidad histórica desde el Emperador Teodosio. Pero, al margen de que realidad histórica innegable son también el paganismo, el derecho romano, el Renacimiento, la Ilustración y los innumerables perseguidos y represaliados por las diferentes iglesias cristianas sin excepción (más de 200 hipócritas peticiones de perdón, mientras mantenía el hacha de la coacción levantada, formuló Juan Pablo II), el texto de la Constitución Europea no es un texto historiográfico, sino una declaración política y jurídica:
Dado que el voto de la mujer (y con él su consideración plena como ciudadana) sólo se consolida tras las dos guerras mundiales del siglo XX, con similares argumentos podríamos reclamar el reconocimiento de “las raíces machistas de europa”.
Dado que la esclavitud doméstica se prolonga, prácticamente, hasta el siglo XVIII y que, hasta el siglo XIX, las principales potencias europeas practican el tráfico de esclavos en sus colonias, debemos pedir que también se expresen “la raíces esclavistas de Europa”.
La sistemática persecución a los judíos y a otras comunidades étnicas, hasta llegar al holocausto, con la muda complicidad de Pío XII y de los luteranos alemanes, debería igualmente plasmarse en el texto supraconstitucional como “las raíces racistas y antisemitas de Europa”.

En el caso de España, también observamos esta suplantación de la libertad de conciencia por la llamada “libertad religiosa”, como un derecho de las comunidades. Si bien el Estado es aconfesional, se utiliza como coartada el hecho de que la sociedad es religiosa y mayoritariamente católica.
No obstante, si observamos el comportamiento de quienes se dicen “católicos” en las encuestas de opinión, veremos que este nada o muy poco tiene en común con lo que por “católico” entiende el Cardenal Cañizares:
1) Menos de 1/3 de quienes hacen la declaración anual del IRPF marcan la casilla de sostenimiento a la Iglesia Católica, pese a que ello nada les cuesta de su bolsillo, sino que se sustrae del erario público común para sostenimiento del clero. 
2) El conjunto de la población española, expresado en el comportamiento observable de la amplia mayoría, utiliza prolijamente medios contraceptivos y recurre a la interrupción voluntaria del embarazo, por razones de higiene y/o con el propósito de una maternidad/paternidad responsable, pese a las presiones de las jerarquías católicas y de otras confesiones para que los poderes públicos imposibiliten o dificulten el libre acceso a dichos medios.
3) Muchos de quienes se declaran católicos en encuestas de opinión recurren al divorcio y al matrimonio civil para crear nuevas uniones.
4) La mayoría de la población española, como queda de manifiesto en sus opciones políticas expresadas democráticamente, está a favor del matrimonio civil, del divorcio, de no discriminar ni estigmatizar en modo alguno a las madres solteras, a las parejas de hecho, a las uniones entre homosexuales…

Pese a que estos comportamientos objetivamente observables ponen de manifiesto que el término “católico” es polisémico, y encierra diferentes acepciones según lo utilicen el Cardenal Cañizares o los ciudadanos católicos de a pie, los obispos pretende hablar y actuar como representantes políticos de todos ellos, como autoridades civiles, intentando suplantar a los representantes que los ciudadanos eligen democráticamente en ambitos que no son los estrictamente cultuales.

Volviendo al fundamentalismo como eje vertebrador de este Concilio Ateo, quiero decir que considero fundamentalista todo el pensamiento heredero de Locke y de la noción de libertad religiosa, asumida y utilizada por la Iglesia desde el Concilio Vaticano II. Y ello porque dicho pensamiento no es sólo la expresión legítima de opiniones, sino que se traduce en propuestas políticas y jurídicas concretas que consagran la discriminación y la desigualdad. Al mismo tiempo, es necesario insistir en que la privación de derechos analizada no sólo afecta a los ateos y a quienes se reconocen en convicciones de libre elección de carácter no religioso: afecta también a ese aludido ciudadano ecléctico de a pie, que no se ve representado, fuera de ámbitos estrictamente cultuales, por las jerarquías eclesiásticas de su confesión.

Para empezar, sería útil prestar atención a la manera en que se articula el discurso católico, en lo que a las relaciones Iglesia – Estado se refiere, a partir del Concilio Vaticano II:
 “La laicidad del Estado se fundamenta en la distinción entre los planos de lo secular y de lo religioso. Entre el Estado y la Iglesia debe existir, según el Concilio Vaticano II, un mutuo respeto a la autonomía de cada parte.
“¡La laicidad no es el laicismo!
“La laicidad del estado no debe equivaler a hostilidad o indiferencia contra la religión o contra la Iglesia. Mas bien dicha laicidad debería ser compatible con la cooperación con todas las confesiones religiosas dentro de los principios de libertad religiosa y neutralidad del Estado.”

El Estado, pues, debe reconocer, desde el punto de vista jurídico y político, la existencia de dos planos de la realidad: uno secular y otro religioso, monopolio este último de la Iglesia (compartido, si es el caso, con otras confesiones). Con ello, el Estado mismo debe adscribirse a una cosmovisión religiosa del mundo y asumir el papel tradicional de brazo secular para coaccionar a todos los ciudadanos y obligarlos a plegarse a ese “poder espiritual”. A ello se llega a través de fórmulas concordatarias, en las que se produce una curiosa separación formal de sentido unívoco entre la Iglesia y el Estado, de manera que aquella se sitúa por encima de la leyes y puede obrar con completa impunidad en el seno de este.
Así quedaría definida la laicidad, frente al laicismo, considerado como “hostilidad o indiferencia contra la religión o contra la Iglesia”. Para empezar, si el laicismo es hostil contra la religión o contra la Iglesia, sólo lo es en aquellos aspectos bien visibles donde la religión o la Iglesia atentan contra los derechos humanos, no contra los individuos religiosos o católicos tomados de uno en uno como conciencias libres. En segundo lugar, bien desearíamos los laicistas que la Iglesia nos tratara con la misma indiferencia, en lugar de presionar a los poderes públicos para que restrinjan el disfrute de nuestros derechos fundamentales. Por lo demás, como se advierte en el último párrafo citado, la “cooperación” debe darse con todas las confesiones religiosas, excluyéndose las convicciones de carácter no religioso, privadas de derecho a existir que no sea la pura negatividad.

Pero veamos otras muestras recientes que nos instruyan sobre el tipo de poder que pretende (o al que no quiere renunciar) la Iglesia. Juan Pablo II declaraba el 24 de enero de 2005:
 “(…) en el ámbito social se va difundiendo también una  mentalidad inspirada en el laicismo, ideología que lleva gradualmente, de forma más o menos consciente, a la restricción de la libertad religiosa hasta promover un desprecio o ignorancia de lo religioso, relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública.”

Efectivamente, el laicismo se opone a la libertad religiosa, cuyo carácter restrictivo y represivo ya hemos analizado ampliamente, por ser esta incompatible con la libertad de conciencia, que no excluye a ningún ser humano, ya sean religiosas o no sus convicciones. Pero además aquí Juan Pablo II introduce otra tergiversación, no sabemos si producto de la más cerril ignorancia o de la mala fe, al decir “…relegando la fe a la esfera de lo privado y oponiéndose a su expresión pública.” 
La “expresión pública”, la manifestación a través de los medios de comunicación y/o de actos públicos, de todas las ideogías y sistemas de convicciones o de creencias, religiosos o no, no ha pretendido jamás ser reprimida desde los postulados laicistas, sino que constituye precisamente un derecho fundamental especialmente reivindicado por este movimiento y ferozmente combatido por la Iglesia Católica en el mundo contemporáneo, en la línea ejemplarizada por el Sílabo de Pío IX. Algo muy direrente es la consideración de la esfera de lo público (del derecho público que concierne a todos y cada uno de los ciudadanos) y la esfera de lo privado en el ámbito del derecho, donde deben instalarse las asociaciones de tipo religioso, en estricta igualdad con las restantes organizaciones que agrupan a los individuos en torno a sistemas de convicciones no religiosas o de creencias particulares, cosa que sí exige ardorosamente el laicismo en nombre de la libertad de conciencia.
Lo que la Iglesia persigue al reivindicar su presencia en “el espacio público”, terreno de la sociedad civil en el que se fragua lo que entendemos por “opinión pública” (Habermas), no es la posibilidad de expresarse, en un plano de igualdad con otras organizaciones religiosas y no religiosas, como Amnistía Internacional, la FIDA o Europa Laica. Por más que quieran hacerse las víctimas, saben que ningún movimiento que utilice como armas la razón y los argumentos les cierra esa posibilidad. Es precisamente la Iglesia, desde el Emperador Teodosio, la que ha intentado monopolizar el espacio de la expresión pública con una desmedida violencia, con torturas y con represión. Tratan de conservar el privilegio de utilizarlo como autoridades civiles, como poderes públicos enquistados en las instituciones y organismos del Estado, otra vez para que este oblige a todos a “dar a Dios lo que es de Dios”, que se traduce en dar más poder estatal a las jerarquías eclesiásticas.

Veamos un par de citas más que nos aclaran dicha pretensión.
En el Mensaje de Juan Pablo II a la Conferencia Episcopal Francesa en el centenario de la ley de separación de la Iglesia y el Estado, de 11 de febrero de 2005 se decía:
 “Bien comprendido, el principio de laicidad, muy arraigado en  vuestro país, pertenece también a la doctrina social de la Iglesia. Recuerda la necesidad de una justa separación de poderes (cf. Compendio de la doctrina social de la Iglesia, nn. 571-572), que se hace eco de la invitación de Cristo a sus discípulos: «Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios» (Le 20, 25). Por su parte, la no confesionalidad del Estado, que es una no intromisión del poder civil en la vida de la Iglesia y de las diferentes religiones, así como en la esfera de lo espiritual, permite que todos los componentes de la sociedad trabajen juntos al servicio de todos y de la comunidad nacional.”

La tradicional separación de poderes que, desde Montesquieu, es característica de las democracias occidentales (ejecutivo, legislativo y judicial), se nutre aquí de un cuarto elemento, sin control democrático alguno y por encima de las leyes humanas: el poder espiritual.
En efecto, la no confesionalidad del Estado no se define aquí como lo que se entiende desde la competencia idiomática de cualquiera de nosotros: que el Estado no tiene ninguna confesión. La definición es precisamente la que permite a la Iglesia participar en la vida política y social situándose por encima de las leyes: “la no intromisión del poder civil en la vida de la Iglesia y de las diferentes religiones, así como en la esfera de lo espiritual”.

El este sentido, también es muy explícito el discurso que dirigió el Papa Benedicto XVI al 56º congreso nacional de la Unión de Juristas Católicos Italianos, sobre laicidad y laicidades. Tras recordar una de las acepciones de “laico”, como sinónimo de “seglar”, dice:
“En realidad, hoy la laicidad se entiende por lo común como  exclusión de la religión de los diversos ámbitos de la sociedad y como su confín en el ámbito de la conciencia individual. La laicidad se manifestaría en la total separación entre el Estado y la Iglesia, no teniendo esta última título alguno para intervenir sobre temas relativos a la vida y al comportamiento de los ciudadanos; la laicidad comportaría incluso la exclusión de los símbolos religiosos de los lugares públicos destinados al desempeño de las funciones propias de la comunidad política: oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc.”

Por lo pronto, Benedicto XVI confunde sociedad con Estado. Para el laicismo, en el ámbito de la sociedad civil hay lo que hay, y todos los ciudadanos y todas las organizaciones de carácter privado a través de las que ejercen su derecho de asociación, sean religiosas o no, se expresan públicamente como estiman conveniente, dentro de un marco legal común, ensalzando o descalificando lo que les parece conveniente ensalzar o descalificar. Pero “oficinas, escuelas, tribunales, hospitales, cárceles, etc.” son lugares de todos, y allí deben estar presentes todos los símbolos, iconos y sentencias, desde la cruz hasta “La religión es el opio del pueblo”, cosa completamente absurda y temible para la convivencia, o, lo que es más razonable, deben ser lugares de mutuo respeto y de neutralidad que posibilite la vida en común, no presididos por los distintivos de una creencia particular. La sed de poder de la Iglesia Católica, pretendiendo actuar como institución del Estado y monopolizar desde esta posición ilegítima nuestras conciencias, no tiene límites, y es preciso ponerle freno.

Para terminar con este somero análisis que evidencia los designios que arrancan del Concilio Vaticano II, me gustaría ver cuál es la finalidad en esta búsqueda incesante de privilegios. Para ello quisiera detenerme brevemente en el Catecismo Católico editado 25 años después de acabado el Concilio. Dicho catecismo está dirigido a los obispos, con el fin de inspirar los catecismos locales y la enseñanza de la doctrina de la Iglesia. Cuando se habla en él de derechos fundamentales, se hace con una argumentación sumante curiosa, que trataré de sintetizar:
Para la Iglesia, el derecho fundamental es el que tiene el católico de trabajar por su salvación. Y ello conlleva el derecho a vivir en una sociedad que no le incite al pecado. La conclusión es obvia: todos los demás tenemos que evitar en nuestras vidas las conductas católicamente pecaminosas, para no provocar la envidia del católico y no incitarlo a pecar. Y como ello es algo que, en principio, no vamos a aceptar de buen grado, su concepción de lo que es un “derecho fundamental” les autolegitima para ejercer el grado de coacción que la sociedad actual les permita (ya no pueden quemarnos en plazas públicas o encarcelarnos sin más), presionando a los poderes públicos para que, como brazo secular, realicen el trabajo sucio de sustraernos derechos fundamentales. ¿No es eso fundamentalismo? ¿O es “fundamentalismo laicista” el que se opone a tan desmedidas pretensiones?

Lo realmente preocupante, a la hora de examinar las coartadas ideológicas que se utilizan para justificar la sustración de derechos analizada arriba, no es lo que procede directamente del Estado Vaticano (ahora “Santa Sede”) o de la Conferencia Episcopal Española. Al fin y al cabo, ante eso ya estamos prevenidos por siglos de opresión. La violencia verbal y la intransigencia del Cardenal Cañizares (así como los ecos que encuentra en el Partido Popular) son sólo síntomas de su impotencia, al realizar esa constatación del rechazo social. Lo que sí puede preocupar al laicismo es que los mismos argumentos esgrimidos por la Iglesia desde el Concilio Vaticano II son aceptados y utilizados, con un lenguaje más taimado y dulzón, desde las filas de la llamada “laicidad”. Y aquí sí quisiera detenerme en la ideología, “laica” frente a “laicista”, de la Universidad Carlos III y la Fundación CIVES.
La dicotomía laicidad / laicismo, utilizada por la Iglesia para mantener su estatus o conquistar mayores privilegios, es retomada en diversos artículos por el señor Peces-Barba, convertido en auténtico “obispo seglar” de una panreligión cristiano-ecuménica.
Tomenos, para empezar, el artículo publicado el “El País” el 20 de abril de 2004, donde, tras declararse discípulo de Locke y denunciar desmesurados privilegios de la Iglesia Católica, el señor Peces-Barba expone sus propuestas políticas:
 “(…) la verdadera libertad de conciencia debe conducir a la  separación entre la Iglesia y el Estado y al igual tratamiento de todas las Iglesias y todas las confesiones religiosas.”

Deberíamos recordar al señor Peces-Barba que la libertad de conciencia a lo que debe conducir es a un igual tratamiento de todas las convicciones (y de las organizaciones en que los individuos se agrupan ejerciendo el derecho de asociación para defenderlas), sean estas religiosas o no. Pero, como buen heredero de Locke y de la “libertad religiosa”, el señor Peces-Barba, al igual que la Iglesia, condena a la marginación política a los no creyentes. Así, su artículo continúa con una apología de la Ley Orgánica de Libertad Religiosa de 1980, que reduce las convicciones de carácter no religioso a pura negatividad:
“Por eso la Ley de Libertad Religiosa no afecta a la Iglesia  católica, sino sólo a las restantes confesiones; por eso arañó una mención expresa en el artículo 16-3 de la Constitución, para diferenciarse de las demás; por eso, en fin, regula su status jurídico en España con una norma de derecho internacional, un tratado del Estado español con la Santa Sede, lo cual es insostenible en el siglo XXI. Su derecho a existir, a actuar, a predicar su doctrina, a su personalidad jurídica, al respeto de los poderes públicos y a organizarse autónomamente está protegido por la Constitución y la ley.”

écticos que quieren ser ciudadanos fuera de ámbitos estrictamente cultuales permanecen en la misma situación de discriminación y de marginación. Y eso, traducido a propuesta política y jurídica, es fundamentalismo.
En un artículo mucho más reciente, titulado “Sobre laicidad y laicismo” (“El País”, 8 de septiembre de 2007), el señor Peces-Barba retoma la dicotomía sustentada por la Iglesia, desde su óptica constitucionalista:
 “(…) A veces, desde posiciones interesadas, se le ha intentado  identificar con el laicismo, que es una actitud enfrentada y beligerante con la Iglesia. Es una maniobra más para desacreditar a la laicidad política y jurídica. Bobbio, una vez más, aclara definitivamente el tema: el laicismo es "un comportamiento de los intransigentes defensores de los pretendidos valores laicos contrapuestos a las religiones y de intolerancia hacia las fes y las instituciones religiosas. El laicismo que necesita armarse y organizarse corre el riesgo de convertirse en una Iglesia contrapuesta a otra Iglesia". Y como dirá al final de su texto: "¡Para Iglesia, nos basta con una!". Aunque el creyente está protegido con la laicidad, en sociedades democráticas, con la Constitución o la ley, no es protagonista político. Por eso, a los dirigentes eclesiásticos no les gusta este estatus y confunden laicidad con laicismo. Como casi siempre, pretenden maldecir en vez de colocar una luz en la barricada.”

Valdría la pena analizar los planteamientos de Bobbio, para valorar este sospechoso designio de impedir que quienes somos privados de derechos positivos en materia de libertad de conciencia renunciemos a cualquier intento de reclamarlos y de organizarnos para hacerlo (eso sería “hostilidad y beligerancia”), permaneciendo en la más absoluta pasividad.
El artículo de Bobbio al que se refiere el señor Peces-Barba fue publicado por “El Mundo” (17 de noviembre de 1999), y en él delimita el pensador turinés los conceptos de “cultura laica” y “laicismo”, a propósito de un texto contra el integrismo católico:
“El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la  condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido.”
Y continúa:
 “Dicho esto, precisamente de acuerdo con el principio de libertad que distingue una sociedad abierta de una sociedad cerrada, el laico tiene que respetar al que profesa cualquier religión, mientras que el que profesa una religión total, como la católica, puede incluso no respetar al no creyente.
“El Manifiesto me ha parecido más laicista que laico. Cuando se lamenta la "debilidad del laicismo", por estar "desarmado y desorganizado", me confirmo en mi primera impresión: el laicismo que necesite armarse y organizarse corre el riesgo de convertirse en una iglesia enfrentada a las demás iglesias. Hace unos años escribí lo siguiente: "Cuando una cultura laica se transforma en laicismo, pierde su inspiración fundamental, que es la de no cerrarse en un sistema de ideas y de principios definitivos de una vez por todas". Y añadía: "El espíritu laico no es en sí mismo una nueva cultura, sino la condición para la convivencia de todas las posibles culturas. La laicidad expresa más bien un método que un contenido. Tanto es así que, cuando decimos que un intelectual es laico, no intentamos atribuirle un determinado sistema de ideas, sino que estamos diciendo que independientemente de cuál sea su sistema de ideas, no pretende que los demás piensen como él y rechaza el brazo secular para defenderlo".

Efectivamente, el laicismo no es una nueva cultura (sobre todo, no lo es en el sentido etnológico del término), sino una propuesta política y jurídica que se plasmó en realidad con la liquidación del Antiguo Régimen, y que constituye el núcleo fundamental de la democracia y del desarrollo de los derechos humanos. Y para ello, desde la Revolución Francesa, las fuerzas de distinto signo político que han defendido y defienden los principios elementales de libertad y de igualdad (constantemente amenazados desde los intentos de involución hacia monarquías absolutas, desde las dictaduras y totalitarismos de todo tipo y desde las jerarquías de las grandes religiones) han necesitado organizarse y ser beligerantes.
A esta “laicidad”, opuesta al “laicismo”, heredera de Locke, tan cara al señor Bobbio y al señor Peces-Barba, que más bien parece una avanzadilla de las pretensiones de poder espiritual de la Iglesia Católica y de otras confesiones, mostrando la cara blanda de una panreligión ecuménica, se le han sumado en los últimos años otras nociones de nuevo cuño para sostener idénticas posiciones. Examinaremos también las más significativas:
Frente al modelo institucional de laicidad francesa, nacido de la Ley de 1905, surgió a finales del siglo XX  la llamada “laicidad abierta” o “laicidad inclusiva”. Por la misma se entiende, claro está, la que incluye una religión o varias religiones como entidad o entidades de derecho público, entre las instituciones y organismos del Estado, configurando ese cuarto “poder espiritual”.
Uno de los textos más relevantes para saber de qué hablamos es el "Manifiesto por la laicidad inclusiva", traducido del francés y divulgado desde “Cristianos en el PSOE”. Se trata de un alegato contra la decisión de Jospin de oponerse en el año 2000 a las presiones clericales para la elaboración de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea. Pretendían estas presiones, plasmadas en el primer borrador, que tales derechos aparecieran como "herencia religiosa". Jospin, a quien la laicidad francesa no debe gran cosa pero que en este asunto se merece un aplauso, consiguió que los términos se sustituyeran por "herencia espiritual". Si consideramos la significación que la palabra "espíritu" tiene en francés (en español hubiera sido preferible hablar de “herencia humanista”), como sinónimo de "inteligencia" o de “entendimiento” (lo que permite a Sartre decir "l'esprit est à gauche"), parece que hablar de "herencia espiritual" no excluye a nadie. Aquí cabe toda la tradición humanista europea: la de corte religioso y la de corte no religioso. La laicidad inclusiva, sin embargo, excluye de la génesis de los derechos humanos nada menos que todas las corrientes ateas, agnósticas y deístas (es decir, no adscritas al teísmo de una religion positiva), cuyo papel en la generación de los valores de libertad y de igualdad todos conocemos. ¿Cuál es, pues, la laicidad excluyente: la laicidad francesa sin adjetivos o esa llamada "laicidad inclusiva", sostenida por el PSOE?

Otra noción de nuevo cuño, con idénticas pretensiones, es el "laicismo moderno", y también vale la pena detenerse un instante para saber qué es. Los términos, como los de "laicismo actual", han sido ampliamente utilizados en los últimos años por Luis Gómez Llorente. Me remito a un artículo de 1999 titulado "El papel de la religión en la formación humana", publicado en la Revista “Iglesia Viva” y después exhibido igualmente en las páginas “Cristianos en el PSOE” y en el sitio internet de la Fundación CIVES.
Para Gómez Llorente y para su "laicismo moderno", la oposición entre Estado laico y Estado confesional queda resuelta y superada por el Estado aconfesional (donde "aconfesional" no significa lo que nuestra competencia idiomática nos dice: que el Estado no tiene confesión religiosa alguna). Este sería un Estado formalmente separado de la Iglesia en su Constitución, pero que devuelve a la Iglesia su papel en la vida pública y en el derecho público mediante un concordato. Y a continuación se entrega a la apología de los Acuerdos de 1979.
Por lo demás, el idioma se fuerza también con el adjetivo "moderno", porque en español eso significa algo más reciente, más actual que el laicismo a secas, que aparecería como "antiguo".
Pues bién, la solución mágica hallada por Gómez Llorente data, nada menos, de Napoleón Bonaparte, cuando dejó de ser un adalid de la Revolución Francesa para embarcarse en su egolatría, devolviendo para ello a la Iglesia Católica, mediante el Concordato de 1801, la mayor parte de los privilegios perdidos con la liquidación del Antiguo Régimen. El concordato de 1801 sigue hoy vigente en Alsacia y Mosela. No es de extrañar, pues, que el arzobispo de Estrasburgo se permitiera decir cínicamente, en el segundo centenario del Concordato, que no había en Francia nadie más laico que él, ya que ese modelo concordatario es precisamente lo que propone la laicidad abierta o inclusiva.

El laicismo sin adjetivos, la laicidad francesa sin adjetivos, son, pues, posteriores al "laicismo moderno", que sólo tiene de reciente la terminología, y se han fraguado en la lucha por la libertad y la igualdad durante todo el siglo XIX, en la oposición a los concordatos de corte fascista del siglo XX: el de Mussolini de 1929, el de Hitler de 1933, el de Franco de 1953..., todos ellos vigentes, aunque pasados por ciertas revisiones.
El propósito de estas nociones y estas dicotomías analizadas: laicidad frente a laicismo, laicidad inclusiva frente al modelo institucional francés de laicidad  sin adjetivos, laicismo moderno frente a laicismo a secas… es siempre el mismo: el establecimiento o la consolidación de un poder espiritual al que todos debemos plegarnos, constreñidos a ello por los poderes públicos en su papel de brazos seculares.

Ante esta ofensiva mundial de las grandes religiones para anular lo que entendemos por libertad de conciencia, sólo nos quedan dos opciones: padecer resignadamente sus efectos, en esa pasividad tan querida por Bobbio, o defender  y desarrollar hasta afianzarlas sólidamente las frágiles conquistas que, desde la Ilustración a nuestros días, hemos logrado en el ámbito de los derechos universales de reclamación individual.


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