Trasversales
Guy Girard

De la necesidad de ser ateo
para experimentar
el sentimiento de lo sagrado


Revista Trasversales número 1,  invierno 2005-2006


Guy Girard es artista plástico, activo miembro del grupo surrealista de París. Texto traducido y publicado con autorización del autor.

Soy ateo. Es una certeza poética. Considero que la idea de divinidad es indudablemente la más criminal que el espíritu humano hubiera podido formular contra su propia libertad y admiro el ateísmo filosófico de Sade o de Bakunin. Sin embargo, debo a mi imaginación el haber tenido, de forma previa a cualquier convicción racional al respecto, la intuición de la inexistencia de dios o de cualquier cosa semejante a ese “gran objeto exterior”, para cuya celebración varias civilizaciones no han cesado de erigir espantapájaros de miseria mental.
Tenía ocho años y medio y volvía con un compañero de una de mis primeras clases de catecismo, al que mi beata familia, respetando la costumbre católica, me hacía ir. Las sesiones de beata propaganda tenían lugar en un viejo y destartalado caserón, conocido como “el convento”, aunque allí ya no vivía nadie. Esas sesiones eran dirigidas por una dama caritativa de los alrededores que nos hacía aprender diversas oraciones e insistía en que debíamos ir a misa todos los domingos. Por desgracia, yo no podía faltar a esa triste ceremonia a la que nunca faltaron mis padres, que siempre me llevaban con ellos hasta que pasados los trece años, con mi pelo más largo que lo admitido por la norma patriarcal, se abrió ante mí la edad consciente del rechazo y de la rebelión.

Pero en aquel día de mi infancia, de regreso de la aburrida catequesis, debí llenarme repentinamente de todas las sensaciones del campo que nos rodeaba, del cielo y de las nubes, así como de las aves en los setos, sintiéndome liberado del peso de tradiciones a las que supe de repente que nunca debería adherirme, aunque, por supuesto, en aquel momento yo hubiese sido incapaz de medir el alcance de esta negativa: ¡No! Se trataba de estar allí, en el presente, en medio de la vida viviente e inmensa de ese jueves al mediodía, y de enunciar lo que sentía de forma acorde a lo que acababa de experimentar: ¡dios no existe! Para mí, era como inventar. Delatado a mis padres por mi compañero, la blasfemia me valió un par de bofetadas.
Aquella intuición se hizo fundamental para mí. Entre los diversos movimientos de la exaltación poética que se prestan a una conjunción imaginativa entre el mundo interior y el mundo exterior, en la medida que  tenga valor tal distinción, aquella es la que siento que me lleva hacia una amplitud, una deseable armonía con lo vivo, con el olor de los helechos en el acantilado y con la graciosa velocidad de los cormoranes volando a ras de las olas. El mundo está allí, y yo tomo parte de él, vivo como otros millones de seres, con la conciencia de una plenitud tal que verdaderamente no queda sitio para una hipotética presencia divina.

Lo que experimento en estos instantes, lo denomino sagrado. Son momentos breves, de los que sería incapaz de medir la duración, que me resulta tan extraña como la del sueño o la del orgasmo. Participación más que contemplación, embriaguez sin consumo previo de ninguna sustancia, exaltación de un hecho único e irremediable dentro de su presentido poder de dar acceso a alguna solución, y de ser, si no el término, si un grado necesario hacia esa iniciación poética que la imaginación da a un yo momentáneamente liberado de sus conflictos interiores.
Hasta aquí, sólo evoco emociones, experiencias subjetivas que jamás fueron esencialmente diferentes de las primeras sentidas en mi infancia. La inmediata concordancia con la naturaleza y la efusión amorosa son, por cierto, los vectores más reconocibles de esta consagración de una inocencia que resalta de nuevo la frontera, que puede llegar a ser asunto moral, entre este don de la vida sensible, estos dados nuevamente lanzados, y aquello que siempre es susceptible de ser recuperado por la alienación diaria, profanado por el olvido. Fue así como, siendo adolescente, comprendí lo que ofrecía la poesía, puesto que la génesis renovada del mundo por su lenguaje implicaba que sacrificaba en mí, a merced de mi rebelión, toda semejanza con el ciudadano común al que una vida empobrecida me habría identificado. Aunque ese don –ofrecerse el lujo bárbaro de escapar, por poco que sea, a las convenciones y traicionar las ambiciones familiares y las estadísticas– aísla, la prueba sacra de la soledad también me permitió reencontrar, junto  a algunos individuos también agitados por la poesía, una comunicación en cuyo flujo apasionado la verdad y la escucha de los deseos eran tan necesarias como la risa.

Fue así como en una acumulación y un intercambio melancólicamente lúdicos de poemas y de lecturas, descubrí el surrealismo. Aun cuando, según las reseñas consultadas, este movimiento habría dejado de importunar al mundo hacía muchísimo tiempo, yo concebía naturalmente la posibilidad de reinventarlo aquí, en Cherburgo 1977.
Pero más tarde supe que el surrealismo no había dejado de existir. Tras largos rodeos por las troceadas periferias de este proyecto colectivo y de sus leyendas, a veces singularizadas en exceso, me junté con el grupo de París del movimiento surrealista en otoño de 1990, en el mismo momento en que exponía en esta ciudad el grupo checoslovaco.
Aunque en nuestros días suela ser algo inconsciente para el propio afectado, hay un momento de iniciación en el momento de la llegada de un nuevo miembro a una colectividad. El fermento mitógeno sobre el que actúa el surrealismo no puede, ciertamente, quedar inactivo en tales momentos, aunque estén dedicados ante todo a la sorpresa del encuentro y a la difusión compartida del entusiasmo. Retrospectivamente, puedo dar, siguiendo mi gusto por los rituales iniciáticos, el cariz de uno de éstos al acontecimiento que precedió, coincidiendo con una exposición de arte, a mi encuentro con Vincent Bounoure y Miguel Zimbacca. Había llegado antes que ellos, y para aliviar la espera mi glotonería me había dirigido hacia la repostería del buffet, lo que había desatado contra mí la furia del roñoso gerente de la galería. No pude encontrarme con mis nuevos amigos hasta que finalizó este bullicio, con mi hambre apaciguada por las excusas de mi agresor, divertida prueba que parecía repetir la incomprensión y el enfado que, catorce años antes, me enfrentaron con algunos compañeros de clase en el liceo, cuando experimentaba a tumba abierta los prestigios de la escritura automática.

De esa forma, me parece que el surrealismo, desde que se despliega, debe reconducir estas aproximaciones de lo sagrado tan determinantes en la dimensión poética, corriendo el riesgo, de no hacerlo, de perder todo impulso utópico. No sería profano, pues es la invención de su propio sagrado lo que asegura al individuo la arriesgada conciencia de ser único, ese singular que desea su libertad a través de la libertad de una comunidad liberada.
¿Pero dónde se inventa el compartir de este sagrado? Tal y como ocurre en la evidencia poética, no puede someterse a ningún artificio o receta. Lo sagrado desaparece tan pronto como lo convoca el dogma, y, también en la poesía, las técnicas de inspiración se vuelven rápidamente ineficaces y ridículas si no imponen en su desarrollo su propia renovación. Lo que crea todo movimiento e inventa lo posible es siempre el exceso de imaginación. Lo que de hecho me enseñó mi experiencia sagrada del ateísmo es que la imaginación niega con toda evidencia cualquier religión, porque sabe muy bien lo poco imaginativos que son los sacerdotes.
Sublevado por muchos de mis contemporáneos que aún se arrodillan ante lo infame y se embrutecen gracias a la muy de moda metafísica securitaria de los ángeles guardianes, promovida por los mafiosos del new age, espero del surrealismo que lleve a su terreno verdadero, el del conocimiento poético, esta relación con lo sagrado, de forma que instituya, bajo formas siempre imprevistas y cambiantes, la experiencia colectiva en la dimensión utópica. Porque así es negada libremente toda trascendencia metafísica o histórica, todo mesianismo y todas las “últimas revelaciones”, tras cuya idea siempre vela un principio autoritario. El surrealismo dispone del poder y del placer de devolver a la imaginación el tiempo del sagrado, de acompasarle sólo al ritmo del latido de los corazones, en vez de confinarlo en fechas fijas y en esas garitas relojeras de la eternidad.

Es la poesía, tal y como nos libera, lo que nos abre a una experiencia del tiempo que no tiene como referencia el principio de realidad, sino el principio de placer. Tiempo del sueño según las mitologías primitivas, de la iluminación o lo maravilloso, de lo sagrado, la subversión poética consiste en provocar su encuentro con lo inmediato.  ¿Cuándo encontraré, en la linde de qué edad de oro, como Duchamp su azar en conserva, este tiempo suspendido, congelado con las palabras del alquimista polar, que persiguieron Pantagruel, Frankenstein y Arthur Gordon Pym?
Imagino algún lugar entre la historia y la leyenda, entre calendarios emocionados y mis ensueños, hacia el que proyectar, con la lámpara mágica de la poesía, la arborescencia que continúa dibujando esta evocación de lo sagrado en lo más hondo de mí mismo. Lo imagino participando en el mismo movimiento que el que dibuja, en el flujo de la historia, “el excedente utópico”, revelado, tras Gustav Landauer, por Ernst Bloch, y cuyas formas visionarias me gustaría captar por medio de alguna analogía plástica. Esta sería el restablecimiento de la imagen, bajo un cielo desplegado de caricias lascivas, del sacrilegio de los sans-culotte el 12 de octubre de 1793 y el resto de los días de ese mes admirable, demoliendo en la basílica de Saint Denis las tumbas de los que fueron reyes y reinas de Francia para echar a la fosa común estos hediondos vestigios de la monarquía, fundando así la leyenda dorada del ateísmo, la coronación de una emancipación colectiva sin la cual no podría advenir esta república universal, la de Anacharsis Clootz, “ciudadano de la humanidad”.

Trasversales