Trasversales
José María Mendiluce
Prejuicio


José María Mendiluce, escritor. Fue coordinador humanitario de la ONU para la ex Yugoslavia y eurodiputado. El texto fue publicado originalmente en Glosario para una sociedad intercultural, Bancaja, Valencia, 2002. Revista Iniciativa Socialista 77, otoño 2005


Hay que enseñarte a odiar y temer,
año tras año, hay que enseñártelo,
machaconamente en tu querida orejita-
hay que esmerarse en enseñártelo
Hay que enseñarte el miedo
hacia la gente de ojos extraños,
hacia la gente con otros matices en su piel-
hay que esmerarse en enseñártelo
Hay que enseñarte, antes de que sea tarde,
antes de que alcances los seis, siete u ocho años,
a odiar a quienes tus parientes odian-
hay que esmerarse en enseñártelo


Richard Rodgers y Oscar Hammerstein
canción You’ve Got to be Taught, del musical South Pacific


Prejuicio, juicio emitido antes de encontrarse en condiciones de hacerlo adecuadamente. Según el diccionario de María Moliner: “Juicio que se tiene formado sobre una cosa antes de conocerla. Generalmente, tiene sentido peyorativo, significando ‘idea preconcebida’ que desvía del juicio exacto. Idea rutinaria sobre la conveniencia o inconveniencia de las acciones desde el punto de vista social, que cohíbe de obrar con libertad”. O, según dice otro diccionario, “juzgar antes de tiempo o con desconocimiento”. Tampoco es para tanto. En realidad, nos pasamos la vida pre-juzgando. Pero, como suele ocurrir, todo reside en el matiz.
Cuando decido ir a ver una película y no otra, carezco de un conocimiento cabal, completo -pues no las he visto-. En cierta forma, prejuzgo. Pero no de forma insensata. Cuento con cierto bagaje, he oído a varios amigos comentar su opinión, he leído críticas, conozco otras películas de los directores o actores, o, por qué no, amo mucho más las confortables butacas de una de las salas que los potros de tortura en que nos sientan en la otra. Además, si nos equivocamos en la elección, tampoco pasa nada y a nadie hemos hecho daño. Tratar de prescindir de referencias previas, de intuiciones y de pasiones a la hora de opinar o actuar es una utopía, el delirio propio de una de las formas más extremas de irracionalismo: el racionalismo extremo. No es de eso de lo que hablamos aquí, sino del prejuicio que niega la singularidad del diferente, que anula la propia singularidad del prejuzgador y justifica dominaciones y exclusiones.

El temor a la singularidad del otro

Quizá uno de los rasgos más marcados del prejuicio, en el sentido que aquí nos interesa, sea el desprecio a lo singular. Una cosa es enfrentarse a una realidad desde un conocimiento insuficiente e incompleto, lo que no sólo hacemos con frecuencia sino que, además, debemos hacer -¿cómo podríamos si no fuese así actuar y ampliar conocimiento?-, y otra cosa muy diferente es no enfrentarse de ninguna manera a ella, dándole una respuesta predeterminada a partir de abstraer de alguna de sus señas identificativas y asociar con ella predisposiciones negativas o positivas a priori, en la mayor parte de las veces injustificadas y absurdas incluso desde el punto de vista “estadístico”. Este no encarar la realidad tal y como es llega a comportamientos tan ridículos e inconsistentes como el que me contaba hace pocos días un querido amigo, a quien cierto compañero de trabajo, tras hablar muy mal de “los negros”, se volvió hacia él y le dijo “bueno, esto no va por ti, tu no eres un verdadero negro, eres como nosotros”, cuando resulta que sí, es un “verdadero negro”.
Ante el prejuicio, lo singular no existe. Al menos, no se reconoce la singularidad de los individuos a los que hacemos objeto de nuestro prejuicio. Si se trata de seres humanos, les negamos como tales, únicos e irrepetibles. Ya no son Marta, Juan, Fátima o Hamid, sino un rojo, un cura, un moro, un policía, un catalán, un madrileño, o uno del pueblo de al lado, un capitalista, un sindicalista, una prostituta, un mendigo, un militar, un gitano, un payo...
Prácticamente todas las consideraciones que asignan ciertos atributos negativos o positivos a grupos nacionales o étnicos se atribuyen “un saber” sobre personas a las que, sin embargo, se quiere desconocer e ignorar. Hay una gran sabiduría en una anécdota, cuyo protagonismo atribuyen algunos a Churchill. Según ese “relato”, preguntado acerca de su opinión sobre los alemanes, su respuesta habría sido: “no sé, no los conozco a todos”. No siempre lo lograremos, pero esa respuesta podría seguir una buena guía de conducta. Ni los madrileños son chulos pero generosos, ni los catalanes roñosos pero trabajadores, ni los judíos usureros pero inteligentes... Tales calificativos sólo admiten un uso individualizado, y con matices.
Este tipo de prejuicio, que niega la singularidad del “otro”, se sustenta en el miedo, en la dominación o en ambas cosas a la vez. No tienen otra razón de ser que la de dotarnos de un pretexto para justificar nuestro miedo hacia determinados grupos humanos, nuestras actitudes violentas o despectivas hacia ellos, nuestras acciones segregadoras o, simplemente, su sometimiento a “nosotros”, un “nosotros” tan mítico por otra parte como el “ellos” designado por el prejuicio. Donde el plural reina sobre lo singular, reina también el prejuicio y la ignorancia. La peor de las ignorancias: aquella que no se reconoce como tal y que, para ocultarse, se disfraza de “saber común”, de evidencia, de aquello que “todos saben”. Un “saber común” que puede transmitirse y “enseñarse” fácilmente, sin requerir esfuerzo de aprendizaje ni de asimilación, pues de lo que se trata precisamente es de que no sea sometido a mirada crítica ni a contrastación alguna. Debemos “saber” que ser gay o lesbiana es malo, corrompido o -almas caritativas- “enfermizo”, pero sin emitir la pregunta a la que no hay respuesta: ¿por qué? Así que el prejuicio nos debe ser inoculado desde muy pronto, como algo que simplemente “es así”, al igual que la mayor parte de las iglesias violan la libertad de conciencia al apuntar en sus filas, por tal o cual rito bautismal, a los recién nacidos, o como se nos enseña a despreciar y temer a “los gitanos” a través de todo un sistema de gestos, dichos, chistes y comportamientos.

La renuncia a la propia singularidad

Se odia la singularidad del otro a partir de la renuncia a la propia singularidad. Pues el prejuicio no es una “opinión propia”, sino, como ya he dicho, opinión trasmitida, heredada y aceptada sin ser sometida a evaluación crítica. No soy yo opinando sobre aquel, sino “nosotros” opinando sobre “ellos”, emitiendo, por tanto, una opinión que no es propia ni tampoco común, sino dada de antemano. El prejuicio es ideología y se transmite ideológicamente. Tenazmente, desde la cuna: “hay que enseñarte a odiar y temer... antes de que sea tarde”.
La sociedad, “su cultura”, permite nuestro desarrollo y la formación de nuestro pensamiento, pero, a la vez, tiende a encajonarnos, a escamotear lo específicamente nuestro de “nuestro pensamiento”. Algunas sociedades y culturas fomentan más creación y autonomía, otras más repetición y heteronomía, pero a todas puede aplicarse lo indicado por Edgar Morin: “La cultura es lo que permite aprender y conocer, pero también es lo que impide  aprender y conocer más allá de sus imperativos y normas, produciéndose, en ese caso, antagonismo entre el espíritu autónomo y su cultura” [L’identité humaine. La méthode: L’humanité de l’humanité, Edgar Morin, Éditions du Seuil, Paris, 2001].
Lo que somos depende, en gran parte, del aprendizaje e incluso de la imitación. Nadie se ha “hecho a sí mismo” totalmente. No es posible ni deseable. Nuestra evolución individual está condicionada, aunque no determinada, social y culturalmente. Pero esos condicionantes, en parte exteriores, pero en parte incorporados ya a nosotros mismos, son susceptibles de crítica, de revisión, de toma de distancia. La heteronomía individual y social puede verse obligada a ceder espacio a la autonomía, y ésta, al crecer y extenderse, frecuentemente a partir de singularidades, rebeldías y “desviaciones”, genera las condiciones para una sociedad más autónoma y en la que la educación para la autonomía gana terreno a la enseñanza de la repetición. La aletheia, la pedagogía desvanecedora de mitos, es la componente esencial de una política verdaderamente democrática, aunque el mito no pueda ser nunca totalmente erradicado de las sociedades humanas ni, posiblemente, de cada individuo.
Quien más firme es en sus prejuicios no es quien tiene opiniones más arraigadas y vitalmente asumidas. Quien tiene un prejuicio carece de opinión propia al respecto, sus pareceres son, en realidad, superficiales y pueden adaptarse al viento que sople, pasando, por ejemplo, de un fanatismo a otro, siempre sin matices, siempre sin dudas, siempre sin vigilancia y crítica sobre aquello que pensamos. Aunque, en realidad, los prejuicios adquiridos en la infancia son los más difíciles de erradicar. Incluso cuando creemos haberlo hecho, surge, inesperadamente, el resabio, la intolerancia, la reacción espontánea que nos sorprende y nos lleva a preguntarnos: “¿cómo puedo haber actuado así?”.
La pregunta es el fundamento de la democracia, no la pureza. Si somos capaces de preguntarnos “¿por qué he hecho eso?”, “¿por qué pienso esto?”, “¿por qué se impone tal norma social?”, no seremos santos pero estaremos transitando el escarpado y siempre incompleto de la autonomía y de la libertad.

Prejuicio y dominación

El verdadero sustento del prejuicio no es el error, sino el miedo y la dominación. Todo prejuicio es la ideología de una dominación, ya existente la mayor parte las veces, deseada en algunos casos, pudiéndose estas últimas convertirse en tan mortíferas como las primeras.
Así, tantos y tantos siglos de prejuicios e ideas estúpidas sobre las mujeres, sobre su sexualidad, sobre su psicología, sobre su hacer social, sobre sus capacidades, sólo pueden ser entendidos en el marco de una dominación masculina efectiva, descarnada, brutal, que se perpetúa, a su vez, a través de la difusión y permanencia, con las adaptaciones oportunas, de tales prejuicios e ideas estúpidas.
Toda dominación genera su ideología y su violencia, que a su vez generan esa misma dominación. Sin irnos muy lejos, tras la negación de la sexualidad femenina, la prioridad de los apellidos de quien adopta la figura del “padre”, los chistes machistas, la enormemente desigual distribución del trabajo doméstico, la negación del acceso al sacerdocio católico para las mujeres, el acoso sexual, la prevalencia de los “infantes” varones en el acceso a la Corona española, la consideración de las compresas como un producto de lujo, la marcada desproporción de la presencia en los puestos de prestigio social y la propia violencia de género que cada semana arranca la vida a una o varias mujeres, tras todo eso, se encuentra el mismo tejido, el mismo fundamento, la misma dominación. Por descontado, entre contar un chiste machista, imponer un 16% de IVA sobre las compresas o matar a una mujer hay una diferencia sustancial, cualitativa, que yo, tan dado a los matices, no voy a diluir. Pero tampoco podemos perder de vista su fundamento común, una dominación social y política efectiva, lo que tratan de ocultar quienes reducen la violencia de género a suma de casos individuales y conflictos interpersonales. Una sociedad en la que estuviese mal visto un chiste contra las mujeres sería una sociedad en las que muchas menos mujeres morirían a manos de asesinos machistas. La violencia de género es violencia política, fundada en una dominación, fundada en un prejuicio, fundado éste, a su vez, en una dominación...
Los prejuiciosos pueden ser “atrasados”, pero ante todo son aprovechados. Porque la dominación es beneficiosa para el dominador. Quizá no desde el punto de vista de un individuo que ha adquirido cierto grado de apego a la libertad y a la autonomía, pero sí, sin duda, desde el punto de vista del sujeto heterónomo, convencido de que “vivir mejor” se identifica precisamente con aquello que viene socialmente impuesto como modelo de prosperidad e integración social.
En ocasiones, el beneficio del prejuicio puede ser algo tan nimio, pero con frecuencia tan feroz, como la mera autoafirmación de quien no encuentra satisfacción en ninguna de sus actividades. La autoestima es sustituida por un burdo sucedáneo: el desprecio a otro. Toda mi vida puede ser un fracaso absoluto, pero si soy “un macho” eso me pone por encima de mujeres y maricas, y si soy blanco, eso me afirma contra negros y moros. En el prejuicio se encuentra, también, un sucedáneo de pertenencia frente a una soledad no asumida, ya que permite sentirse parte de un “nosotros”, sin ninguna articulación humana efectiva pero simbólicamente efectivo en la contraposición a “ellos”.
Al ser la dominación y el miedo los fundamentos de todo prejuicio, difícilmente podrá éste ser disuelto por medio del “razonamiento”, pese a lo disparatado de su contenido. Por su contenido intelectual, las diversas religiones deberían haberse derrumbado estrepitosamente pero se sostienen siglos tras siglos porque se apoyan en los más insoportables temores de todo ser humano -”nunca más”- y sobre algunas de las estructuras de dominación más sofisticadas, interiorizadas y flexibles conocidas por la humanidad.
El prejuicio no es solamente un error lógico, sino una estrategia política. Para combatirle eficazmente, comenzando en cada uno de nosotros, los caminos más eficaces son la lucha contra toda dominación y un esfuerzo educativo democrático tendente a erradicar todos los miedos artificiales y a permitirnos asumir aquellos miedos irradicables que acompañarán siempre a todo ser humano por el hecho ineluctable de nuestra mortalidad. Cuando admitamos que somos perdedores, podremos disfrutar con libertad, dignidad y solidaridad del brevísimo momento en que hemos tenido la suerte de poder participar en el juego. Y ver en cualquier ser humano a otro digno perdedor, mi hermano, mi hermana, tan singular como yo mismo, tan importante y tan irrelevante, ambas cosas a la vez, como yo mismo. Pues cada ser humano es nada, es todo.
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