Trasversales
Josu Montalbán

Opulencia privada, miseria pública
La izquierda debe volver a casa

Revista Trasversales número 7,  julio 2007, versión electrónica

Comentario a partir del libro El fetiche del crecimiento, de Clive Hamilton, Ed. Laetoli



En cualquier debate entre dirigentes políticos se habla de “crecimiento económico”. Suena bien la palabra porque la conclusión inmediata es que si la economía crece habrá más dinero para repartir entre todos los ciudadanos. Sin embargo, los sueldos caen y los trabajadores pierden poder adquisitivo. Mantener el crecimiento requiere ajustes cuyo esfuerzo recae principalmente en los salarios, en la duración de las jornadas laborales y en el empleo, es decir, en los trabajadores, que ven día a día como el crecimiento de la economía de todos, la global, no redunda en incrementar su nivel de vida ni su bienestar. El crecimiento económico, en suma, no nos hace más felices, quizás por eso resulta complicado comprender las frases grandilocuentes de los políticos, de uno u otro signo, que sustentan el éxito de sus gobiernos, de forma abstracta, en que el crecimiento sea cuanto más grande y cuanto más duradero.

En El fetiche del crecimiento Clive Hamilton desarrolla, a lo largo de más de 200 páginas prolijas en datos económicos y demográficos, su teoría por la que el crecimiento que se esgrime como un arma, como la auténtica respuesta a los problemas de los ciudadanos, constituye uno de los grandes males de nuestra sociedad. Influye en las prioridades sociales y las estructuras políticas, y ha creado un profundo sentimiento de alienación entre los jóvenes y los mayores. Aunque el crecimiento puede comportar un aumento de los parámetros demográficos que se miden para definir el grado de desarrollo de nuestra sociedad, no se puede decir que tal aumento lleve consigo un incremento de nuestro bienestar. Clive Hamilton es contundente: “tras muchos años de constante crecimiento y aumento de los ingresos personales (en cifras medias), debemos enfrenarnos a la realidad: no somos más felices”.

Recientemente, con motivo de la publicación de un Informe elaborado por la OCDE, el Gobierno español y el PP se enfrentaron en una polémica muy ilustrativa. El crecimiento de la Economía española ha sido en los últimos diez años superior al de la europea, sin embargo el sueldo medio de los españoles ha bajado un 4% en el mismo tiempo. Mientras el crecimiento económico continuado ha supuesto que el PIB per càpita de España sea ya el 97% de la media de la UE-15 (los primeros quince países que la formaron, o sea, los más desarrollados y ricos), el gasto social es sólo del 62%. De igual modo el salario medio es de 1604 euros brutos al mes en España, frente a los 2309 euros de la UE-15. Se han dado todo tipo de justificaciones. El gobernador del Banco de España lo ha matizado: “En estos años ha entrado mucha gente al mercado de trabajo: inmigrantes, jóvenes y mujeres con sueldos bajos han contribuido a reducir el salario medio porque se incorporan el escalón mas bajo”.
Para los economistas, -que son ahora los protagonistas de la acción política- todo tiene su lado positivo. El dilema es si su objetivo ha de ser intervenir en la macroeconomía de las grandes cifras del crecimiento global, o en la microeconomía de las cifras domésticas: “La paradoja es que el sueldo real medio baja, pero todos ganan. Las amas de casa que se han incorporado al mercado laboral no ganaban dinero y ahora tienen un sueldo de unos mil euros; los jóvenes han pasado de cero euros a mileuristas; los inmigrantes que ganaban 250 euros en su país ahora perciben unos 700 euros en España. Y los trabajadores que ya estaban en el mercado hace 10 años ahora ganan también más dinero. En suma, todos mejoran notablemente aunque la media baje”. Estas reflexiones del gobernador del Banco de España reflejan claramente que, al margen de la adscripción política de los responsables políticos o económicos (que, en muchos casos, coinciden) las tesis neoliberales que han fijado en el crecimiento económico su objetivo exclusivo, han triunfado.

Hay quien opina, desde las altas instancias económicas, que “la masiva creación de empleo es la mejor medida de cohesión social”, como el Director del Instituto de Estudios Económicos (IEE) Juan Irauzo que ve claro “que el bienestar español en su conjunto ha crecido en estos años” por la peregrina explicación de que “la gente quiere entrar en España, y no irse”. Con estas reflexiones respondía a las opiniones del catedrático Vicenç Navarro: “Las empresas españolas han visto aumentar su beneficio neto entre 1999 y 2006 en un 73 %, más del doble que la media de la UE-15 (33%). Los costes laborales en el mismo periodo han crecido solo un 3,7%, cinco veces menos que en la UE-15, que fue de un 18%”. Por tanto, el crecimiento de la economía está teniendo lugar a costa del poder adquisitivo y las cotas de bienestar y seguridad de los trabajadores. Incluso, frente a la relación biunívoca que sitúa en la misma cadena la creación de riqueza y la generación de empleo, Navarro ha sido claro: “Si se mira en qué grupos empresariales han crecido más los beneficios, se ve que no son aquellos que crean más empleos. El Banco de Santander, que consiguió unos beneficios de 26000 millones de euros entre 1999 y 2006, perdió durante ese período 12.000 empleos”.

Lo que importa es el crecimiento económico. Como si se tratara de una obsesión, ocupa la mente de los primeros gobernantes europeos. El Primer Ministro francés, Fillon, anunció nada más tomar posesión de su cargo: “Vamos a provocar una serie de medidas fiscales y financieras destinadas a provocar un auténtico choque que ponga en marcha el crecimiento”. Se trataba, según Fillon, de situar el crecimiento en el 3%, por encima del 2% de los últimos años. Para ello se pondrán en marcha políticas fiscales que reducirán las tasas sobre las herencias y posibilitarán un techo fiscal. Los ricos pagarán menos e, inevitablemente, se producirá (o agrandará) la brecha social y económica que denuncian los ideólogos de la izquierda económica, cada vez más escasos. Pero Fillon ha subrayado el posible tufo nada ético de estas medidas cuando ha advertido que, paralelamente, pondrá en marcha un conjunto de propuestas destinadas a “moralizar el capitalismo”. De la inmoralidad inherente al sistema capitalista pocos tenemos dudas, máxime en estos tiempos en que se le deja a sus anchas, peor aún, se potencian sus posibilidades más perversas.

Clive Hamilton, además, escribe un auténtico tratado que permite sacar una conclusión definitiva: no sólo el crecimiento económico no conlleva la felicidad sino que para que tal crecimiento llegue a producirse, es preciso que los anhelos y empeños de los individuos se dejen a un lado. El crecimiento económico se lleva por delante dicha felicidad. Esta contradicción se expresa a veces en los propios titulares de los periódicos de forma manifiesta: “El salario real medio ha bajado un 4% en 10 años pese al fuerte crecimiento económico” (El País, 14 de junio de 2007). El profesor australiano pone mucho más énfasis en el hecho de que, mientras la obsesión por crecer económicamente no tiene límite, los recursos que han de utilizarse sí los tienen: “(en cualquier manual de Economía) la materia se define como el estudio de la manera de utilizar unos recursos escasos para satisfacer lo mejor posible unas necesidades ilimitadas”. En esta consecución intervienen factores esenciales: el concepto de riqueza o prosperidad, la voracidad del mercado, las artes diabólicas del marketing y la publicidad, la concepción de los individuos como consumidores (capitalismo de consumo), el crecimiento económico como conquista, el medio ambiente y la ecología como productos de consumo supeditados al crecimiento y, por fin, una perversa forma de identidad para los individuos basada en la posesión privada y el consumo. Todo esto, de la mano de políticos y partidos mayoritarios que convergen en el sistema básico: el neoliberalismo, el capitalismo voraz y la globalización económica y financiera, aunque no la social y política. Hamilton desacredita las bases del debate político actual: “Cuanto más convergen los partidos en lo esencial, más deben tratar de diferenciarse mediante la manipulación de la información. Esta política es la de la falsedad y existe la convicción popular de que el proceso democrático se ha convertido en una compleja farsa. Los partidos mayoritarios, dirigidos ahora por trepas profesionales, llegan al borde de la histeria por asuntos triviales mientras están tácitamente de acuerdo en no romper el consenso neoliberal sobre lo que realmente importa (...). La socialdemocracia está siendo reemplazada por una especie de totalitarismo de mercado”.

El orden económico es el que determina el orden social. El crecimiento está suponiendo un cambio muy intenso de la vida social de los individuos, del mismo modo que está influyendo poderosamente en el deterioro del medio ambiente que es, sin lugar a dudas, la gran riqueza de la que pueden gozar los individuos de las capas más desfavorecidas de la sociedad. En la farsa que el neoliberalismo representa todo es artificial. El individuo asiste desde el numerosísimo patio de butacas para que los actores, desde el escenario, les embarquen y les conviertan en meras piezas del puzzle del mercado: “La ideología del mercado afirma que la libre elección permite a los consumidores expresar su individualidad”. El marketing se convierte en un arma poderosa y la publicidad en un instrumento artero que nos muestra de modo halagüeño que la felicidad no es una sensación sino la consecuencia de ser dueño de muchas cosas. El sistema tiene que convencer a los individuos de que nunca disponen de lo suficiente: “las empresas fabrican un producto, que no suele ser más que una variante de otro ya existente, y a continuación se lanzan a crear un mercado para él”. De este modo extrae Hamilton que “el crecimiento económico no crea felicidad: es la infelicidad la que sostiene el crecimiento económico”.

En la era de la globalización los individuos encuentran todas las dificultades para autodeterminarse si no lo hacen mediante su condición de consumidores y dueños. Fuera de la Revolución clásica, la “contracultura y el ecologismo contenían en sí semillas de revolución, pero fueron asimiladas sin esfuerzo, de modo que quienes hoy sienten esas inclinaciones se pueden limitar, sencillamente, a comprarse un estilo de vida alternativo”. De todo lo acontecido la coartada utilizada ha sido la bondad del crecimiento económico, pero el crecimiento del mercado ha sido posible de la mano de todos porque, tanto gobiernos democráticos como autoritarios, han retirado todo tipo de obstáculos. Mediante procesos privatizadores salvajes los bienes públicos (de todos) se han convertido en privados (de unos pocos), porque primero se ha extendido el latiguillo de que “los gobiernos no pueden gestionar los negocios de forma rentable: sólo los propietarios particulares tienen incentivos para manejar con eficiencia una empresa”. También este latiguillo forma parte de la farsa que culmina en una verdad indubitable: “Opulencia privada, miseria pública”, que viene a interferir en las formas de concebir los sistemas solidarios de relación entre individuos, es decir, la vida.

Han variado algunos significados importantes. Hamilton insiste en el concepto de la igualdad que es, siguiendo las tesis de Bobbio, una de las más importantes diferencias entre la izquierda y la derecha: “La insistencia en la igualdad de oportunidades y no en la igualdad de resultados ha supuesto que la educación haya pasado a ocupar el centro del programa de la socialdemocracia moderna”. Pero el hecho de que el sistema defienda dicha igualdad de oportunidades, desentendiéndose de la igualdad real, convierte a los ciudadanos en víctimas de sus perversidades desde el mismo momento en que finaliza su periodo educativo.
Merece una mención el apartado en que Hamilton relaciona el crecimiento económico con el medio ambiente. El actual modelo de crecimiento, basado en el consumo, constituye una amenaza fatal para el medio ambiente. Ya nadie es ajeno a la convicción de que el actual modelo de consumo lleva a que “si todos los habitantes del Mundo consumieran tanto como el consumidor medio de los países ricos, necesitaríamos cuatro planetas del tamaño de la Tierra”. Es preciso que modifiquemos nuestros hábitos de vida porque el fetichismo del crecimiento ha truncado las aspiraciones políticas del movimiento social más importante del último medio siglo: el ecologismo. Hamilton ofrece cifras que podrían ser muy esclarecedoras si no fuera porque el fetiche del crecimiento mantiene ciegos y absortos a los gobernantes del mundo, máxime en estos tiempos críticos en que acceden al desarrollo Estados asiáticos superpoblados (China, Indica, Sureste Asiático), que parecen dispuestos (y obsesionados) a imitar nuestros comportamientos.

Para concluir, es bueno advertir que la felicidad no es una consecuencia del crecimiento, peor aún, que un crecimiento desmesurado solo es posible a costa de nuestra felicidad. El libro de Hamilton es un libro provocativo que contiene datos suficientes para que iniciemos un retorno, porque está en juego el bienestar de todos los humanos y su felicidad. Se trata de un libro fundamental para entender el abismo brutal al que nos aboca el sistema capitalista actual. En el prólogo Hamilton marca las líneas posteriores con afirmaciones lapidarias que permanecen presentes en todo el libro: “Los neoliberales sólo pueden imaginar un tipo de elección: la que no se sale del mercado (...). Los neoliberales creen que todos tenemos la responsabilidad de hacer tanto dinero como podamos y que es inaceptable que ejerzamos nuestro derecho a no participar en él (...) . Los actuales neoliberales se parecen cada vez más a unos nuevos opresores (...). El capitalismo consumista no experimentará una transformación a menos que se les ataque en su propia casa. La izquierda debe volver a casa (...). El conflicto fundamental sigue siendo el existente entre el trabajo y el capital en el ámbito de la producción y la respuesta organizativa adecuada es el sindicalismo (...). Una democracia social que no provoque miedo en los consejos de administración no es, en absoluto, una democracia social”.

Como afirma Noam Chomsky en la portada, el libro de Clive Hamilton es bello y da de lleno en el clavo.



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