Trasversales
Ignacio Castro Rey

PHE07. Tres espacios

Revista Trasversales número 7,  verano 2007


Ignacio Castro Rey
es filósofo, crítico de arte y ensayista




Con la X edición del festival PHotoEspaña Madrid renueva su oferta cultural de verano, complementa la capitalidad política y la pujanza industrial con las novedades artísticas. El NeoRealismo, de 1936 a 1960, en el Centro Cultural de la Villa, los nuevos valores emergentes en el Conde Duque, Sylvia Plachy en el Círculo. Más las múltiples galerías que participan en el certamen: Martin Parr en Espacio Mínimo, Kimsooja en La Fábrica, Valentín Vallhonrat en Elba Benítez... De manera que la población local y los turistas, nacionales y extranjeros, hacen coincidir la llegada del buen tiempo y el encuentro en las terrazas con el visionado de una parte de lo que la civilización amasó y archivó, catalogó y capturó a través de la fotografía. Con ésta, en cierto modo, la ciudad se mira a sí misma en otras tomas, Occidente se contempla a sí mismo en ángulos más o menos insólitos. Todo ello en beneficio de lo complejos que somos, lo diversos que somos, lo globales que somos. Nosotros somos la tierra. Es difícil separar a la fotografía de este espejeo narcisista, de esta función abyecta de autocomplacencia, con la ignorancia monumental que supone de lo otro, lo raro y no visible, las otras culturas que no entendemos, que no fotografían ni se dejan fotografiar.

Sin embargo, debido a que nadie sabe lo que ve el público, existe otra función difícil de separar de esta primera. Desde su origen la fotografía oscila entre el catálogo de lo que hemos descubierto, destruido y recreado en las afueras -la fotografía como instrumento de la máquina antropológica- y el descubrimiento de todo aquello que por cotidiano, es decir, por simplemente existencial y sin tiempo, hemos olvidado. Esta sería la función que Barthes llamaba el punctum, el descubrimiento de ese instante decisivo -mínimo en magnitud, máximo en dignidad- donde se juega la deriva secreta de las cosas y de los rostros, la rasgadura donde aparece el misterio de un instante, un objeto, una escena de la existencia.
Así que atraviesas el tráfago de la ciudad, caminas bajo el cielo, te cruzas con algunas caras, bajas al metro, te atascas en el gentío, te conmueven otros rostros, esperas, te desesperas. Después, al salir, entras en una sala raramente iluminada donde cuelga la vieja liturgia de alguna imagen. En esas provincias sigue habiendo gente, sombras que no conoces, pero ya no circulan, sino que se mueven en una coreografía lenta, intermitente. De manera que puedes contemplar otra vez las caras y las siluetas, ahora absortas en mirar algo. Detenerse y oír el latido secreto del tiempo, decía Houellebecq en un libro que no será leído debido a su compromiso con los espectros de una parada prohibida, sería suficiente para que la constelación de creencias de nuestro mundo democrático -la universalidad, la equivalencia, la igualdad transparente- saltase hecho añicos.

La fotografía, lo quiera o no, tiene un nexo latente con esa revelación de un instante irrepetible, con su grito elemental. Aunque también, como todos los medios técnicos, está endeudada con una poderosa maquinaria social destinada a conjurar ese peligro de lo singular. Función sociopolítica, la de desactivar la experiencia cruda del instante, sin la cual no se entendería el actual prestigio de lo digital y todas las tecnologías instantáneas de la comunicación. Pocas sociedades ha habido como la nuestra que mantengan tal pánico al tiempo muerto, al tiempo sin organizar donde crepitan esos segundos eternos de la vida mortal. Jugando con Marx, se podría decir que el tiempo mismo, el latido de la existencia cualquiera, es el primer fantasma que recorre los bajos del capitalismo. Todos los otros peligros oficiales -populismo islamista, eslavo o latinoamericano- son sólo coagulaciones episódicas de ese auténtico demonio, ese mal radical que habita para nosotros en el eje del Tiempo. La cultura entretenimiento, esta ideología del pluralismo sensacional, debe desactivar el riesgo de la parada, un accidente fatal que amenaza en la vida desnuda.

Recordaba Pierre Bourdieu que la generalidad informativa del medio fotográfico, polarizado por la oscilación entre lo espectacular y lo irrelevante, es incapaz de ver nada en la vida diaria de un barrio cualquiera, de una vida cualquiera. Por el contrario, a la manera del inigualable Sokurov, la pregunta de un poeta armado con la cámara es: ¿qué ocurre cuando no ocurre nada? Dicho de otro modo, ¿qué es lo real cuando no hay “noticias”, cuando ninguna cámara está allí? Hablamos en este caso de una realidad poco representada y casi irrepresentable: la del día a día, la cotidianidad intersticial que respira entre los segmentos de nuestro tiempo contado. La pregunta para un creador es cómo ser fiel a ese fluir sin capturarlo ni convertirlo en cliché. Abrirse a la fuga del tiempo, ése es el reto de la más audaz fotografía. Línea que, afortunadamente, también tiene representación en estos tres espacios.

La lógica de Descubrimientos, en el Conde Duque, es la más cercana a la planificación cultural en curso. En ella se intenta construir lo universal no tanto penetrando en el alma de lo singular como en la acumulación, sumando fragmentos particulares. Sesenta finalistas entre 800 candidatos de 35 naciones diferentes, dice el folleto. Un poco como en la ONU, con banderitas por todas partes. Los jóvenes fotógrafos del Conde Duque exploran temáticas contemporáneas a través de la fotografía, las distintas posibilidades que el medio fotográfico ofrece a los artistas actuales. Con obras que van de la captación del instante decisivo a la construcción de escenas, del reportaje en blanco y negro a la fotografía digital experimental. Abunda sin embargo la sociología un poco superficial: mucho studium, apenas punctum; mucho cliché contemporáneo, apenas poética de la existencia. Mucho rostro clónico, inexpresivo, aislado del entorno terrenal y taladrado por lo social. Dentro de esta línea de ablación anímica, se repite nuestra obsesión por los Estados Unidos, por sus barras y estrellas centelleantes. Por supuesto, exagero, pero uno se queda con la impresión un poco ambivalente del protagonismo juvenil en este furioso recambio que constituye nuestro integrismo.

Aunque la comparación es innecesaria e injusta, ya que en el Conde Duque se trata de autores noveles, si ponemos Descubrimientos al lado del NeoRealismo italiano de la Casa de la Villa, la muestra juvenil resulta desfavorecida. En la exposición de la fotografía italiana, de 1933 a 1960, abundan los testimonios etnográficos de la pobreza, la poética de los rostros, las incursiones en territorios atrasados, en instantes robados a un mundo desprevenido, sin pose. Hay una constante metafísica, sin culpables ni ironía, justo lo que falta en tanta fotografía “emergente”. Incluso bajo el fascismo se daba ese restallido de lo elemental. El instante es así: absolutamente democrático, puede estar en todas partes. Estos fotógrafos italianos, tan distintos entre sí, ponen en tensión superficial muchos ángeles y demonios del fondo. El misterio de una alegría recóndita, por ejemplo, en esa imagen de un baile de tarde en cualquier rincón perdido de la Italia meridional de los años 50. Cerca de Pasolini y lejos de la ignorancia hacia lo pequeño que caracteriza a la cultura consumista que entonces Italia empieza a ensayar, vemos en toda la muestra una solidaridad con la pobreza y con una cierta soberanía de esa pobreza. El fotógrafo tantea la ciencia imposible del ser único, retrata seres condenados a desaparecer. Lo que ha sido y ya no es. Lo que fue aplastado, escasamente habiendo sido. Es como si se tratase de apurar el studium sociológico hasta aproximarlo a los fenómenos de borde, esa galería de monstruos que a veces recorren nuestra trastienda. Niños, viejos, prostitutas, mendigos, solares desiertos. Ángeles con la cara sucia, mutaciones minoritarias del cielo. En toda esta muestra, la fotografía resucita la pasión neorromántica por las afueras, incluso por las “afueras” de la escena más convencional. Más cerca de Robert Frank que de Richard Avedon, no hay en general puesta en escena, ni recreo en la identidad de personajes oficialmente malditos. Como no estamos en el maniqueísmo del Norte, es patente la ambigüedad, la temblorosa relación entre lo peor y lo mejor.

Tal vez De reojo, la exposición de Sylvia Plachy en el Círculo, prolonga este compromiso ético con la ambigüedad. Nacida en Budapest y emigrada a Nueva York a los quince años, emplea posiblemente títulos demasiados pomposos y literarios. A pesar de eso, a pesar de que el mundo que le rodea ya posa de modo casi imparable, sus imágenes impactan directamente en el sistema nervioso, sin necesidad de narración, sugiriendo la posibilidad de una visita no guiada. De su Autorretrato con vacas regresando a casa, Avedon ha dicho: “Me hace reír y me rompe el corazón. Es moral. Es todo lo que un fotógrafo tendría que ser”. Amiga de Wenders y de Tom Waits, los famosos que aparecen en la exposición de Plachy -Burroughs, Warhol, el mismo Waits- lo hacen a título de muestras de una singularidad cualquiera. Son rostros del mismo espectral anonimato que reaparece en tomas de calles, coches, casas destartaladas. Bajo el catolicismo de los medios técnicos, Plachy busca el protestantismo de la existencia. Busca interruptores de nuestro dogma, vacuolas de no comunicación desde donde la humanidad pueda aún sentir algo propio, pensar algo, vivir algo.
Finalmente, no es el registro documental lo que más interesa en estos tres espacios, aunque representen también un estudio social impagable. Algunos de estos fotógrafos podría hablar -como Colom- de “hacer la calle”, de ejercer de “notarios de una época”. Sin embargo, ellos no se preocupan tanto por el sitio adecuado, por el momento justo, al estilo del sacerdote informativo, como de acercarnos, con el ojo táctil que desciende, al alma de cualquier esquina. Incluso en las fotografías sociales capturan instantes de una vida secreta, una vida tan viva que está siempre al borde de lo desaparición. Lo que nos interesa de esas estampas no es tanto su capacidad para reproducir lo visible como -en palabras de Klee- para hacer visible lo invisible. Bajo la costra de la normativa social, hacen perceptible la enigmática flexibilidad del tiempo mismo. Lo político brota de esta atención a lo apenas existente. Con la paciencia de quien se apiada de lo mínimo, le arrancan a una sociedad empeñada en proscribir la “pobreza” imágenes que consiguen emocionar con tomas de una felicidad no menos improbable que la desdicha.
Madrid, 3 de junio de 2007




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