Trasversales
Ignacio Castro

Paseo por la invisibilidad y el miedo

Revista Trasversales número 4,  otoño 2006


Ignacio Castro Rey es profesor de Filosofía, crítico de arte y autor de numerosos libros y ensayos. Este artículo hace referencia a la exposición Dones de la intemperie, Fundación Eugenio Granell, Santiago, junio-septiembre de 2006.


 
Uno de los retos del arte contemporáneo es liberar a la percepción de la coacción informativa, del circuito cerrado con que nos envuelve. En esta línea, la muestra colectiva Dones de la intemperie, propuesta por  Eugenio Castro, se propone hurgar en esas barriadas de la ciudad donde aparentemente no sucede nada. Los artistas que presenta Castro intentan rescatar el tiempo muerto que palpita en el acontecimiento de la sensibilidad, un registro de la vida que se hurta a los medios y sólo es aprensible por lo que se desprenda de cualquier fin externo y abrace la nimiedad de su objeto.
En el catálogo, Castro habla de objetos liberados de su uso y abandonados a su suerte. Nos brinda la propuesta poética de suspender la percepción habitual acercándonos a entes que poseen un grado de incultura conmovedor. En tales barridos de la mirada, el sentido es sostenido por el desamparo. En la estela de André Breton, uno de los visionarios de la magia de lo encontrado, Castro nos propone acoger la anomalía, la discreción, la espera muda de cosas que tiemblan. En virtud de que sufren y pueden morir, los seres inanimados de esta exposición han pasado a la vida. En cuanto mortales, todos ellos se parecen, sean naturales o técnicos.

Corremos frenéticamente para que no nos atrape ningún destino. Nuestra opulenta Ciudad teme al vacío y se llena de logos, se cuadricula, se ocupa incesantemente con vectores lanzados. Rellena los huecos, impide los recovecos, los lugares de sombra. La velocidad, el recambio de imágenes, con la garantía de que el demonio de la quietud no nos roce, es la madre de lo que llamamos servicios. En beneficio de la seguridad blindada del consumidor, incluso pararse -aparcar, ver un anuncio- debe ser un momento de la marcha general. Sin embargo, en esta exposición encontramos una invitación a detenerse, a perseverar en el misterio de cualquier esquina. A contrapelo del imperial recambio, los ocho artistas que acompañan a Castro nos invitan a ver la ciudad con otros ojos, exiliados del carrusel de signos que circulan. Hasta Santiago o París, saturadas de oferta cultural, se transfiguran si las sentimos desde las hierbas que crecen en las grietas.
Trabajar con los restos, el vaho de una pobreza que inunda el exterior. Lo que para otros es insignificante, basura de reciclaje, aquí es resaltado como lo que porta la posibilidad de lo no elegido. Una posibilidad que opera además con materiales muy diversos, sin despreciar nada. Del alambre a la tela, del barro al cristal, de la piel al vídeo. En los ocho artistas hay algo de una mugre en la que debemos implicarnos si queremos resurgir un poco distintos. Hilan así el material de una vieja historia, hoy bastante desatendida: cómo del mal puede surgir un bien, cómo en la escoria puede haber una bienaventuranza. Rescatar lo que florece en el borde, las amapolas de nuestra herrumbre. En este aspecto, la exposición es muy coherente, lo cual no siempre es una virtud.

Jordi Alcaraz expone la relación entre lo liso y lo rugoso, la superficie y lo sombreado, lo que flota y lo que se hunde. La huella del impacto, de la hendidura, del corte. La luz pastosa de nuestros días y el cuaderno de bitácora de las heridas sufridas. Pero el concierto de tela y rasgadura también enseña que una pared sólo lo es cuanto tiene un agujero. La línea, la superficie, la huella gris de lo que nos ha atravesado recomponen un esquema de nuestras biografías. En estas piezas está la blancura del horizonte, sus límites y su angustia. El navío que surca a lo lejos, las paredes que nos cercan y la furiosa voluntad de hollarlas.

En otro plano, la dulzura natural de cosas irreconocibles -a medias artificiales, a medias labradas por la tierra- es el objeto de Carmen Algara. También una especie de mansa animalidad en todo, una mansedumbre de piedras y plantas, lista para ser acariciada. Y la complicidad de los sólidos con la infancia, con el envejecimiento, con las curvaturas suaves de la tierra. Rescatar los fósiles, convertirlos en reliquias. De cómo las cosas anónimas tienen un alma, una forma, un sueño. Algara insiste en que miremos ese rostro ambivalente de lo mudo, lo que está vencido o no tiene ya memoria de lucha alguna.

Manchando con la suciedad de las calles madrileñas la pureza de la imagen digital, Fernando Baena nos da la bienvenida a un ojo que escudriña de otro modo. Juega con la atracción de lo escondido, lo encontrado y devuelto. La purpurina da una gloria irónica a todo eso que jamás será nada. Esas botellas arrojadas al mar urbano del sentido apuestan por un desplazamiento del tiempo, como si hubiera alguien algún día que pudiera encontrar algo. Pero no habrá nadie, o nunca lo sabremos, y así lo crucial es el voto de confianza que le concedemos aquí y ahora a cada desecho. Baena fija la atención en la posibilidad de lo inobservado, como un marciano que buscase el eslabón débil de los terrícolas. O tal vez la subversión de su orden, por medio de una deriva urbana donde todo es digno de atención, transfigurado al paso, sometido a la violencia de una mirada que lo arranca de su letargo.

En medio de abundantes alusiones clásicas filtradas por una deformación barroca, Evaristo Bellotti construye hormigueros de nuestro olvido, habitáculos de lo reprimido. El barro y el espejo, las columnas melladas, lo asimétrico y la regularidad empañada. Los cristales de estas construcciones están turbios por la ruina de aquello que han de reflejar. Sus ciudades son inexpugnables porque han sido dejadas, porque nadie quiere asaltarlas. La piedra rechazada se ha convertido en angular, pero sólo vale para los cansados, los que tienen memoria de una derrota anterior a todas las batallas. Este artista labra el esplendor de lo irregular, lo mate, lo ensuciado, lo abigarrado. A mitad de camino entre la escultura y el objeto, las ciudades inclinadas de Bellotti le dan forma al amasijo de cascotes del tiempo.

Buscando casi la alegría de juguete, Luis Fega ensambla maderas y plásticos como si tuvieran un sentido. Como si los restos de lo que hemos obrado ayer se hubieran reconstruido solos de noche, a nuestras espaldas. Lo que resulta es, una vez más, la tecnología punta de unos materiales que son nobles porque están solos, liberados de su función. Jugando con la utilidad lúdica de lo inútil, Fega construye con los trozos de nuestro tren de vida juguetes para los niños que somos clandestinamente. El pintor instala vidrieras de la pobreza, insistiendo en que también lo irregular tiene su geometría, sus leyes. Con esa piedad, recompone lo roto, lo desechado, dándole una dignidad nueva. Sus piezas son como aperos de supervivencia para el náufrago que somos en cualquier isla desierta del tiempo.

Luis Jaime Martínez del Río muestra una galería de convalecientes de nuestra medicina preventiva, al otro lado del dolor. Oscilando entre una poética de lo que crece en las afueras y una política de los monstruos que crecen adentro del confort, Martínez del Río anticipa lo que sería una fauna postnuclear. Hemos reventado el núcleo de la vida y lo que queda es un hombre que es enteramente prótesis, paralizado en una perpetua espera. A veces son como flores pálidas, calcinadas por la luz atómica. En principio las imágenes son inquietantes, pues aluden a un estado clínico convertido en norma, a las cobayas del confort. Pero hay también una suerte de lirismo, una postración larga que yace ahí, aún sin tener esperanza.

En la línea tal vez más metafísica, Santiago Mayo puebla las cunetas de nuestra velocidad, las orillas del impacto general que hemos provocado. La pregunta de Mayo podría ser, ¿cómo volver a reconstruir la vida tras el huracán, el día después, cuando las mujeres la reinician con luces, mesas, ropa colgada? Si para existir basta con algo increíblemente mínimo, eso es lo que aquí se salva. En estas viviendas de las afueras, la felicidad se construye al lado de la miseria, con sus mismos materiales. Banderitas del respirar anónimo, veletas de lo inanimado, mientras lo minúsculo erige sus monumentos. London bridge imita a la ciudad como lo haría un niño, un tonto. Jugamos de nuevo a vivir, sin nada, mientras naturaleza y artificio son igualados por la conmovedora voluntad de perseverar en este mundo sublunar.

Podríamos decir, finalmente, que Nieves Viorreta investiga la cercanía de promiscuidad y soledad. En sus sexos mustios el vello languidece en la superficie blanca. Lo tibio sobre lo frío, lo blando sobre lo liso. Amor desalojado, perdido en paredes sin calor. Fetichismo del vello, escribe Castro, quien reconoce una erótica que incita a tocar. Pero estos sexos esperan en vano, como si el actual éxito social de lo femenino llevase un gusano dentro, el del aislamiento obligado de los que han llegado, los que están seguros. De ahí estas axilas solas, expuestas, sin ángulos ni sombra que las cubran, sin amor que las envuelva.

Entre lo poético y lo político, estos ocho artistas trabajan para convertir el encuentro en duradero, la fatalidad en destino. Hay en ellos una erótica de lo discreto, lo inaudible, lo apenas táctil. En la época de la comunicación a distancia, Dones de la intemperie hace hincapié en lo orillado, en lo que no es en absoluto noticia. Nos invita a construir cediendo a la música de los trozos, de acuerdo con la tierra que calla en su abandono, no contra ella. ¿Es posible hacer con las curvaturas de la existencia el plano de un nuevo modo de habitar? Para ello habría que tomar en serio el sentido que, en este entorno de estrépito, emana lo insignificante, las esquinas polvorientas, los solares perdidos. En vez de allanarlos, habría que acoger su desolación, comprender su silencio.
Esto significaría darle una segunda oportunidad a los objetos, incluso al material industrial desechado. Significaría reapropriarnos de la obsolescencia programada de estos millones de cosas listas para el olvido. Si una convocatoria metafísica y política de este tipo nos resulta ingenua, quizá debamos esperar todavía a vueltas aún más dramáticas de nuestro miedo para que lo sencillo pueda abrirse paso.

Septiembre de 2006

Trasversales