Trasversales

Wu Ming 2

Erebu

Revista Iniciativa Socialista (primera época de la actual revista Trasversales), número 69, verano 2003. Texto del colectivo Wu Ming (http://www.wumingfoundation.com). Traducción  de Iniciativa Socialista. Los textos de Wu Ming se publican bajo la fórmula de copyleft, permitiéndose su libre reproducción por cualquier medio siempre y cuando su circulación sea sin ánimo de lucro y esta indicación se mantenga. La misma fórmula se aplica a esta traducción.



Cuando estaba en la enseñanza elemental, hace una veintena de años, te enseñaban geografía como un Guinness de los récords. la montaña más alta, el río más alto, la capital de... Hoy dicen que era erróneo, "nocionismo", pero a mí no me disgustaba. Sólo había un problema: Europa.
Tomemos el caso de la montaña más alta, el Monte Bianco [o Mont Blanc]. Memorizabas cuánto medía, aprendías que la cima estaba en Italia y el nombre del primer escalador que alcanzó la cima. Después llegaba tu compañero de pupitre con el gigantesco Atlas de la l'Encyclopaedia Britannique y te enseñaba la clasificación de las montañas más altas: el Monte Bianco estaba en el cuarto puesto. Increíble. Primero, Elbrus, segundo, Dykh-tau, tercero, Kazbek, los tres en el Cáucaso. Todos por encima de los cinco mil metros. ¿Cómo es que nadie había oído hablar del Cáucaso?
Todos perdían el tiempo discutiendo donde debían llevar el acento los montes Urales o si su nombre podía pronunciarse de varios modos [un caso similar al uso de Rumania y Rumanía en castellano], y entre tanto nadie se daba cuenta de este agujero al final del mapa de Europa, que frecuentemente nos llegaba incompleto, sin el Cáucaso.
Y si el Cáucaso estaba en Europa, también debía estarlo el Mar Caspio, al menos una de sus orillas, y entonces resultaba que era el lago más grande de Europa, no el Ladoga o el Onega, aunque alguno decía que no valía porque el Caspio era algo salado y se llamaba mar.
Y lo mismo pasaba con las ciudades, cosa ya de por sí delicada a causa de los diversos criterios aplicables a los aglomerados urbanos, lo que permitía, por ejemplo, que París pasase de dos millones de habitantes a nueve millones o aún más. Saltaba alguno diciendo que la ciudad más grande de Europa era Estambul, que estaba en Turquía, y, por tanto, en Asía, pero en realidad casi toda ella estaba en la zona europea. Y sea como fuere la segunda era Moscú, ¿la habías olvidado? : en la Rusia europea, ocho millones de habitantes.
Y con los ríos se repetía el litigio, entre el Danubio y el Volga, que en efecto estaba a este lado de los Urales, en el Cáucaso, y desembocaba en el Mar Caspio.
Nada de esto ocurría con los demás continentes. Amazona y Aconcagua, Klimanjaro y Lago Victoria, Yangtsé y Everest. Todo sencillo, sin polémicas.

¿No será que Europa no es exactamente un continente? ¡Pues vaya!, ¿qué es entonces?
Asaltado por las dudas, durante el recreo trababa de refrescar la mente con el álbum de cromos, pero también ahí imperaba el delirio. En la Copa de la UEFA, el Inter iba a jugar a Trebisonda, puerto al sureste del Mar Negro, en la parte asiática de Turquía. Israel jugaba con los equipos europeos las eliminatorias del mundial y el Maccabi de Tel Aviv derrotaba en baloncesto a griegos y españoles.
Afortunadamente, en aquellos días de inocencia nada podíamos saber de la red de salas cinematográficas Europa Cinemas, nacida para apoyar a las películas europeas. Nos habría confundido aún más. ¿Habéis visto la animación que, antes de cada proyección, muestra los nombres de las ciudades implicadas? Estocolmo, Ramallah, El Cairo, Damasco. ¿Papá, Damasco no estaba en Siria? Pues tendrá algo de Europa... pese a que Bush quiera bombardear también allí.
Concluida la parte geográfica, pasemos a la parte épica. El mito de Europa. Esta Europa era una bellísima muchacha morena, hermana de Cadmo, el fenicio que llevó el alfabeto a Mileto. Si no me equivoco, los fenicios estaban por el Líbano y hacían los barcos con madera de cedro. ¿Así que ahora resulta que Europa era libanesa y nadie sabe bien si era europea o no? Quizá naciera más tarde, cuando Cadmo y su familia se habían trasladado a Mileto, sobre la costa turca, en Asia.
¿Y eso qué importa?, te dice el libro de historia en la siguiente clase. Esa zona todavía era considerada Europa en el siglo V.  Era Grecia, las colonias jónicas, cuyo punto más occidental era el Adriático. Lo demás: los bárbaros. Asi que Mileto estaba en Europa. Y en Mileto brotaba la filosofía de Tales, Anaximandro y Anaxímenes. Algo nuestro, europeo. El primero de los tres se convirtió en una famosa estrella por haber previsto un eclipse. Había utilizado los cálculos de algunos astrónomos mesopotámicos, pero no se lo dijo a nadie. Según él, todo el universo estaba hecho de agua en última instancia. Anaxímenes prefería el aire. Anaximandro, que se atribuía bajo cuerda inventos procedentes de Babilonia, decía que la sustancia de todo era el apeiron, el infinito. Atención: si uno dice aire y otro agua, ¿por qué el tercero propone el infinito y no, digamos, el fuego, la tierra, la madera?
El profesor Giovanni Semerano responde que el término apeiron no significa infinito, sino que deriva del acádico eperu, árabe 'afr, hebraico bíblico 'afar, que quiere decir polvo, la innumerable arena del desierto, recuerda que tú eres polvo y en polvo te convertirás. Todo está hecho de polvo, no tiene nada de extraño. Y estos griegos -japoneses de la antigüedad- no se contentaban con cálculos y patentes. A los vecinos mesopotámicos les robaban hasta las palabras. A propósito de palabras: en acádico hay una, erebu, que significa occidente. Y sí, parece que el término "Europa" procede precisamente de ahí, a diferencia de Grecia, porque para la gente de Mesopotamia Europa era el Far West. Y junto al nombre, también proceden de allí las matemáticas (incluido el teorema de Pitágoras, que, al parecer, no era realmente suyo), la astrología, la medicina, las palabras de la filosofía e instrumentos musicales como la lira de los líricos griegos (kinura, en griego, y kinnaru, en acádico).
Hace tiempo vi un programa televisado sobre Irak, la antigua Mesopotamia, calificado como "cuna de la civilización islámica del siglo VII". De acuerdo. Pero, ¿y si lo que se hubiese dicho hubiese sido "útero y placenta de la civilización europea"? ¿Habría sido más difícil bombardear Bagdad?

Quizá no. En cualquier caso, algunos gobiernos de Europa habrían desempolvado un antiguo dualismo muy apreciado por los griegos, explotado y planteado una y otra vez desde las guerras pérsicas. La democracia, la libertad, la autonomía de Europa, contra la tiranía, la esclavitud, el despotismo asiático.
Los griegos, sublimes en el espionaje industrial, pero no completamente estúpidos, se dieron cuenta pronto de lo difícil que era trazar una frontera geográfica entre ellos, los europeos, y los otros, los asiáticos. Al igual que la joven Europa, que había recurrido a todo para esquivar los cortejos de Zeus, también el nuevo continente se escapaba entre los dedos. La identidad se apuntalaba con conceptos e ideas.
Durante algún tiempo, sirvió la distinción entre ciudadanos europeos y súbditos asiáticos. Pero después llegó Alejandro Magno y amplió hasta el Indo el límite oriental de sus dominios. ¿Que sentido tenía entonces distinguir entre asiáticos y europeos, dado que compartían el mismo soberano? Y ya que el concepto de Europa era esquivo, primero quedó vacío de contenido y luego volvió a desaparecer, dejando lugar a dicotomías más amplias y significativas.
Por ejemplo, romanos contra bárbaros. Sin distinciones entre los nacidos en Tagaste [actualmente, Souk-Ahras, Argelia], en África, como San Agustín, o en Masilia [Marsella], en la Galia, siempre y cuando no fuesen lugares más allá del Danubio, en la bárbara Pannonia, esto es, en la actual Hungría, y, por tanto, en Europa.
O cristianos contra paganos, tras la caída del Imperio. El historiador italiano Federico Chabod recordó las palabras de Paulo Orosio, que en siglo V después de Cristo daba gracias a Dios por las invasiones bárbaras, que habían permitido a nuevas poblaciones conocer la Buena Nueva y hacerse bautizar. No está mal como admonición para quienes quieran echar el candado a la fortaleza Europa y exportar democracia más allá de sus fronteras. Si quieres comunicarte con alguien, al menos invítale a cenar.
O también, para terminar, cristianos romanos contra cristianos orientales, tras el cisma. Francos contra bizantinos, simple y leal contra complejo y falaz, una contraposición que pervive en el lenguaje. Una contraposición que vuelve a poner en primer plano la idea de Europa, una Europa adversario del Bizancio, en la vecina Asia, y de un África ahora musulmana. Cristianos de Occidente y europeos terminan identificándose.

Pero la superposición entre las fronteras ideológicas y las territoriales genera monstruos y absurdos, como en el caso de Grecia, que en una época se llamaba a sí misma Europa, y que ahora queda en la otra parte, en espera de que lleguen los otomanos a secuestrarla definitivamente, fuera del continente que ella misma había bautizado.
Poco después, con las conquistas y los misioneros, el concepto de "cristianismo" se amplía de nuevo, demasiado extenso ya para sostener la idea de Europa y darle consistencia. Llegan entonces el humanismo, el renacimiento y la ilustración: de Maquiavelo a Voltaire serpentea la necesidad de una nueva concepción, esta vez laica, de Europa y de sus ciudadanos. Una necesidad que ha llegado hasta nosotros, demostrando que, en verdad y sin querer incomodar a los geógrafos, Europa es un mito, una idea, antes que un continente. En la escuela de hoy en día, moderna y actualizada, ya no sería necesario estudiarla en la hora de Geografía, en la que podría formar unidad con Asia. Más bien, es un tema de Estudios Sociales, una materia nueva, muy a la vanguardia, tan a la vanguardia que ningún niño de ocho años ha logrado aún explicar de qué trata.
Un buen profesor de esta materia podría comenzar diciendo que hay muchas Europas.
Está la Europa del euro, la de la relación entre déficit y Producto Interior Bruto, la de los ciudadanos Schengen contra los extracomunitarios, como en otros tiempo era romanos contra bárbaros, cristianos contra paganos, francos contra bizantinos.
También existe la Europa de las competiciones deportivas. La Europa del cine. La Europa que se respira en París, Berlín o Madrid en barrios melting pot [barrios crisol] como Barbés, Kreuzberg, Lavapiés. Lugares de experimentación social y de conflictos, de diálogo y de cuchilladas. Lugares donde una nueva Europa, con gran esfuerzo, está intentando nacer y definirse. Y la Europa de Florencia, 9 de noviembre de 2002, en el inmenso encuentro del Foro Social, que es también la Europa que se opone a la guerra permanente, ante la que es un continente dividido por las decisiones tomadas por los gobiernos pero unido en lo que hace a la inmensa mayoría de la opinión pública.
Lo bello de Europa, efectivamente, es que el mito no ha conseguido nunca consolidarse, establecerse de una vez por todas e imponer su voz sobre la de los seres humanos. Nunca ha conseguido sustraerse a las inquietudes de una época, a las exigencias de la política, a la reflexión de los filósofos.
Resultado: nadie puede remitirse a un perdido y antiguo origen, a una Tradición, a unos inicios de Europa, a un preciso territorio topográfico e ideológico con fronteras a defender y purezas a preservar. Quien lo intenté está destinado a hacer el ridículo. Y eso significa que Europa es un mito todavía fecundo, útil, capaz de abarcar nuestros deseos y voces. Significa que debemos mancharnos las manos con el barro de este mito, sin temer que alguno nos lo arrebate para modelar la estatua del nacionalismo europeo o los muros de una fortaleza militar y económica.
Gracias a su historia, a sus vicisitudes, a su posición geográfica, "Europa" puede convertirse en un concepto, una visión política y social, un proyecto de comunidad humana amplio y compartido, que alude a un territorio pero supera y derriba la misma idea de territorio, patria, nación.
No será fácil, pero vale la pena intentarlo.


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