Trasversales

Wu Ming

El mundo está en la calle

Revista Iniciativa Socialista (primera época de la actual revista Trasversales) , número 68, primavera 2003
Texto publicados en Carta (http://www.carta.org), escritos por el colectivo Wu Ming (http://www.wumingfoundation.com). Traducción realizada de Iniciativa Socialista (http://www.inisoc.org), revisada por Wu Ming.
Los textos de Wu Ming se publican bajo la fórmula de copyleft, permitiéndose su libre reproducción por cualquier medio siempre y cuando su circulación sea sin ánimo de lucro y esta indicación se mantenga.
La misma fórmula se aplica a esta traducción.


27 marzo - 2 abril: El mundo está en la calle
Wu Ming


Hay que evitar un riesgo, mientras caen las bombas y los tanques avanzan por el desierto. Hay un exorcismo por hacer. Más que político, quizá sea un imperativo psíquico: oponer resistencia al culatazo de lo peor sobre nuestras mentes. Evitar la depresión, la desesperación, el desaliento. Difícil, pero imprescindible.
El mayor movimiento de opiniones, ideas y cuerpos en la historia reciente tiene ante él una tarea titánica, y hasta ahora ha dado pruebas de encontrarse a su altura, por encima de las mejores expectativas. Y debe seguir siendo así.
La guerra que la administración Bush y sus aliados nos han prometido, la guerra que han declarado al mundo, a las instituciones internacionales, al movimiento de movimientos, no termina en Irak. Es un proyecto político de largo alcance. Es necesario, por tanto, estar preparados para una lucha larga y duradera, sin cuartel, entre dos superpoderes que usan armas y estrategias diferentes, opuestas, una lucha que, indisolublemente, va a marcar las primeras décadas de este siglo. La fuerza de la razón, de lo compartido, del diálogo, contra la unidimensionalidad del beneficio, de la guerra, de la imposición.
Aquellos que sobreviven a las guerras, que logran derrotarlas consiguiendo, simplemente, no sucumbir, son aquellos que pese a todo no renuncian a la vida, los que mantienen el convencimiento de que entre matar y morir existe una tercera opción: vivir. Esto vale también para quien no tiene bombarderos sobre la cabeza y para quien está aquí. Y en tiempos de guerra, vivir significa luchar tenazmente, aún más, si es posible, que hasta ahora. Teniendo presente, en primer lugar, un dato importante: la administración Bush y sus aliados marchan renqueantes, mutilados. Marchan solos.
Las luchas políticas y sociales de los dos últimos años han producido una discontinuidad instituyente con la última década del siglo pasado. El resultado es que, salvo una cuadrilla de vacilantes gobiernos, nadie en todo el mundo avala la guerra de Bush, por la simple razón de que todos han entendido que es una guerra contra el mundo entero. Un puñado de gobernantes despreciables sin nada que perder han elegido subirse al carro del más fuerte. Han apostado por un caballo tejano, que promete grandes recompensas para los amigos y una vida difícil para los enemigos.
Nosotros debemos apostar en contra suya. Porque la administración Bush y sus aliados en esta guerra van a perderla. No perderán en Irak, ni sobre el campo de batalla. Militarmente son los más fuertes. Perderán porque han escogido cerrar filas ellos solos contra el planeta. Ahora bien, cuánto tiempo tardarán en perder esta guerra depende también, y mucho, de nosotros. De nuestra capacidad para no caer en el abatimiento, de nuestra capacidad para seguir presionando a los gobiernos, los parlamentos, las instituciones internacionales. De nuestra capacidad para empujarles, condicionarles, infiltrarles desde abajo. De nuestra capacidad para seguir siendo e creando lo que somos: multitud constituyente de otro mundo posible y necesario.
Más eso no será suficiente. Será necesario lanzar paletadas de arena en los engranajes de la máquina de guerra. Bloquear los países. Desertar de la producción.
Y eso tampoco será suficiente. Infatigablemente, tendremos que seguir pensando y construyendo modelos, experimentos sociales compartidos, espacios abiertos a la participación, batallas de opinión culturalmente hegemónicas. Ahora más que nunca. Y tendremos que hacerlo aprovechando el espacio político europeo surgido por primera vez el 15 de febrero, un espacio poblado por la sociedad civil continental y no sólo por banqueros y policías de frontera. Un espacio por el que hay que volver a caminar, como si fuese una nueva tierra a descubrir y recorrer de nuevo.
Aún no es suficiente. Los gobiernos belicistas están ya en tanganillas. Nos corresponde darles el empujón definitivo. Y esto vale también para Bush hijo, que fue elegido presidente gracias a desacreditados manejos electorales y que todavía conserva su cargo gracias al 11 de septiembre. América no está con él. Desde los activistas por la paz aplastados por las excavadoras israelíes hasta las superpagadas estrellas de Hollywood, sólo se respira desaprobación hacia su línea de gobierno. No hay un intelectual americano que se haya dejado reclutar para su cruzada.
Los misiles llueven sobre Bagdad, edificios en llamas tras los ojos cerrados de un enviado especial que va cuajando la desinformación de guerra. "Todo va bien, todo va bien, no se siente el hedor", las tertulias bélicas, entre carcajadas, expanden melaza, enrolan a todo tipo de lameculos, dan crédito a cualquier bulo prefabricado. Todo resulta inútil, el mundo está en la calle, desertando de la guerra catódica, para encontrarse con sus semejantes en las plazas, para pensar en algo mejor que pueda ser hecho, para transformarse en el mayor medio de comunicación de masas que haya conocido la historia de la humanidad. No en nuestro nombre, ni siquiera en el de su presunto dios blasfemo. Aislados, desesperados, peligrosos, sentados sobre el gigantesco polvorín de una alocada voluntad de potencia. Sin tener a su lado nada más que a una pobrecita peluquera forzada a realizar un maquillaje imposible y a una cámara de televisión ante la que hacer muecas dementes antes de anunciar el ataque.
¿Cómo era aquel lema?: "Vosotros sois ocho, nosotros somos seis mil millones".

9/16 abril 2003: La victoria imposible
Wu Ming 3


Con el corazón en la garganta, se espera la batalla de Bagdad. El tiempo del OK Corral ha sido ya fijado por los vaqueros sentados en el despacho oval, para alegría de sus colegas que dirigen los medios de comunicación de masas occidentales. Cuando estas líneas, parciales e insuficientes, sean leídas, la batalla será feroz (¿calle a calle, casa a casa, alcantarilla a alcantarilla?), o podría estar ya terminada si hacemos caso a los optimistas (el optimismo necrófilo de analistas y comentaristas). No antes, sin embargo, de haber agregado otras cargas de horror e indecible sufrimiento a la población civil. Otras pruebas inconfundibles de la etapa paranoide y terminal de una civilización moribunda.
Mientras, la desinformación se desencadena. Todo marcha según los planes. ¿Pero cuáles son los planes?
Los vaqueros con estrellas y condecoraciones dicen que esperemos, que tengamos confianza, algunos días o semanas más y todo habrá terminado, con el objetivo alcanzado.
Los vaqueros en el despacho oval nos dicen que esperemos, que tengamos confianza, que en una década, dos como máximo, todo habrá terminado, y el objetivo habrá sido alcanzado.
Unos y otros, sin embargo, hablan de la misma cosa, lamentablemente. Después de Irak, Siria e Irán, después Jordania, Arabia Saudita, Egipto, Libia... Una gran Palestina para un gran Israel. Debemos esperar y tener confianza.
Pero la espera no es amiga de las certezas, siembra dudas proporcionales a su duración, va dejando a lo largo del recorrido preguntas que no favorecen la moral de las tropas, en el campo de batalla o en casa, incluyendo a los regimientos de la información que se acuestan ("embedded", incrustrados, dicen) con el ejército angloamericano. Y entonces esperamos, dejándonos revolver de arriba abajo por las dudas, interceptando las preguntas pendientes, intentando hacerlas resonar, primero, dentro de nosotros mismos y, después, fuera.
A la luz de cuanto hemos visto y vivido en el curso del siglo muy recientemente concluido, ¿es todavía posible "ganar una guerra"?
Al menos desde el final de la segunda guerra mundial, la evidencia de un mundo en el que la realidad ha sufrido una mutación radical e irreversible ha provocado la quiebra de las certezas, o las ilusiones, de von Clausewitz, teórico del "arte" occidental de hacer la guerra, cuyos dictámenes han sido seguidos para estudiar y para librar las batallas de los dos últimos siglos. Después de Dresde e Hiroshima, ha quedado demostrada para siempre la trágica insuficiencia de la idea de una guerra llevada a cabo solamente por "profesionales", ejército frente a ejército, buscando por ambos bandos una preponderante superioridad sobre el enemigo. Y es ya evidente la hipocresía homicida de los partidarios de un tecnicismo bélico y militar, impermeable a la sociedad "de los civiles ".
El otro pilar teórico del discurso de Clausewitz, la idea del choque campal decisivo, la batalla definitiva que decide la suerte de la guerra, ha quedado hecha pedazos frente a las evidencias de la historia reciente.
¿Cuándo finalizan las guerras contemporáneas? ¿Cuáles y cuántas de las guerras libradas durante la segunda mitad del siglo XX pueden considerarse concluidas militar y políticamente?
No la guerra de Corea, para comenzar por uno de los conflictos más antiguos, que arrastra sus consecuencias por décadas y se replantea sobre el escenario internacional como futura etapa, a su debido tiempo, de la aproximación al gran choque con China.
No, ciertamente, el conflicto de Oriente Medio que siguió a la formación del estado de Israel, que más bien parece convertirse en modelo de una posible gestión del carácter crónico de la guerra. La guerra que se transforma en ambiente cotidiano y habitado, dato de hecho, estado de cosas que militariza toda la sociedad y refunda un pacto social perverso basado sobre la existencia del enemigo dentro de casa.
Y de ninguna forma podemos declarar concluidos los mataderos africanos, diseminados por todos los rincones del continente y por cada oscuro desfiladero de nuestro oeste. La península indochina no deja de sufrir. India y Paquistán se enfrentan a través de la disuasión nuclear, el terrorismo y un gota a gota de choques fronterizos diarios. Los Balcanes viajan sobre equilibrios de cartón piedra y homicidios mafiosos de jefes de Estado. En Chechenia o Afganistán, el conflicto se ha hecho endémico de forma ya no reversible.
La primera guerra del Golfo, la de Bush padre, aún basada en un escenario clausewitziano, la gran batalla campal en el desierto, no llevó a ningún resultado por el solo hecho de que Sadam no la reconoció, desinteresado por las pérdidas materiales sufridas. Los Estados Unidos, por su parte, no pudieron terminarla, para no violar groseramente el mandato dado por la ONU a la coalición beligerante. Hoy, para intentar cerrar ese capítulo, se abre la caja de Pandora del mundo al día siguiente de la ruptura de todo tipo de derecho internacional.
Pero hay una guerra que ha concluido con un claro veredicto y con claros vencedores. Se trata de la que, temiendo o deseando que la Cuarta esté comenzando, se ha denominado "Tercera Guerra Mundial": la guerra fría, que ha marcado con su sello a todos los otros conflictos militares, incorporándolos a una dinámica mucho más compleja y estratificada. No obstante, los vencedores indiscutibles del último y único conflicto concluido, deben hacer frente, más que nunca, al legado envenenado de esa misma victoria: los enemigos hoy son, en buen aparte, los amigos de ayer (Sadam, Bin Laden), mientras que los viejos enemigos convertidos en aliados ("mi amigo Vladimir") traman en la sombra y apuestan sobre todas las mesas, tanto da que sean lícitas o ilícitas.
De esto se deriva que actualmente el éxito de la guerra y su posibilidad de análisis dependen mucho más de la concepción oriental, que ve la guerra como campo del engaño antes que como campo de la fuerza, un campo en el que se gana sin la batalla decisiva, o donde incluso se puede vencer sin combatir. Las teorías del estratega prusiano saltan hechas pedazos frente a las evidencias de un mundo complejo y globalmente entrelazado, y con ellas decaen también sus temas principales.
Por lo tanto, la guerra no es "la continuación de la política por otros medios". La guerra es la guerra. Una actividad humana, la más brutal, y, ante todo, una visión del mundo.
La ruptura vertical del frágil orden posterior a la guerra fría fundado sobre el derecho internacional presupone exactamente la voluntad monocrática e imperial de un puñado de golpistas tejanos decidida a fundar un nuevo orden encarnado sobre el miedo y la guerra como visión del mundo.
En un tiempo en el que ninguna guerra puede ser ganada y menos aún concluida, esta acción debe considerarse, al menos, como doblemente criminal.
La oposición multitudinaria y mundial al conflicto en curso atrae las ironías y las mofas de sus detractores "inteligentes", a causa de la opción pacifista intransigente, considerada como no realista, ingenua, utópica y por lo tanto perjudicial. No practicable y no propositiva. Pero, una vez más, se verán obligados a cambiar de opinión y a inclinarse ante la mirada profunda de este nuevo gigante que se muestra sobre la escena mundial, el único capaz de alcanzar la esencia de la verdad ensamblando mil millones de mentes.
"El realismo" de rechazo a la guerra, como forma de conocimiento renovado, como instinto de supervivencia de la especie, muy pronto aparecerá como el único antídoto posible a la infección mortal que se está propagando.
James Woolsey, ex-jefe de la CIA, con indudables misiones de gobierno en el Irak post-Sadam, nos preanuncia satisfecho tres o cuatro lustros de sangre. Quién sabe si es consciente de que una inevitable y trágica derrota se dirige corriendo a estrellarse contra la risa sarcástica del depredador.
En cuanto a nosotros, multitud atemorizada pero decidida, el tiempo y las modalidades de esta derrota, en la medida que sepamos ser protagonistas y no víctimas, serán las condiciones de nuestra supervivencia y de la supervivencia del propio planeta.

17/23 abril 2003: El otro nuevo orden mundial
Wu Ming 3 y Wu Ming 4

Ante el horror de las imágenes de los niños mutilados, ante las noticias de los pillajes, de los ajustes de cuentas calle por calle, linchamientos, marines que disparan sobre niños a los que toman por kamikazes, ante todo esto resulta, como mínimo, grotesco escuchar que "la guerra ha terminado". Ganada y terminada.
Esto es simplemente un ensayo de la "afganificación" de Irak. Ignoramos (aunque sea fácil imaginárselo) cuáles podría ser los costes humanos y políticos de la gestión de este "después" del que tanto se alardea. Y tenemos la sospecha fundada de que también lo ignoran los enloquecidos tejanos que se sientan en la sala de los botones de Washington. O que carecen de cualquier capacidad para evaluarlos.
Los planes anunciados por la administración Bush para Irak prevén un protectorado militar y político, con el propósito de proteger los intereses estadounidenses en la región. Al lado de los ministros-generales estadounidenses tendrá que alinearse una batería de diplomáticos iraquíes retornados del exilio, gente que no pisa el país desde hace treinta años. Bustos de madera que ofrecerán una apariencia de democracia exportada. El mismo papel cubierto por Karzai en Afganistán, un hombre-imagen que no gobierna el país y que da vueltas por Kabul (en verdad, por la parte de Kabul de la que, como mucho, podría considerársele Alcalde), escoltado por marines para evitar ser masacrado en el camino, como ya ha ocurrido con varios ministros de su gobierno fantoche. También allí la guerra ha terminado. También allí la guerra continúa.
Lo que Bush y sus socios ignoran es que los imperios coloniales no se construyen sólo con potencia de fuego y propaganda. El último imperio, el británico, no sólo contaba con la preponderancia militar y con una ideología, sino también con el conocimiento. El gang de los tejanos, no. Más bien rezuma ignorancia por todos sus poros. Las consecuencias pueden verse a simple vista.
También el imperio británico se autoasignaba un papel civilizador en los países "atrasados". La retórica que guió la sangrienta conquista de medio mundo por los ingleses no era muy diferente de la que ostentan hoy Bush y sus socios. No se trataba de exportar la democracia, sino la civilización; se trataba de ofrecer a los pueblos víctimas de su propio atraso la posibilidad de incorporarse al mundo "civilizado". Y a eso lo denominaron "la carga del hombre blanco". Sin embargo, no fueron los cañones de Su Majestad quienes abrieron a los ingleses tantas y tantas "vías hacia Bagdad". Los cañones llegaron en una segunda fase. Quienes abrieron el camino eran exploradores, aventureros sin escrúpulos, astutos funcionarios del Foreign Office. Gente como Livingstone, Burton, Lawrence. Gente que durante años recorría los territorios que después serían ocupados militarmente o convertidos en bases operativas del ejército británico. Profundos conocedores de las áreas del mundo de interés estratégico o económico, intentando entender los sutiles equilibrios entre las poblaciones locales, con las aprendieron a relacionarse y a conocer su lengua, sus usos y costumbres, su mentalidad. Fueron los James Brook y Lawrence de Arabia quienes pusieron los fundamentos de aquel imperio.
En 1915, cuando se trataba de sublevar a las tribus beduinas contra la dominación turca para preparar la ofensiva inglesa en Oriente Medio, Sir Archibald Murray, General para Egipto, fue excluido de las operaciones militares en Arabia y Mesopotamia porque él y su estado Mayor "carecían de la necesaria competencia etnológica ". El 11 de septiembre de 2001 sólo había en todo el Pentágono tres personas que hablasen árabe.
El proyecto neocolonial tejano marcha armado de una retórica "democratizadora" cada vez más enrarecida, cada vez menos eficaz, y, ante todo, sin la preocupación de conocer el mundo para poder dominarlo. La "carga" de la lucha contra el terrorismo se reduce a la exportación del terrorismo como nueva frontera de la política económica. Como si a la máquina bélica, al gigantesco aparato militar-industrial (con capital estadounidense, pero no solamente estadounidense), una vez caído todo velo ideal, no le quedase más opción que autojustificarse y evidenciarse. Al final de su recorrido, el neoliberismo no teme mostrarse en la plenitud de su origen y de sus intenciones.
Los señores del petróleo y de las armas, de la industria de la seguridad en el siglo XXI, favorecidos durante los veinte años de la belle epoque del discurso y de la práctica neoliberista, muestran ahora sus cartas y rechazan toda mediación. La lógica de la "enduring war" [guerra permanente] es la respuesta que los aventureros tejanos dan a su propio miedo, que ven con espanto como comienza a perfilarse el final de la civilización de los hidrocarburos. Junto a ellos se encuentran los aliados con los que comparten sólidos intereses financieros, o aquellos recogidos entre los residuos de la agonizante hegemonía anglosajona o en el innato servilismo de gobiernos cada vez más deslegitimados que alimentan la vana esperanza de hacer acopio de pequeñas cuotas de las ganancias de la guerra.
La superclase de los hidrocarburos y de las armas, ante la crisis recesiva, endémica y estructural que ella misma ha producido, protege su propio dominio imponiendo como solución la industria mundial de la seguridad y la necesaria creación de una enorme demanda que la sostenga. Transformar la patología en beneficio. El miedo como locomotora de la economía capitalista del siglo XXI.
El daño que esta gente infligen al planeta no es calculable; el proyecto, como toda autocracia tautológica, está destinado al fracaso.
Es necesario evitar que las consecuencias y las repercusiones, "las reacciones" provocadas por el despliegue de este feroz aparato, asuman la lógica del flujo de la deriva identitaria y militarista "antiamericana", como, en nuestro caso, podría ser el renacimiento de un nacionalismo europeo "renano" capaz de coadministrar las dinámicas de guerra fría. Hay que sustraerse a esta lógica.
Una vez más, la única ruta alternativa factible está esbozada por el antídoto que, desde su nacimiento, porta consigo el movimiento global contra la guerra y el neoliberismo, por la dignidad de los pueblos. Emprender la lucha en su punto más alto, el de la ruptura y la refundación de un nuevo orden internacional. Sin enrocamientos conservadores o nostálgicos, oponiendo otro modelo de relaciones internacionales, declarando la insosteniblidad económica y ambiental del sistema que gobierna la producción y la gestión de los recursos, proponiéndose sustituirle con instituciones nuevas, otro modelo de desarrollo, culturalmente mestizos, y una clase nueva dirigente del "saber hacer", del saber operativo, y del trabajo cognoscitivo. Una clase dirigente formada en la periferia y los barrios marginados de Bangalore o Sao Paulo, que durante estos años ha viajado por las autopistas y los nodos de la red global, de Seattle a Los Ángeles, de Londres a Praga, de Seul a Sidney.
La erosión del consenso interior, el rechazo de la militarización de la vida, asociado con un rechazo igualmente nítido a la ineluctabilidad del choque entre culturas y civilizaciones, constituyen ya el "anticuerpo" presente en un Occidente contaminado. Lamentablemente todo esto no es aún suficiente para garantizar la salud del enfermo y menos aún para hacer frente a las consecuencias del contagio.
No hay ninguna posibilidad de reconstituir ordenes y equilibrios basados en los resultados del segundo conflicto mundial. Cualquier actitud "resistencial", que mire al pasado y a la conservación de equilibrios e instituciones inservibles, es inadecuada y perdedora. Mirar a los ojos del enemigo, poner la mirada a la altura de su desafío, es la única actitud que ofrece una posibilidad a quienes se proponen enfrentarse a un ejército de vaqueros sentados sobre una montaña de barriles. El movimiento global ha nacido por ese motivo. El conocimiento de esta realidad es el origen mismo del movimiento.
La incapacidad estructural de la izquierda, en su compleja y desgastada maraña, para ponerse al ritmo de los tiempos y no replegarse sobre si misma en todos los temas planteados, es un dato irreversible sobre una institución moribunda, la izquierda de los siglos XIX y XX, que intenta torpemente transportar a una época desconocida pedazos, órganos, fragmentos de sí. Toda ulterior recriminación sobre las divisiones y ajustes de cuentas dentro y fuera de El Olivo y de sus viejas secretarías, debe considerarse una pérdida de tiempo. Sin una transformación radical, que derribe los fundamentos y modos de la reproducción política, e incluso sus presupuestos filosóficos, para adecuarlos al movimiento real, esa conexión histórica no tendrá ninguna posibilidad de reincorporarse al flujo de los acontecimientos.
El corazón late en otros lugares, en los suburbios en ebullición de Teherán y Buenos Aires. Es el aliento de la mente global para aliviar los efectos de la catástrofe anunciada.

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