Trasversales
Isabelle Stengers
Philippe Pignarre


Un grito

Revista Trasversales número 1,  invierno 2005-2006. Isabelle Stengers, profesora de la Universidad Libre de Bruselas y gran premio de filosofía de la Academia francesa 1993. Philippe Pignarre, director de la editorial Les Empêcheurs de penser en rond y responsable de cursos sobre psicotropos en la Universidad de París-VIII. Este texto es el capítulo 16 del libro La sorcillerie capitalista. La Découverte, París 2005. © Éditions La Découverte.

“Tener necesidad de que las gentes piensen”. Entendemos esto como un grito, inseparable del de “Otro mundo es posible”. Nos parece que la eficacia de tales gritos reside en que hacen sentir el montón de renuncias, esos “no hay más remedio” que nos separan de aquello que Deleuze denomina pensamiento.
¿A qué se refiere ese “las gentes” cuya ausencia de pensamiento impulsa a gritar? No se trata sólo de las innumerables pequeñas manos del capitalismo o del Estado, pues también puede referirse a aquellos que los denuncian. Puede afectarnos a todos, a vosotros y a nosotros. En todo caso, nadie queda excluido de esa posibilidad, y menos aún los “pensadores”, los diplomados del pensamiento. Bien podría tratarse de todos aquellos  y aquellas que pretenden pensar “en nombre de las gentes”, como si el hecho de que sea necesario “representar” a quienes “no piensan” sólo fuese, en suma, un problema secundario respecto a lo principal: que éstos acepten que aquel que piensa en su nombre tiene razón, es su “cabeza pensante”. “Tener necesidad de que las gentes piensen” es el grito de aquel o aquella que sabe y siente que vive en un mundo envenenado, hechizado, envenenador, hechizante. Y sabe que no hay razón que valga de forma independiente a la manera en que esta razón, para valer, tiene o no tiene necesidad de que piensen las gentes a las que concierne.

Por otra parte, precisamente por eso pensamos que hay que rehusar pasar del grito “otro mundo es posible” al programa que describiría “ese otro mundo que queremos”. Pues ese programa tendría que parecer utópico o bien ignorar la incógnita primordial de toda situación: la diferencia que puede crear el acontecimiento por medio del cual las “gentes” se apropian de un problema que les concierne. Y se trata de un acontecimiento, no de la restauración de una especie de derecho general respecto al cual nos preguntaríamos qué es lo que le pone trabas, qué es lo que puede “impedir que las gentes piensen”.
Por eso mismo no nos gustan las teorías de la alienación, obsesionadas por el hecho de que las “gentes” parecen incapaces de “tomar conciencia” de la verdad de su situación. Aquel o aquella que se plantea así el problema supone que sabe todo sobre esa verdad: no necesita que las gentes piensen, sino que, más bien, lamenta que no las ilumine la verdad que él posee y que, por derecho propio, también debería valer para ellas. Cuando hemos propuesto identificar el modo de existencia del capitalismo con el de un sistema hechicero, no estábamos dando otro nombre a la alienación. Hemos intentado plantear un problema sin hacer un diagnóstico que separa al que lo emite del afectado, sino por medio de un diagnóstico pragmático, inseparable de la pregunta por los medios adecuados.
La diferencia que realmente importa pasa pues, principalmente, por el papel que se da a las palabras. Teorizar la alienación es utilizar palabras que no han sido hechas para comunicar con prácticas pertinentes sino que, prioritariamente, pretenden poner de acuerdo a aquellos que se plantean el problema a propósito de los otros (una única y monótona solución: “la toma de conciencia”). Algo similar a lo que ocurre con los psiquiatras cuyos diagnósticos llenan centenares de páginas del Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders (1) pero cuyos medios de intervención, píldoras y psicoterapia, son desesperadamente monótonos. Por el contrario, nombrar la hechicería es utilizar una palabra que nadie puede pronunciar impunemente, manteniéndose a distancia de lo que él o ella diagnostica. Es el inicio de un proceso cuya verdad no reside en el acuerdo entre especialistas, sino en la manera en la que el diagnóstico obliga a aquel o aquella que lo emite.

“Tener necesidad de que las gentes piensen” implica, en primer lugar, tener cuidado ante las palabras que a aquel o aquella que pretende pensar le permiten prescindir del pensamiento de los otros. La palabra “víctima” es una de ellas: en la medida que se trata de “víctimas”, se intentará defenderlas, incluso –y frecuentemente– contra ellas mismas. Ciertamente, defender a los sin-papeles, por ejemplo, en tanto que “víctimas de una política infame”, es, en sí, perfectamente legítimo, pero no es algo especialmente “a la izquierda” en el sentido de Deleuze, es decir, en el sentido de un comportamiento que no acepta las situaciones tal y como nos son planteadas: siempre envenenadas, llevando siempre a alternativas infernales.
Planteemos la cuestión de otra manera: tras la notable movilización para defenderles, ¿qué hemos aprendido de los sin-papeles? ¿cómo hemos aprendido a pensar con ellos todo lo que sus migraciones implican? ¿han llegado a ser para nosotros miembros de grupos particulares con historias y proyectos diferentes con los que es necesario poder negociar para poder acogerles dignamente, y no ya un grupo anónimo definido por una constante estatal? Un inmigrante procedente de Malí no es lo mismo que otro procedente de China; lo saben bien aquellos y aquellas que de forma efectiva han consagrado sus esfuerzos a apoyar a las personas en situación irregular. Pero la pregunta es política, versa sobre lo que este saber es capaz de producir. En tanto que no hayamos aprendido a definir a los inmigrantes de una manera diferente a la que globalmente los considera como “sin”, estaremos prescindiendo de estas preguntas, como si no necesitásemos que ellos mismos piensen y se sientan habilitados para no presentarse ya como si sólo fueran víctimas.

Es aún peor, ciertamente, cuando ponemos la etiqueta “víctimas” a personas que no se presentan como tales. Ayer eran los consumidores de drogas ilegales, pero aún con más frecuencia se trata de mujeres. ¿Quién se extrañará de ello? Mujeres prostituidas o muchachas llevando velo, a las que habría que salvar, “a pesar de ellas” si llega el caso, pues serían hasta tal punto víctimas que todo lo que digan puede ser considerado nulo y sin valor. Hay textos bastante obscenos de personas que se dicen de izquierda en los que “rechazan avalar el argumento de la libre elección”, pues se supone que oculta “las dinámicas sociales en acción”. Palabra de juez, de aquellos y aquellas que saben y que, si llega el caso, con lágrimas en los ojos y quizá pronto con su espíritu capturado, intentarán aplicar un reglamento o una ley. El problema no reside de ningún modo en que haya que someterse al argumento de la “libre elección”, aceptar ese “es mi elección” como palabra sagrada, sino que reside en que se haga ineludible el dilema que envenena el pensamiento: ya inclinarse ante su libertad, ya entender su reivindicación de libre elección como manifestación de la dificultad para reconocerse “víctimas”.
Hablamos aquí de “nosotros”, no de lo que hemos denominado las pequeñas manos constructoras de alternativas infernales; hablamos de “nosotros”, en tanto que somos vulnerables a la captura productora de las pequeñas manos, incluso aunque llegado el caso nos presentemos con gusto como personas que luchamos contra las injusticias de este mundo. Por ese motivo, el grito de Deleuze, la “necesidad de que las gentes piensen”, se dirige a todos nosotros, a todas nosotras, a quienes nos definimos como “de izquierda”, a quienes denunciamos la traición de “la izquierda” o a quienes afirmamos la vacuidad de ese término.

“Tener necesidad” no significa, sin embargo, afirmar que en una situación en la que “las gentes no piensan” haya que abstenerse, sino que exige evitar todas las palabras y justificaciones que ratificarían la manera con la que se caracteriza esta situación. Se trata de lograr que emerja el hecho de que las palabras que caracterizan a una situación tal sólo se sostienen “en ausencia”, aprovechando que no ha tenido lugar el acontecimiento “hacerse capaz de pensar”. Se trata de resistir, sin duda, pero de un modo que no se limite a constatar el hecho de que el problema está mal planteado (lo que es bastante fácil), sino que, en primer lugar y ante todo, sin ceder a la tentación de definir cuál sería el “verdadero” problema, porque éste requiere que piensen “las gentes”, aquellos que deberían ser los protagonistas del problema.
Las feministas negras estadounidenses han planteado la pregunta: “¿se puede demoler la casa del amo con las herramientas del amo?”. Es una pregunta crucial, lacerante. Pues la respuesta no puede resumirse en un simple cambio de herramienta. Los amos, nuestros amos, no sacan su poder de una herramienta particular, sino más bien de una definición de la herramienta, de la relación con la herramienta, que hace de ella un instrumento neutro, indiferente a la mano que la maneja, designando a todos los que la utilizan como intercambiables. El pensamiento, en el sentido de Deleuze, plantea el mismo problema. No son el “mismo pensamiento” aquel que ratifica categorías preconfeccionadas, con vocación de consenso, surgidas de dilemas ineludibles y alternativas infernales, y aquel que es solidario de trayectos de aprendizaje siempre locales, nunca generalizables en cuanto tal.

Para nombrar esta diferencia, tomaremos prestada la distinción propuesta por Deleuze y Guattari entre “mayoría” y “minoría” [Gilles Deleuze y Félix Guattari, Mille Plateaux, Minuit, Paris, 1990, especialmente páginas 356-358]. Mayoritario es todo pensamiento, toda posición que se considera “normal” y que define toda divergencia como una desviación respecto a la norma, es decir, como aquello que debe ser explicado (“piensa así porque es una mujer”). Minoritarios son los grupos a los que no puede asaltar el deseo, o la idea, de que todo el mundo sea como ellos. Diremos que son mayoritarios tanto todo pensamiento que se defina como válido “por derecho propio”, con independencia del hecho de que las gentes a las que afecta puedan pensar, como toda herramienta que pretenda ser “neutra” respecto a esta diferencia. En ambos casos, el pensamiento o la herramienta están marcados por el tipo de economía que permite juzgar una situación y que, por tanto, también establece la definición de las “gentes”, independientemente de lo que éstas piensan, como medios para un fin definido para ellas, pero sin ellas.
La mayoría, aquí, no depende por tanto del número. Un grupo puede ser minúsculo y mayoritario, basta con que los temas que propone estén definidos como validos para todos “por derecho propio”. Correlativamente, si lo que Deleuze y Guattari denominan minoría no sueña en convertirse en mayoría no es porque cultive de forma egoísta su particularidad, sino porque aquellos y aquellas que pertenecen a esta minoría conocen el vínculo entre pertenencia y devenir. A diferencia de la toma de conciencia, la experiencia del devenir no lleva con ella el sueño de su generalización. Aquellos o aquellas que han conocido un devenir alpinista o matemático no sueñan con un mundo poblado de alpinistas o de matemáticos. Si piensan en los otros será siempre en otras minorías, con las que será posible establecer conexiones, encuentros y alianzas que no homogenizarán lo heterogéneo pero darán a cada uno nuevas potencias para actuar y para imaginar. Para fabular.

Ahora se puede comprender el alcance y los límites del papel de lanzadores de sondas que intentamos cumplir. Los únicos enunciados generales que pueden hacerse afectan a aquello que nos envenena. No podemos responder a las “grandes preguntas”, esas que preocupan a los herederos de Marx. No tenemos ninguna gran teoría, sino el deseo de encontrar las palabras susceptibles de no aplastar el presente bajo el desafío de tener que elegir entre definir un sustituto de la clase obrera o contribuir a su despertar. Solamente sabemos que los discursos que han descrito a esta clase obrera como gran fuerza independiente de todo medio, definida por una voluntad universal en su conjunto, es decir, por una “buena voluntad” intrínseca, nos han encerrado en las categorías de fidelidad o traición, nos han convertido en rehenes.
No disponemos de tiempo para perderlo con los pobres sustitutos que hoy se están proponiendo, con los “ciudadanos” o la “sociedad civil”, promovidos al estatus de inmensa fuente de sabiduría y de solución. Hoy, la escuela, a la que se le confían por tantos años esas cabecitas morenas, rubias o pelirrojas, descubre que si ha podido, en el pasado, producir el tipo de ciudadanía mínima, consensual y tranquilizadora que se le había encargado, fue exclusivamente gracias a una confianza compartida en el porvenir, el progreso, el mérito. Sin esta confianza, de la que se beneficiaba sin poder inspirarla, no sabe cómo funcionar. Las evidencias mayoritarias hacían parecer “normal” lo que nunca cae por su propio peso: la producción de personas capaces de pensar. La idea de un ciudadano pensante, responsable y desinteresado, símbolo de una legitimidad inalienable, hoy confiscada pero que bastaría con recuperar, es una ficción muy poco interesante.
No basta, por tanto, con denunciar un engaño, como si de eso pudiese deducirse la verdad. No hay simetría entre mentira y verdad, cuando la verdad no puede ser disociada de un devenir. Toda mayoría, incluso si se trata de un grupo cuantitativamente ínfimo, define siempre una situación a partir de generalidades que la superan, y por eso siempre fabrica rehenes. Pero el devenir no se produce nunca “en general”, por la liberación de los rehenes. Las obligaciones que dan a una situación el poder de hacer pensar no se decretan, se cultivan.

NOTAS
(1) Diagnostic and Statistical Manual of Mental Disorders, realizado por la Asociación americana de psiquiatría, es un verdadero “herbario” de transtornos mentales, cuyas ediciones sucesivas tienen la ambición de que todos los psiquiatras del mundo, ante un mismo enfermo, hagan el mismo diagnóstico.




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