Trasversales
Ignacio Castro Rey

Más extraño que la ficción

Revista Trasversales número 6,  primavera 2007

Ignacio Castro Rey es profesor de filosofía, crítico de arte y autor de numerosos ensayos y libros.


 
La película de Marc Foster (2007) es una pirueta en torno a la existencia y su fugacidad. Explora las líneas borrosas entre la verdad y la ilusión, líneas que hoy más que nunca -en la época de la informatización total- son indiscernibles. Foster investiga también la manera harto misteriosa en que damos forma a nuestra existencia. Uno se pasa la vida calculando y al final lo que sale no tiene mucho que ver con lo previsto. Como dice un viejo refrán castellano, el hombre hace planes para que Dios sonría.

¿Recuerdan American beauty? Un hombre ha estado dormido durante años y de repente se despierta y se entera de que le queda poco. El tiempo se acaba: una frase un poco estresante que a Foster le gustaría que resonase en nuestros oídos. Es angustiosa, de acuerdo, pero al mismo tiempo es la fuente de cierta sabiduría antigua, pues invita a vivir cada día como si fuera el último. Al fin y al cabo, nadie sabe lo que está escrito, de tal manera que el amor al destino de los estoicos no cambia nada de cara al esfuerzo, sólo en cuanto a su dirección. La meta es, siempre, recuperar un origen ambiguo, reconciliarse con un trauma remoto.

Todos tenemos voces dentro, un doble fondo que de vez en cuando interrumpe nuestro control minucioso de la realidad. Siempre hemos presentido ese narrador en nuestras vidas. Aquí simplemente ocurre que esa narración interior, esa rara conciencia, se desdobla y toma cuerpo en una persona -Karen- que no se posee a sí misma. Pero Harold encuentra su vida un poco antes de estar a punto de perderla. Entonces, ¿sólo descubrimos la verdad cuando es demasiado tarde? Nunca es demasiado tarde, parece querer decir Marc Foster. El viaje espiritual de Harold Crick, celoso inspector de Hacienda en cuya vida no pasaba nada porque podría desequilibrar el castillo de naipes en que se refugia, comienza cuando despierta a una vida que no se sabe a sí misma. Crick es el hombre gris retirado del mundanal desorden, atrincherado en el cálculo y los números. Sin embargo, porque había en él algo, incluso en ese estado mortecino, puede despertar. Se compra una vieja Fender verde, soporta que una pala destruya por error su casa-refugio, se va a vivir con su único amigo. Finalmente, tomando notas para saber si su vida es una tragedia o una comedia, descubre lo que es desear a alguien. Descubre incluso que desear lo es todo gracias a una mujer que nunca consigue odiarle completamente, a pesar de su enérgica actitud hacia los “cerdos imperialistas” que gobiernan las guerras del globo. Ana Pascal -Maggie Gyllenhaal- quiere cambiar un poco el mundo haciendo deliciosas galletas con cuyas sobras alimenta a los pobres. ¿Esa era toda la revolución pendiente? Nadie debía, después de ver esta película, sentir una especial desilusión por ello.

En una sociedad que querría haber perdido cualquier referente externo para que su poder llegase hasta el infinito, a Foster no le interesa una literatura “basada en una historia real”, sino la posibilidad de una historia real basada en la literatura. Y la literatura aparece aquí como la potencia de una épica, una voz que nos precede e impide que las vidas se cierren en una identidad segura. La encantadora Karen Eiffel (Emma Thompson) no deja de encarnar a un dios menor que dirige las vidas. Al fin y al cabo ella, como todo auténtico creador, escribe al dictado de algo otro que no es su simple capricho, su erudición, su cálculo de lo que va a triunfar. Justamente por esto se encuentra sumida en una crisis creativa, porque eso otro que constituye a la literatura no aparece. El humor ácido de Karen -ese comentario, por ejemplo, sobre los cigarrillos “prefumados”- es el de alguien que en absoluto es feliz con el éxito, a diferencia de nuestros habituales Best-sellers. Lleva diez años sin publicar porque ha de narrar de algo que no sabe. La relación con el peligro del no-saber la mantiene jovialmente atenta, imprevisible, fumadora empedernida, colérica. La película cuenta el tormento de dioses paganos que se mezclan con los hombres, que sufren con ellos. Hijos de un dios menor que no ofrece garantías, en Stranger than fiction nadie tiene tiempo de creer en la sociedad. Todos ellos, también el profesor Escher -Dustin Hoffmann-, tienen en su zozobra personal su gimnasio.

Foster construye una trama muy humana con una leyenda, una remota posibilidad que nunca dejará de inquietarnos. Juega con la posibilidad nunca demostrable de que todo esté escrito. La hipótesis estoica de que la vida es circular y que al final volverás al enigma del que has partido, tiene sobre todo la incomodidad de que el esfuerzo del hombre -individual y colectivo- no se encamina a ninguna parte, pues el progreso no existe. La máxima tarea es despertar a tu existencia, reconciliarte con la cifra única de tu vida. Esto relativiza todo lo social e histórico en nombre de un absoluto que sólo se cumple en el misterio mortal de cada singularidad. Así pues, Foster subordina lo grande a lo pequeño en el curso de un tiempo circular del cual el omnipresente reloj es un sirviente. Como nadie sabe lo que está escrito, ¿qué pasaría mañana si pudiéramos cambiar el pasado de una esfera temporal que se le entrega a cada ser?

Todos los personajes son receptivos, abiertos a la modificación, -incluso la dura ayudante negra (Queen Latifah) que le pone a Karen su editorial- como si no estuvieran seguros. Es de agradecer que Foster nos proponga esta receptividad en medio del páramo nuestro de la competencia y el autismo generalizado, como si la existencia y sus emociones aún envolviera a la economía. A la manera de Sokurov, aunque con una escala lógicamente menor, aquí los personajes no padecen ningún trauma psicológico en particular, ninguna injusticia social que les colonice. Podríamos decir que les ocurre lo peor que podría ocurrirles, son libres. Por supuesto, hay miserias e incidencias, pero no sólo no consiguen distraerles de la ocupación primera de vivir, sino que incluso todas las incidencias parecen escalones para ese único gran conflicto que mantienen con una existencia donde siempre hay voces, ecos, estratos imprevistos.

Ficción por ficción, prefiero ésta a otras. A diferencia de Crash o Babel, donde todo el mundo está permanente cabreado, desconfiando y enfrentado al otro, aquí el problema es que nadie logra tener enemigos. Los personajes están como arrojados a su propio fondo. Frente a tantos títulos donde cada uno es enemigo del prójimo, en una cadena de hostilidades que recuerda demasiado a la mentalidad militar anglosajona, aquí nadie odia a nadie. Nadie tiene tampoco mucho miedo. Como si el aislamiento feroz que ha impuesto el capitalismo no fuera más que el decorado superficial para una existencia que sigue teniendo su mayor peligro en la simplicidad del enigma que la determina.

No me parece un defecto, como ocurrió en la inolvidable Happiness, que sea palpable el desconcierto de la gente en la sala, un público que no sabe si reírse o contraerse de incomodidad. Lo narrado es tan exagerado aquí, tan verosímil allá, tan cómico después, tan dramático un poco antes, que el público no sabe muy bien a qué atenerse y termina por entregarse a esa deriva un poco imprevisible del guión. Cuando además, la película atrapa porque es brillante, con un ritmo y movimiento de cámara muy vivos. Foster traslada al espectador la impresión de que hay, a pesar de todo, un lado oculto de la vida en este mundo regulado, un lado mágico que siempre queda por explorar. Aunque nadie es demasiado guapo -Emma Thompson sale a veces sin maquillar-, la música contrapuntea el preciosismo casi británico de la imagen con el valor añadido de temas casi olvidados -podemos escuchar That’s entertainment, de The Jam- junto con otros actuales que apenas reconocemos. Conviene además ver Más extraño que la ficción en versión original subtitulada para apreciar la voz aguardentosa de Hoffmann y las inflexiones neuróticas de Thompson.

Hasta en la precisión científica con que el director retrata los pocos momentos de violencia física, sean accidentes de tráfico o gritos de personas, se aprecia el buen hacer de Marc Foster, romántico de origen alemán entrometido en el cristal sociológico angloamericano. Foster -Monster’s ball, Descubriendo Nunca Jamás- y Zach Helm, escritor que se estrena aquí como guionista, mantienen un ritmo narrativo muy eficaz, una partida frenética en el ajedrezado de la vida. Fanático de los acertijos y puzzles, a Helm le gustó especialmente revestir el guión con claves matemáticas. La numerificación constante y los nombres propios -Crick, Pascal, Eiffel- recuerdan el orden innato de las cosas, un cristal matemático más profundo de lo que el día ha pensado y que espera tras cada avatar.
En este sentido, la película es vitalmente optimista, pues deja caer el mensaje de que hay un orden por descubrir, una voz única por desenterrar en cada uno, bajo esta masificación de la vida contemporánea. Algo exterior a toda la estupidez social, algo que no es de nadie y que determina las vidas con una singularidad única. No está mal como punto de partida vital y político. Harold -Will Ferrell- no es quizá un ejemplo de autonomía heroica, pero toda su historia es una lucha por saber cuál es el sentido en su vida. Y en cierto modo, como él, nos pasamos la vida tomando notas para saber si nuestra vida es comedia o tragedia.

De alguna manera la creación artística de la escritora Eiffel podría ser el discreto demiurgo que nos piensa. Cuando de pequeños nos volvíamos de repente para comprobar si las cosas estaban ahí, ya manifestábamos el temor de vivir la vida soñada por otro, un guión escrito por otro. Esto se puede unir a otra obsesión actual, la posibilidad de que, incluso en los momentos que sentimos más libres, no dejemos de ser marionetas de un poder invisible -¿recuerdan El show de Truman? Pero aquí no hay ninguna cabeza pensadora, ningún centro conspirador que quiera mantener el espectáculo. Sólo se trata de cómo morir, pues Karen mata siempre a sus héroes.

Como dice Olga Montón, Harold, hasta ayer refugiado en la cobardía ritualizada -sólo un poco más ridícula que la nuestra-, se rehace ante la inminencia de la muerte. En lo que tiene de impensable, la muerte es lo que hace a lo real, un absoluto contingente que siempre reaparece por fuera de toda realidad establecida. Un fondo que se pierde en la medida en que se encuentra, para el que no hay metalenguaje. Esto significa, en efecto, abrirse al sentido de la contingencia, una discontinuidad ontológica que ninguna fórmula segura puede abarcar. Lo grave es que esto exige un tratamiento de la muerte que, sin llegar a tutearla, la tome como el primer interlocutor, algo por lo que hay que pasar para no ser un esclavo del reloj, símbolo del Tiempo que nos puede encerrar si no lo escuchamos. “La muerte no es nada -decía Graves-, sólo el plomo que sella un frasco repleto”. Ocurre sin embargo que el frasco de Harold no está en absoluto repleto, de ahí que se resista -ahora que está a punto de salir de su ensimismamiento a través de Ana- a morir en una parada de autobús. Todos hemos de morir, pero la cuestión en Más extraño que la ficción es si somos capaces de convertir ese vértigo en el eje de una existencia distinta.


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