Trasversales
Ignacio Castro Rey

Épica y lírica

Revista Trasversales número 5,  invierno 2006-2007


Ignacio Castro Rey es profesor de filosofía, crítico de arte y autor de numerosos libros y ensayos. Este artículo hace referencia a la exposición  de Roberto Díez en Lametro, Valencia, enero-febrero 2007.

 

Partimos de la idea de que en el arte debe haber una obra, algo extrañamente comunicable en lo que un ser humano ex-pone su más íntima experiencia. Un registro no autobiográfico, no exactamente personal. Una forma externa donde alguien sale del manido narcisismo -incluido el de mostrar las propias heridas- y deja de bombardearnos con las obsesiones de la privacidad. En este aspecto, una obra tiene siempre un efecto curativo, pues lleva hasta el extremo la particularidad y le hace dar la vuelta para que sea común, convirtiendo en lenguaje algo mudo que ya habíamos vivido por dentro. Vista así, la lógica del arte no ha cambiado, por mucho que vivamos rodeados del tópico de que ya no se puede pensar como antes, vivir como antes, crear como antes.

Mi impresión es que el trabajo de Roberto Díez se desmarca del tinglado general del nombre propio, esta empresa del narcisismo expandido que tanto nos reconforta. ¿No hablamos siempre del otro? Pues bien, al fin tenemos delante el reto de recuperar la humanidad a través de algo que no es de nadie. Sólo lo impersonal, la misteriosa aparición de un objeto, destituye por un momento el asfixiante aura del sujeto y permite revivir la existencia, su singularidad cualsea.
Díez rescata, recompone, aprovecha. Igual que si fuera un trapero del tiempo, se convierte en curandero de materiales pobres, despreciados, heridos. Éste es el gesto de taller que ahora nos importa. En él no se quiere embellecer nada, sino darle otro uso -pronto veremos que un uso no utilitario- a cosas que estaban para el desguace, como tal vez pronto lo estaremos todos nosotros. La brújula de esta obra aspira a darle una segunda oportunidad a las cosas, un uso que empuñe la ruina como una primera y última oportunidad de lo viviente. Que en este caso los materiales tengan un aire industrial sólo indica que partimos ya de un terreno contaminado, configurado, para encontrar ahí una fuga.

En esta exposición se insinúa la propuesta -odio la palabra- de aprovechar los escombros, de imprimir una pequeña modificación que permita que el mundo, sin dejar de ser el mismo, pase de lo intolerable a lo tolerable, del infierno al purgatorio. ¿Eso es todo? Es acaso la última revolución pendiente -la revolución de la pendiente-, suficiente para seguir viviendo.
En los dos niveles de trabajo, tanto en los collages -a su vez con tres registros-, como en los ensamblajes, el resultado “final” se consigue sumando y restando. El método puede parecer pueril, pero quizá nunca ha habido otro. Los ensamblajes son como una escultura pobre, sin forja. Los collages, una pintura pobre, sin pincel.

Podríamos decir que los collages son un trabajo laborioso y lento en tres registros. Primero, la palabra como cosa sin sentido, aunque en una lectura inicial estos collages serían una caricatura de la nulidad de los discursos circulantes. Un work in progress, a semejanza de las bandas sonoras de Sokurov, construido con distintas ondas hertzianas capturadas y mezcladas. A diferencia del puritanismo digital, donde no debe reaparecer nunca el monstruo de lo elemental, aquí se trata de volver a convocar los elementos primarios a través de la mezcla. Sobre todo, lo primario de una relación afirmativa con la destrucción. Estos carteles son borradores de un texto futuro, o bien restos de un texto arruinado por el tiempo. ¿Por eso el artista habla de labrar un terreno (ground), encontrar un lugar en esa danza de letras, dibujar una senda con esa gravilla? Aprovechando la energía del contrario, en Ground se busca volver a encontrar un territorio anulando la mediación infinita con la mediación, luchando contra la hipertitulación a través de sus propias armas. Y todo esto con la ascética del blanco y el negro.

Segundo, el color reencontrado, el del anuncio superpuesto. Aquí se trabaja, digamos, la continuidad de lo discontinuo. Se cuida la puntuación sin texto, un hablar de algo para lo que no se tienen palabras. Tercero, finalmente, copiar un texto con sentido, manipularlo. Pero no se trata de un sentido banal, legible; el peso no puede estar ahí, en nada obvio. En este momento se obra con la discontinuidad de lo continuo. Fijémonos en que en los dos niveles últimos se busca un tipo de sentido que brote del absurdo de las cosas, de su mudo estar ahí.
En el caso de los distintos collages, los avatares del día han destilado frases, títulos, emblemas que se almacenan. De ahí se van sacando los elementos del momento. Sin modelo previo, los mismos materiales van indicando las líneas de la construcción, de fuga, de salida. Una salida (nada de exit aquí) que consiste solamente en hacer un mapa de la trampa irremediable en la cual siempre estamos. Precisamente porque nos agitamos como insectos atrapados, estamos en condiciones de hacer un mapa completo de la situación.

En conjunto, creo, esta exposición sugiere una geometría para nómadas, para una humanidad que ya no puede -o no quiere- ser sedentaria, pues le dan miedo los límites y ha abandonado todas sus moradas. Por eso su lugar es el no-lugar de estos interminables paisajes mediáticos. Buscamos la seguridad del cambio perpetuo, de la velocidad consumista. En este reemplazo despiadado Díez pone una nota provocativa de sosiego, de solidaridad con todo lo que va a ser desplazado.
Como la famosa deslocalización afecta ya a cada individuo, a cada familia, a cada empresa -las tecnologías de moda y la biogenética son una expresión de ese desarraigo íntimo-, sólo queda sembrar tierra en esa dispersión, encontrar un hábitat en esa deslocalización. Tal vez acelerando la velocidad, forzando la dispersión, para que así todo retorne a un punto de quietud. Quizá ése es el primer paso: llevar el dolor hasta el borde mismo de lo tolerable. En otras palabras, hacer de nuestro desarraigo un territorio, como si la arena misma fuera la que genera agua, vegetación, sombra. Esto no tiene nada que ver con el masoquismo. Todo lo contrario, pretende subvertirlo, pues lo perverso de nuestro sistema social está en la alternancia de soledad y espectáculo, de aislamiento y masificación, de miedo y agresividad. Lo que se propone aquí es romper esa continuidad global de lo fragmentario, perseverar en el fragmento para encontrar ahí un suelo.

En el taller de Roberto Díez aquí expuesto encontramos concomitancias con las “máquinas” de Luis Fega y las cosas de Washington Barcala, entre otros. Aunque Fega es tal vez más alegre y hedonista, y aquí hay como una ascética castellana, cierta sequedad, un melancólico aire polvoriento. Al visitar el estudio del artista, todo tiene un aspecto de taller de carpintería, un poco vetusto, un poco ruso. Francamente, un poco más judío-presencial que ario-digital. Curiosamente, sin embargo, el polvo de la madera y el papel, hecho también de madera, no se llevan bien.
En este planeta un poco áspero interesa la belleza, pero la belleza de los otros. Y no para imitarla, sino como signo para ir hacia otro lado. Díez trabaja los estados de desintegración, la masa crítica, un punto de equilibrio inestable más allá del cual las estructuras se derrumban y la entropía triunfa.
Lejos de la euforia comunicadora que nos invade, estamos hablando de algo fiel, a su manera, al interés romántico por las ruinas, a todo ese existencialismo que hoy felizmente subsiste, de Guerín a Jarmush, de Santiago Mayo a Nick Cave. Como dice Sokurov, después de mirar las ruinas la arrogancia es difícil. En eso estamos, arruinando el narcisismo. Y fíjense que todo lo que nos rodea son ruinas, por muy maquilladas que estén. Al poco de surgir los objetos -mañana, las personas- son ya material de reciclaje. El periódico que cuesta un euro hoy no vale nada mañana. Del uno al cero, del espectáculo a la desaparición. A su manera sobria, discretamente irónica, Díez nos propone esquivar esa caducidad programada, espantosamente funcional. Rescata los objetos de su holocausto para reconciliarlos con la dignidad de la ruina. Propone una nueva lírica, aunque trabajando restos de letra, listones y cartón.
Todo esto con el eco cercano de la atención informalista a la materia, el trabajo de un Fontana, un Tàpies, un Millares. También Schwitters y los constructivistas. Ellos serían sus mayores. Díez acepta sin complejos las influencias, no le molesta seguir en la estela de muchos otros nombres. Lo cual significa aceptar, supongo, que los efectos de cualquier subversión son muy difusos, pues todo lo que triunfa se acaba reabsorviendo en la gloria de la comunicación, y que no va a haber fáciles cambios en la superficie visible. Solamente se trata de renovar una y otra vez las figuras de un exterior condenado a ser ignorado. O a ser reconocido, e integrado como una variación de lo mismo. Al final, la religión social siempre triunfa. Y el artista debe adoptar una actitud a la par trágica e irónica ante ese fatal esplendor de lo idéntico.

¿Debe huir entonces del conflicto frontal, de la tentación de satanizar la falsedad del simulacro? Digámoslo así, pues basta con una pequeña modificación de la apariencia, una variación minoritaria de la mayoría histórica en la que siempre estamos. En otras palabras, la an-arquía no puede ser otro régimen contrapuesto a éste, sino una modificación puntual del régimen histórico en el que estamos eternamente aprisionados. 
En los ensamblajes se trata de destotalizar, de desmontar y montar de otro modo, insinuando la pertinencia de otro sentido, un poco como si fuéramos pequeños. Bajo el estruendo de lo público, el silencio de lo privado. El clamor de los focos y la depresión de lo no enfocado. La velocidad de lo programado y la cámara lenta -por no decir mortuoria- del exterior sin narración, de los objetos mudos. ¿Dónde un reino intermedio, el limbo donde podamos respirar? Por razones políticas y metafísicas, Díez busca romper con esta dialéctica infernal de polos extremos, esta esquizofrenia tan edificante.
En la película de Guerín En construcción, sobre un fondo de frenética actividad laboral, una pared pintada rezaba: “Este silencio. ¿Es así el mundo? Cruza el cielo”. El estrépito mundial -las luces imperiales de la ciudad, el ruido de la televisión, el bombardeo de Yugoslavia- es el trasfondo en el que resalta esta potencia de lo pequeño. Tal vez hay más sentido, político y poético, en esos trozos sueltos, esquirlas despedidas de nuestra velocidad, que en el orden del discurso habitual. La idea de Roberto Díez es, creo, volver a encontrar otro mensaje a través de un fragmento revisitado en ráfagas de nuestro viejo sueño, en retazos caídos de la comunicación.
Es preciso salir de la circulación mundial de los signos, se llamen como se llamen sus pantallas -Guggenheim, Madrid o Nueva York- para volver a sentir algo, vivir algo, comprometerse con algo. Recuperamos una relación con el arte cuando, en este circuito cerrado de la información global, caemos en un tiempo muerto, sin homologar. Por un momento, la sensación se desprende de la opinión, de esa “ciudad secundaria” que constituye la ortodoxia de este capitalismo terciario. La tarea es en todo caso liberarse del imperio del contexto, descontextualizar. Tiene que haber un materia prima, al menos la del dolor, para darle forma, para que haya una forma.
En el Primer Mundo, paradójicamente, lo terciario ahoga incansablemente a lo primario, a la cultura de los sentidos. Por eso la presencia real ha de tomar por doquier sendas aberrantes: el espectáculo obsceno, el deporte extremo, la violencia clandestina. A contrapelo de esta dicotomía, Roberto Díez nos invita a recuperar en la inmediatez física la misteriosa complejidad de la lejanía. ¿Renovar un pacto con el diablo del espectro real para que la piedad hacia lo cercano, el prójimo no informatizado ni homologado, sea otra vez posible? Ángeles con la cara rota, estas construcciones irregulares llaman nuestra atención hacia lo minúsculo, suplican una parada en nuestro automatismo.

Madrid,  diciembre de 2006


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