Trasversales
Daniel Cohn-Bendit

¿Quo vadis, Europa?

Revista Iniciativa Socialista (primera época de la actual revista Trasversales) , número 64, primavera 2002.


Europa podría ver realizado hoy lo que hace 50 años era todavía un sueño. Debemos aprovechar esta oportunidad justo cuando esta unión está siendo más o menos cuestionada.

En efecto, deseamos ver cómo Europa persiste en sus esfuerzos hacia una unión política completa, rechazando reducirse a un sistema administrativo. Si nos parece deseable que los pueblos europeos compartan una visión común, debemos, desde ahora, abonar el terreno de los próximos 50 años.

Sólo así la construcción europea podrá continuar. Por una parte, en la Unión, donde la dinámica de integración se afirmará con más fuerza, y, por otra, hacia el exterior, gracias, sobre todo, a una ampliación más o menos rápida hacia los Estados de la Europa central y oriental así como a los países balcánicos.

Este proceso exige que Europa responda a ciertas preguntas: la de su identidad y la de su futuro, dos elementos indisociables y directamente ligados a la cuestión de la identidad y el futuro de las personas en Europa. Sabiendo, por otra parte, que europeos son tanto los de hoy como los de mañana, tanto los nacidos en Europa como los inmigrantes, así como sus descendientes.

¿Qué es Europa? ¿Quiénes son los europeos? La Europa del año 2000 es una Europa que apenas comienza a percibirse en tanto que unidad. Es una Europa que, poco a poco, supera los conceptos de unidad geográfica, de mosaico de naciones concurrentes o de zona de libre comercio donde la moneda es, en parte, común.

¿Por qué esto es así? Porque han ocurrido tales desmoronamientos históricos que los europeos han podido sacar lecciones así como alimentar visiones.
 

El consenso de las madres y de los padres de Europa

Hace justo cincuenta años que las madres y los padres de Europa, desde Schumann, Monet y Adenauer hasta Gaspari, comenzaron a ver más allá del Estado-nación para considerar un proyecto de unión europea. Habían vivido la Segunda Guerra Mundial en la que Alemania resultó vencida y destrozada. Incluso la viejas potencias europeas, como Inglaterra y Francia, tomaron conciencia de sus límites y sólo aliándose a las nuevas grandes potencias de la época, los Estados Unidos y la Unión Soviética, pudieron vencer a la Alemania nazi. Por otra parte, el colonialismo tocaba irremediablemente a su fin, lo que las destituía de su papel de potencias mundiales. No les quedaba más remedio que concentrarse sobre Europa, constatando, sin embargo, que les estaba prohibido plantearse ser las potencias hegemónicas. Esta situación, combinada con el aplastamiento de Alemania, dio origen a una evolución democrática e igualitaria en el viejo continente. De aquí nace también la idea de Europa a través de un movimiento de integración que, en este continente fracturado, en principio solamente afecta a la Europa occidental.

La terrible experiencia sufrida durante las dos guerras mundiales que se sucedieron en el espacio de medio siglo no podía desembocar más que sobre el siguiente proyecto: garantizar la paz a través de la integración. Naturalmente, esta integración se inicia en el terreno económico.

Había, pues, intereses comunes evidentes. Sin embargo, hacía falta definir un terreno donde situar un punto de encuentro para los pueblos europeos, enemigos de ayer, una visión que pudiera dar cuerpo a su representación de unión, un discurso político que les permitiera determinar sus puntos comunes.

Conscientes de la experiencia de dominación de la Alemania nazi y del Imperio soviético, esta Europa occidental de la postguerra eligió adoptar una posición antitotalitaria. Dicho esto, hay que constatar que, desgraciadamente, todo debate relativo a estos dos sistemas totalitarios corre el riesgo de verse reprochado de relativizar uno de los dos fenómenos totalitarios por el otro, de negar incluso su singularidad, por el simple hecho de compararlos. Y esto es un error. En efecto, la descripción de estos dos sistemas no conduce, de ninguna manera, a su relativización si se ha delimitado bien la naturaleza propia de cada uno así como la forma bajo la cual se tradujeron concretamente.

El denunciado paroxismo del horror en la dominación nazi, inaudito en la historia del mundo, se desprende del hecho de que se intentó exterminar a pueblos enteros en nombre de un proyecto aprobado y sostenido por la mayoría de la sociedad alemana. Además, el hecho de que este terror y las convicciones subyacentes que lo hicieran posible haya podido devenir la ideología dominante sacudió completamente los espíritus. Por el contrario, en la Unión Soviética las fuerzas que en un principio fueron puestas en marcha para luchar contra la pobreza y la desigualdad social hundían sus raíces en un ideal moral. Sin embargo, rápidamente bascularon hacia un sistema de opresión y de exterminación en una sociedad dominada por delatores y perseguidores.

A despecho de todas estas diferencias que las oponen, y a pesar de las características específicas del horror que generaron y la singularidad de sus perspectivas ideológicas respectivas, estos dos sistemas totalitarios se emparentan en diversos planos: negación del individuo y de su valor, obstaculización de su pleno desarrollo, subordinación y secuestro del futuro de cada uno por los dirigentes, inexistencia del sistema parlamentario y de la separación democrática de poderes.

Al contrario, la renovación de naciones europeas tales como Francia, el Benelux, Italia y Alemania se basó en la prioridad del respeto al individuo, que debía poder desarrollarse libremente en una sociedad responsable y solidaria. Este consenso podría definirse como sigue: nosotros, países europeos, defendemos el principio de autodeterminación de los pueblos y el derecho del individuo para disponer de sí mismo según los fundamentos antitotalitarios que son los nuestros.

No perdamos de vista esto: Francia y Alemania, dos países que, de hecho, no tenían nada en común salvo el hacerse la guerra, llegaron a encontrar un terreno de entendimiento para elaborar su futuro en común.

Esta primera piedra puesta por la Unión Europea, todavía en vía de construcción, supuso una suerte de visión que exigió gigantescos esfuerzos a sus ciudadanos. Se les pedía no solamente asumir las contradicciones inherentes a sus respectivas heridas, sino también reconocer que, a pesar de todo, sólo juntos serían capaces de llegar a algo.

Como Albert Camus escribía en 1944 a un amigo alemán:

"Cuando dicen ustedes Europa, piensan: 'Tierra de soldados, granero de trigo, industrias domesticadas, inteligencia dirigida.' ¿Voy demasiado lejos? Pero sí sé que cuando dicen Europa, aun en sus mejores momentos, cuando se dejan llevar por sus propias mentiras, no pueden por menos de pensar en una cohorte de dóciles naciones dirigidas por una Alemania de señores, hacia un futuro fabuloso y ensangrentado. Me gustaría que captase usted bien esta diferencia. Europa es para ustedes ese espacio rodeado de mares y montañas, perforado de minas, cubierto de mieses, donde Alemania juega una partida en la que está en juego su destino. En cambio, para nosotros es esa tierra del espíritu en la que desde hace veinte siglos prosigue la más asombrosa aventura del espíritu humano." (Albert Camus, "Carta a un amigo alemán", en Obras completas, tomo 2, Alianza 3, pp. 602-603)

Dudaba, no obstante, de la capacidad de Alemania para distanciarse de esta posición.

Cincuenta años después, Jorge Semprún tendría que hablar de otra dimensión de los alemanes en Europa, dimensión que explica, sin ninguna duda, sus convicciones europeístas actuales:

"La singularidad de Alemania en la historia de este siglo es manifiesta: es el único país europeo al que le ha tocado vivir, padecer, y asumir críticamente también, los efectos devastadores de las dos iniciativas totalitarias del siglo XX: el nazismo y el bolchevismo. Ya se encargarán los sabios doctores en ciencias políticas de señalar o de destacar las diferencias específicas indiscutibles entre ambas iniciativas. No es éste mi propósito, ahora, en este instante en que recuerdo, en mi habitación del Hotel Eléphant, la nieve que ha caído sobre mi sueño. Mi propósito consiste en afirmar que las mismas experiencias políticas que hacen que la historia de Alemania sea una historia trágica, también pueden permitirle situarse en la vanguardia de una expansión democrática y universalista de la idea de Europa. Y el emplazamiento de Weimar-Buchenwald podría convertirse en el lugar simbólico de memoria y de futuro." (Jorge Semprún, La escritura o la vida, Tusquets, p. 326).

No es muy determinante conocer si ésta fue claramente la actitud de las sociedades alemana, francesa u holandesa, o si cualquier otro pueblo europeo había tomado consciencia de ello. La mayoría de las elites políticas, ellas sí, abrazaron rápidamente la idea antitotalitaria.

Nos está permitido avanzar un poco más lejos partiendo del pensamiento de Semprún: Europa debe sacar las conclusiones que se imponen de la experiencia de los cien últimos años para poder realizar su visión de paz y de justicia. Éste es el único medio para encontrar una verdadera respuesta a las preguntas que nos planteamos sobre nuestro futuro.
 

Una Constitución para una Europa unida

La Unión Europea comprende hoy 15 países, unidos alrededor de un proyecto de cooperación económica y de paz, preocupados por asegurar a sus ciudadanos la libertad de comercio, la seguridad en el interior de las fronteras de la Unión así como una multitud de derechos. Pero las cosas deben progresar. Para estar a la altura del papel que juega en la historia, Europa no puede contentarse con ser una comunidad mercantil que reúne Estados con disparidades sociales enormes. Si Europa desea continuar asegurando la paz, la justicia social, la libertad, los derechos del ciudadano, el equilibrio ecológico y la estabilidad, debe, no solamente aceptar la incorporación de nuevos países europeos, sino igualmente trabajar por la integración cada vez más firme de sus miembros, de manera que toda vuelta atrás sea impensable.

Para esto, Europa tendrá que optar por una Constitución europea. Estoy íntimamente persuadido. Si Europa no quiere reducirse a una multitud de tratados multilaterales, si pretende ser una entidad al servicio de intereses comunes –comenzando por las cuestiones relativas a las políticas exterior, de defensa y económicas, sin perder de vista la necesidad de ampliar sus ámbitos- y si, en fin, Europa desea verdaderamente encarnar una visión de la sociedad, una visión de la paz y del entendimiento entre los pueblos, tendrá necesidad de su propia Constitución.

En esta fase, me parece importante insistir sobre el sentido de mis palabras: estoy convencido de que una Constitución de esta naturaleza no conduce de ninguna manera a un reforzamiento del "eurocratismo", sino que, al contrario, constituye una condición necesaria, incluso indispensable, para la instauración de una Europa al servicio de las personas y de las culturas.

Una Constitución europea debe comportar dos aspectos:

- Por una parte, un entendimiento entre los europeos sobre la orientación que desean dar a su vida comunitaria. Un acuerdo que defina los valores juzgados fundamentales y portadores de todo lo que caracteriza la identidad común europea, abarcando, por tanto, desde las promesas de paz y de unidad económica formuladas por los padres y madres de Europa hasta la garantía de un Estado social. Este acuerdo será algo así como una Carta magna, un cuaderno europeo de valores y derechos fundamentales. Esta Carta deberá, sin embargo, ser más innovadora y audaz que la que nos han propuesto hasta ahora.

- Por otra parte, Europa necesita una idea motriz, un plan que defina el funcionamiento del proyecto. Pues, créanme, nos dirigimos a una vía muerta si no cambiamos nada de la situación actual, a saber, el principio de unanimidad, el papel del Consejo de la Unión, la regla que fija el número de comisarios -que no podrá superar cierta cota sin paralizar el funcionamiento de la Comisión-, el papel del Parlamento y la Corte de Justicia europeos. La estructura existente no permite ni siquiera asegurar los cimientos de la Unión actual. Es absolutamente inviable en un proyecto de ampliación a nuevos países. Europa está obligada a organizar su soberanía, y, para esto, debe definir el reparto de las competencias institucionales.

Europa debe, de forma imperativa, consagrarse a la instauración de esta Constitución europea. El proyecto podrá estar realizado de aquí al año 2005, justo antes de la integración de nuevos Estados. Es absolutamente indispensable dado que, y tiendo a repetirme, sin ajustes estructurales la UE, ya mal asegurada, no podrá encarar la llegada de nuevos Estados.

Los debates alrededor de la Constitución permitirán, por otro lado, abordar temas que están más allá del marco que presenta hoy la UE. Si queremos dotar a la Carta magna europea de un fundamento válido, tan sólido y detallado como sea posible, susceptible de desafiar los cincuenta próximos años, habrá que asegurar que los Estados candidatos a la integración participen en los debates sobre los acuerdos fundamentales.

Todas estas reflexiones nos llevan a la conclusión de que no hay tiempo que perder y que los debates sobre la Constitución deben avanzar lo más rápidamente posible. Todo esto confirma lo que he dicho más arriba: Europa es algo más que una simple región económica pacífica. Ha pasado a ser la representación política de una coalición antitotalitaria de los pueblos que la componen.
 

La comunidad solidaria

Además, y contrariamente a lo que pasa, por ejemplo, en los Estados Unidos, Europa ha optado por un consenso específico fundamental: la responsabilidad de la sociedad y del Estado en la protección de los ciudadanos.

También el consenso fundamental de los Estados Unidos se refiere a los principios de libertad y antitotalitarismo. Pero se trata de una concepción ultraliberal, que podríamos calificar como "dura". Los Estados Unidos que, por un lado, consideran que el desarrollo de cada cual, en un contexto de igualdad de oportunidades, es un bien absoluto, por otro, están dispuestos a aceptar una injusticia flagrante entre los ciudadanos, llegando a una pobreza y precaridad extrema.

En Europa es otra cosa. Posiblemente esta actitud se remonta a la historia de la lucha de clases, a la experiencia adquirida en el pasado, al haber constatado que hay que pelear mucho para lograr una cierta prosperidad y que, en consecuencia, los logros sociales merecen ser defendidos. En el espíritu europeo, la igualdad exige sistemas compatibles con los derechos sociales sin los cuales no se puede hablar con propiedad de justicia social, ni sentar las bases para un desarrollo personal accesible a todos.

La democracia social es el denominador común de los países de Europa, y la sociedad solidaria uno de sus rasgos distintivos; desde el cabo Norte en Finlandia hasta Sicilia, con algunas variantes y bajo terminologías diferentes. No olvidemos que este valor compartido por todos los países de Europa es lo que constituye su identidad común al tiempo que la refuerza.

La democracia social debe pues consignarse imperativamente en una gran Carta europea ya que representa un elemento fuerte de la política europea y se sitúa más allá del puro y simple libre cambio.

Aquí se perfila un compromiso histórico delicado entre las naciones de tipo estatalista, como Alemania o Francia, y las naciones cuya referencia es la ciudadanía, como el Reino Unido, donde la noción que predomina es la de contrato. El acuerdo deberá ser posible ya que las naciones de tipo estatalista están cada vez más convencidas de la aptitud del individuo y de los grupos sociales para suscribir un contrato, y las naciones de ciudadanía fuerte, como Inglaterra, están cada vez más persuadidas de la necesidad de respetar los convenios internacionales sobre derechos humanos.

Así pues, los europeos están siendo invitados a pronunciarse sobre las decisiones tomadas por la Unión justo cuando éstas son objeto de un cierto escepticismo. Debería existir una Carta Magna europea, ante todo para consolidar la dimensión política de Europa, como visión y como proyecto. Desde luego, no podrá ser introducida simplemente mediante una convención, ya que la misión de ésta es estimular a los europeos en este proyecto.

Solamente una unión política definida por el texto de una Constitución y apoyándose sobre una Carta de los derechos fundamentales puede alcanzar los objetivos políticos apuntados.
 

Europa debe imponer los intereses europeos

Los recientes acontecimientos históricos nos han confirmado que, privada de una dimensión política, Europa no será nunca lo suficientemente poderosa para garantizar por sí sola la libertad y la paz en su propio continente.

Los europeos y Europa se dieron cuenta durante la guerra en la exYugoslavia. Esta constatación fue dolorosa y fueron muchos los europeos que la pagaron con su vida. En esta guerra Europa no tenía ningún peso político; vista la divergencia de posiciones en su seno no pudo intervenir para cambiar el curso de las cosas o para parar la guerra. Esta divergencia de intereses de los Estados europeos ha primado sobre una toma de posición propiamente europea. En ese momento, la idea de una política común europea estaba fuera de lugar. Las alianzas del pasado condicionaron las tradiciones todavía vivas, las que ligaban a Francia e Inglaterra con Serbia o a Alemania con Croacia, e impidieron, parece ser, toda solución política del conflicto.

Esa falta de entendimiento tuvo graves consecuencias; adhiriéndose finalmente a la posición alemana y reconociendo la independencia de Croacia, Europa perdió la única oportunidad de resolver el conflicto de los Balcanes. No porque se equivocaran al aceptar que los croatas que deseaban separarse de Yugoslavia proclamaran su independencia. El error vino del hecho de no pararse a considerar al mismo tiempo el vasto y complejo problema de las minorías, particularmente dentro de las fronteras de Croacia, de Bosnia y de Serbia, pero sobre todo en la República de Krajina, enclave serbio en Croacia, recorrida por tensiones étnicas diversas, o, incluso, el peligro corrido por los albaneses instalados en Kosovo, en suelo serbio. En fin, habría que haber tomado en cuenta con más atención todos estos puntos tan sensibles.

Si se tuvo razón al rechazar las pretensiones étnicas de la nación serbia, no ocurrió lo mismo aceptando las de Croacia. Europa hubiera debido exigir garantías jurídicas serias para las minorías étnicas, ahorrándoles vivir la suerte de las poblaciones desplazadas y obligadas a huir. Es lícito pensar que podría haberse evitado la guerra o, al menos, la pesadilla de Srebrenica.

Europa tenía que haber considerado lo bien fundado de la constitución de un nuevo Estado, antes de reconocer su creación. Europa tenía que haber comprendido que más allá de la soberanía nacional existe una soberanía ética que autoriza un compromiso en nombre del bienestar de las personas, independientemente de las fronteras nacionales.

La lección a extraer de todo esto es más bien amarga, pero asimismo importante: el interés europeo no es simplemente la suma de los intereses nacionales, todo lo contrario. Concretar la idea de la Carta magna, o de otro documento, que defina los objetivos comunes que se ha fijado la UE, permitirá afirmar de conjunto la dimensión política de Europa. Obligada a reflexionar sobre su razón de ser, Europa se liberaría del estrecho marco de las preocupaciones administrativas y burocráticas.

Confiando a Javier Solana la representación de sus intereses en materia de seguridad y de política exterior, la UE ha realizado un gesto simbólico pero, desgraciadamente, cayendo en un contrasentido: un representante de Europa debe asentarse sobre una legitimidad propiamente europea y para eso debe ser miembro de la Comisión. No es suficiente que esté designado por los gobiernos europeos.
 

Europa necesita instituciones de carácter democrático reconocido

El ministro de Asuntos Exteriores alemán pronunció en la Universidad Humboldt de Berlín un discurso resaltado con justicia. En él se mencionaba la segunda exigencia que debe cumplir la Constitución europea, además de la elaboración de la Carta magna europea: para poder funcionar, Europa debe no solamente pensar en ampliarse, sino igualmente acometer una reforma indispensable de sus estructuras.

El buen funcionamiento de la Europa de los 15 está ya hoy seriamente tocado: el principio de unanimidad frena cualquier progresión y el poder ejecutivo europeo no consigue liberarse de la burocracia administrativa al servicio de los intereses nacionales. El poder ejecutivo debe, necesariamente, llegar a ser el motor político de Europa.

Para esto, el poder de la UE tiene que dejar de estar ligado a poderes gubernamentales que deben ser transferidos a una Comisión que responda a criterios democráticos. El Parlamento controla a la Comisión y la Corte de Justicia europea garantiza el respeto del derecho europeo. Europa debe dar participación a su pueblo en debates concernientes a la distribución de poderes y a la legitimidad democrática.

Europa tiene una necesidad urgente de debatir la cuestión de la Constitución. La idea ha sido lanzada por Joschka Fischer y ahora se trata de hacerla avanzar.

Permítanme decirles cómo Europa puede ir hacia delante, cómo puede evitar la esclerosis y cuáles son sus verdaderas oportunidades. He pensado en el modelo siguiente:

El poder legislativo europeo estaría asegurado por dos Cámaras. La primera sería el Parlamento Europeo, elegido directamente por el pueblo europeo. La competencia legislativa de este Parlamento sería tal que todos las temas relativos a los intereses de Europa serían allí debatidos y resueltos. Pero nada más. Dicho de otra forma, el principio de subsidiariedad sería respetado punto por punto en todo lo que no se inscribiera en el marco de la competencia europea, siendo competencia de los parlamentos nacionales o regionales.

La experiencia nos demuestra que los políticosa tienden a exceder el ámbito de sus competencias. Por tanto, hay que controlarlos, cosa que, a mi entender, podría ser hecha por una segunda Cámara, que podría hacerse también garante, en cierto sentido, del principio de subsidiaridad. Los miembros de esta Cámara no serían elegidos directamente, sino a través de los representantes de los parlamentos nacionales y regionales. Paralelamente al modelo del Senado norteamericano, la representación de esta segunda Cámara sería de tipo paritario y no proporcional a la demografía de cada país. Tendría como misión representar los intereses de los diferentes Estados.

Entiéndase bien que que no serían los gobiernos los que estarían representados en estas dos cámaras, hablamos exclusivamente de parlamentarios elegidos por el pueblo, situación que no sólo reforzaría su legitimidad democrática, sino que consolidaría la identificación de los ciudadanos con sus representantes. Es esencial que en la Europa de mañana los ciudadanos puedan identificarse más estrechamente con sus instituciones.

La Corte de Justicia europea deberá, en su calidad de depositaria del poder judicial y guardiana de la Constitución europea, poder afirmar su posición de garante del conjunto de la construcción de la UE. En particular deberá velar no solamente por las competencias constitucionales entre los diversos parlamentos, sino de igual manera por los derechos de los ciudadanos.
 

El gobierno a elegir para Europa

La forma de gobierno y de gobernanza a adoptar serán los elementos clave para la Europa del mañana. El gobierno europeo no será un gobierno relegado a un segundo plano. Liberado de la tutela de los intereses nacionales de los diversos Estados miembros, se consagrará a los intereses propiamente europeos. El ejemplo de la guerra en Bosnia me permitió evocar las consecuencias del sometimiento de Europa a los esquemas nacionales que, irremediablemente, la conducen a su perdición.

Es aquí donde reside toda la diferencia entre la Europa de mañana y la del presente. Actualmente, el Consejo de la UE, compuesto por ministros de los 15 Estados miembros, es, de hecho, el gobierno de la Unión Europea. Este Consejo no es más que un órgano que representa los intereses nacionales y a eso se atiene.

Además, el primer objetivo de este Consejo de miembros de los gobiernos nacionales es precisamente afirmarse en tanto que tales. Para esto recurren a una especie de mito por el que tendrían que defender a sus nacionales contra un "invasor insondable" bautizado como "Europa" , cuando, en realidad, ellos son los únicos protagonistas del drama. Incluso si el mito ha jugado un papel esencial en la historia de nuestras civilizaciones, y sabemos qué papel puede jugar todavía en la memoria y la consciencia colectiva, yo me permito expresar ciertas dudas en cuanto a su utilización en el caso que nos interesa. Tomemos un ejemplo: en el seno del Consejo se toman decisiones complejas y conflictivas, como las que afectan a la política agrícola; una vez que estas reuniones en la cúspide han terminado, cada uno vuelve tranquilamente a su país y sus ciudadanas y ciudadanos oyen decir que "Bruselas" ha vuelto a tomar decisiones no razonables. "Bruselas" aparece entonces como esa cosa abstracta y fuente de heteronomía, esa encarnación del "eurocratismo ciego", esa dimensión insondable de Europa y es así precisamente, y a menudo deliberadamente, como se la presenta. Evidentemente, sobre estas bases no puede desarrollarse una política verdaderamente europeísta.

Una Comisión con mayores poderes, que asuma la función de gobierno europeo, debe, por tanto, reemplazar al Consejo. Esta Comisión tiene que pensar en claves europeas, liberarse de la política hecha al servicio de cada Estado para llegar a ser un órgano fuerte al servicio de Europa.

Esta evolución exige la introducción de reformas decisivas: los comisarios no deberán ser delegados por los gobiernos. El solo hecho de ser nombrado no constituirá una legitimidad suficiente. Es indispensable que los comisarios estén dotados de una verdadera legitimidad democrática, que supere la situación actual en la que los miembros de la Comisión están sujetos a un dilema comparable a los del Consejo, ya que están demasiado sometidos a las presiones de los intereses nacionales e insuficientemente reconocidos por la ciudadanía europea.

Recapacitemos un instante sobre los presidentes que se han sucedido en la Comisión. ¿Cuántos habrían obtenido su mandato por voto directo? Todo ese barullo indigno alrededor de su designación no favorece la acogida que los europeos les reservan y no contribuye a reforzar su legitimidad. De todo esto resulta que los presidentes de la Comisión no tienen la última palabra en un conflicto con los gobiernos nacionales. Por lo tanto, tendremos que llegar a ese objetivo si queremos que Europa pueda afirmarse vis-a-vis ante los gobiernos nacionales.

Propongo, en este sentido, introducir una reforma radical de la Comisión, en la que su misión sea, por una parte, consolidar el poder del gobierno de la UE y, por otra, ser expresión de los intereses de Europa. Al mismo tiempo, deberá renunciar a ejercer un dominio exclusivamente administrativo y cumplir una función política.

Dicho Gobierno, potente y activo, que actúa en nombre del interés común europeo y que se sitúa al mismo nivel que los gobiernos nacionales, o por encima de ellos, obtendría, seguramente, por parte de los ciudadanos, la confirmación de su razón de ser.
 

"Ladies and Gentlemen: The President of the United States of Europe"

Según creo, existen dos vías que permitirían llegar a esto:

En primer lugar: la elección directa por sufragio universal del Presidente de la Comisión. Esta elección podría ser matizada por la elección de un colegio electoral que represente proporcionalmente a los diferentes Estados miembros.

En este contexto, el modelo político de los Estados Unidos merece un análisis: el presidente se legitima democráticamente. No toma decisiones que conciernen a los asuntos de los Estados, pero sí en lo referente a política exterior, seguridad, medio ambiente y política social.

En segundo lugar: la organización de un escrutinio proporcional sobre la base de listas electorales europeas unitarias, es decir, transnacionales. En el momento de las elecciones europeas, los electores tendrían, de hecho, dos papeletas. Con la primera elegirían los miembros del Parlamento Europeo y con la segunda al Presidente de la Comisión.

El Presidente de la Comisión Europea sería el cabeza de lista de la candidatura europea que obtenga el mayor número de votos. Concretamente, esto quiere decir que en una de estas listas, los conservadores europeos habrían elegido un líder que hubiera podido ser -para no ofender a nadie citemos a políticos del pasado europeo- Helmut Kohl, por ejemplo. Para los socialdemócratas europeos, quizás Felipe González. Para los verdes europeos... ya lo han adivinado.

Sería necesario que el Presidente, después de haber consultado al Consejo, forme su propuesta de gobierno, el poder ejecutivo, es decir la Comisión, y la someta a la ratificación del Parlamento Europeo.

Todo esto nos lleva a la siguiente visión: los ciudadanos, en calidad de ciudadanos europeos, elegirían a aquellos que deberían representarles en las instituciones europeas por sufragio universal directo y estos mismos ciudadanos, en calidad de ciudadanos nacionales, estarían representados por una segunda Cámara que garantizaría, como se dijo anteriormente, el respeto al principio de subsidiariedad.
 

Referéndum: drama y democracia

En un primer momento, este método reforzaría las estructuras europeas ante las estructuras nacionales. Seguidamente, crearía la tensión política necesaria para la política europea, ya que, en efecto, la población asumiría su parte de responsabilidad en la composición de las instituciones europeas, que, como contrapartida, ganarían legitimidad. Los ciudadanos harían de Europa un tema de conversación diferenciado de los intereses nacionales, dotado de dimensión específica.

Considero evidente que tanto esta nueva concepción de la política europea como la Constitución europea deben reservar nuevos derechos específicos para los ciudadanos europeos. En particular, pienso en el derecho de iniciativa parlamentaria por medio de referéndum y en la integración de las ONGs en el proceso de elaboración de las políticas europeas relacionadas con su ámbito de actuación. Debe servir de referencia y ejemplo el modelo de transparencia adoptado por la Convención en la elaboración de la Carta de Derechos fundamentales, proceso para el que se abrió un sitio en Internet, actualizado regularmente, en el que se encontraban, entre otros, todos los documentos utilizados en la elaboración de esta Carta y donde podía seguirse su evolución y los comentarios aportados.

Es primordial que la nueva Constitución sea objeto de debate en todos los países miembros y que dé lugar a un plebiscito. Estoy pensando en una verdadera consulta popular, no en una votación en el seno del Parlamento, ya que Europa sólo puede evolucionar si los pueblos la hacen verdaderamente suya. De esta forma, los pueblos europeos se encontrarían en condiciones de tomar en sus manos su propio futuro. Supongamos que un país rechaza esta Constitución. Entonces, debe retirarse. Una consecuencia triste, quizá, pero ineludible, ya que Europa no es el modelo de un sistema inclinado a violar la autonomía de los pueblos.

Este referéndum no solamente daría dinamismo político al proyecto de Constitución, sino que permitiría igualmente que el conjunto de la colectividad europea se apropiase de su historia. No perdamos de vista que la puesta en escena política de las decisiones europeas y de los procesos de votación condiciona la emergencia de un espacio público europeo, lugar por excelencia para la expresión de una democracia europea.

Se trata de poner en marcha, desde hoy mismo, las iniciativas precisas para llegar a esta Europa fuerte y unida. Como ya he tenido la ocasión de resaltar, esta reforma interna debería estar terminada lo suficientemente pronto como para permitir la acogida de nuevos miembros, no más allá del año 2005.
 

El núcleo duro de Europa, ¿qué quiere decir eso?

Este avance es muy lento. Aunque la necesidad de reformar las estructuras ha sido comprendida hace ya bastante tiempo, se han hecho muy pocas cosas y todas las restructuraciones son lentas y pesadas. El proceso de integración necesita una nueva dinámica y tenemos derecho a preguntarnos quién intervendrá en él.

La respuesta es evidente: todos los miembros de la UE que lo deseen. Teniendo en cuenta el contexto histórico, los primeros que vienen a mente son los países del Benelux, Francia, Italia y Alemania, mientras que podemos imaginarnos las dificultades de Gran Bretaña para aceptar esta evolución, actitud que puede provenir, quizá, del carácter insular del país, lo que explicaría el euroescepticismo de los británicos, pero que también está ligada a una concepción histórica de la sociedad: el Reino Unido no tiene Constitución y se arregla bien sin ella.

Pero, a fin de cuentas, habrá que encarar la remodelación de Europa sin la ayuda de los británicos y si, en un primer momento, no desean coloborar en la faena, habrá que comenzarla sin ellos. En estas condiciones, no doy más vueltas al tema de cuál es el núcleo de Europa, porque, tomando como referencia la experiencia adquirida a lo largo de mis numerosos años de acción política, sé que una iniciativa no puede recibir desde el comienzo el asentimiento de todos, aunque esto no impide que muchos se unan a ella posteriormente, antes o después. Sin duda, Gran Bertaña formará parte de ese grupo el día que hayamos logrado superar las diferencias político-culturales entre las sociedades de los Estados y las sociedades de los ciudadanos.

Lo que me parece importante no es que haya o no un núcleo duro de Europa, sino el derecho a participar activamente en el reforzamiento de Europa, a partir de hoy mismo. Ahora bien, no debemos perder de vista que una Constitución europea debe prever decisiones por mayoría cualificada. La doble mayoría, por número de Estados y por número de habitantes, me parece la solución más justa y más sencilla.
 

De la ética de la soberanía a la soberanía ética

Efectivamente, es absolutamente necesario que las decisiones puedan ser tomadas por una mayoría cualificada si se quiere reempalzar la polícia de intereses, con los dilemas que la acompañan, por una política propiamente europea.

Esto, dígase lo que se diga, no significa el fin de la soberanía nacional. Muy por el contrario. Para poder esperar un progreso hacia un ámbito de soberanía nuevo y superior, es preciso afirmar una soberanía europea que se apoye sobre valores comunes. Si la política europea se construye sobre un fundamento ético, definido por la Carta magna europea, la evolución de la soberanía nacional quedará asegurada.

La soberanía europea será una soberanía ética, al servicio de ideales, fundamentos de la unión europea. A saber, la instauración en Europa de una sociedad solidaria, antitotalitaria y ecológica.

Una Europa que encarne la idea del desarrollo sostenible y el principio de responsabilidad ante el porvenir volvería la espalda a las ideologías neoliberales del momento. No se trata de cuestionar la economía de mercado, sino la predominancia del mercado y de sus leyes. Tras el mito del Estado salvador, rechazamos el mito del mercado salvador.

La nueva soberanía europea parte de la hipótesis de que lograremos obtener la intervención del sector público y de que seremos capaces de impulsarle y de controlarle. Sólo podremos canalizar la burocracia europea, en crisis de crecimiento, si convertimos a los intereses públicos europeos en un tema político de intervención pública.

Las cosas claras. De hecho, no se trata de suprimir la soberanía nacional sino de ampliarla. No obstante, la soberanía nacional tiene sus límites. Cuando en un país hay una comunidad que corre el riesgo de ser exterminada, entonces debe intervenir una soberanía ética superior que no solamente tiene el derecho, sino también el deber, de interponerse para poner fin a esta tiranía de la política interior del país en cuestión.

Semejando consenso, alimentado por una soberanía ética, permitiría a una Europa así concebida tener una sola voz, con ánimo de pacificación, en conflictos como los que han tenido lugar en Yugoslavia, antes de que sea demasiado tarde.

Pero vayamos más lejos. Es absolutamente necesario que la ayuda a los países más pobres y a los que están en vía de desarrollo sea, a partir de ahora, pensada según este consenso y estos criterios, sin someterse a las exigencias de los intereses nacionales. La dimensión "ética" de la soberanía europea permite fijarse tales objetivos y realizarlos, tanto en Europa como, por ejemplo, en África.

Es útil constatar que los estados europeos, grandes o pequeños, están cada vez menos capacitados para defender por sí solos su soberanía nacional. Corresponde a Europa, en nombre de la soberanía europea, la tarea de asegurar a todos el mantenimiento de su soberanía, sean cuales sean los ámbitos políticos afectados: seguridad, moneda, medio ambiente, lo social en algunos casos, etc.
 

Orientaciones sociales y ecologistas de la mundialización

Me gustaría abordar el fenómeno de la mundialización, en pleno auge. Ante este proceso ineluctable de globalización de la economía de mercado, resulta urgente reconsiderar el papel de Europa. Creo poder afirmar que solamente Europa -es decir, la UE- cuenta con los criterios y con la fuerza política que permiten intervenir para estructurar y canalizar este movimiento y dar una orientación social y ecologista a la mundialización.

Es evidente que hay que regular el mercado mundial, controlar las transacciones financieras a escala planetaria y abrir los mercados a los países en vía de desarrollo. Disponemos ahora de convenios internacionales para la protección del clima. Río, Kyoto y La Haya marcan las etapas de esta innovación a nivel mundial. Disponemos igualmente de convenios internacionales para la protección del trabajo, para asegurar la igualdad de sexos y proteger a los niños. Es indispensable integrar todos ellos en los acuerdos de la Organización Mundial del Comercio (OMC) para regular el mercado planetario. La UE, por tanto, debe defender sus objetivos sociales y ecológicos durante las negociaciones de la OMC, a falta de lo cual esta organización corre el riesgo de reducirse a un órgano al servicio de los grandes grupos económicos y financieros. El impacto de las manifestaciones (Seattle, por ejemplo) contra la OMC y el miedo a la mundialización y a sus injustas consecuencias están presentes y nos mantienen despiertos. Asegurar un comercio mundial social y ecológicamente equitativo es un imperativo que debe formar parte de los objetivos primordiales de Europa. En este contexto, también resulta indispensable implicar a las empresas que deseen respetar el porvenir en su dimensión ecológica y social. Estoy pensando, especialmente, en la nueva práctica emergente del comercio ético mantenido por algunas empresas cuyas inversiones no son indiferentes a los problemas ligados a la gestión de recursos, al ahorro de energía, a los programas orientados hacia la protección de los climas, etc.

Desearía añadir otra cosa. ¿Quién ha dicho que debemos pagar en dólares nuestras facturas de energía, petróleo o gas natural? ¿Es que la UE sería, a pesar de su potencia económica, tan débil políticamente que no podría imponer el euro como medio de pago en sus transacciones? Dado que estamos obligados a dar apoyo financiero a Rusia, podríamos pagar en euros el gas y el petróleo que le compramos, y podríamos actuar también de modo semejante con Argelia e Irán en el marco de los contratos de cooperación y de los acuerdos de asociación.

Solamente una Europa con determinación y segura de su fuerza política, capaz de escoger las estructuras que le convienen, podrá subsistir ante la predominancia cultural y política de los Estados Unidos. Fondos de pensiones, capitales flotantes y especulativos, todo corre hacia el polo considerado como dominante. Hay que desembarazarse de los prejuicios que subordinan a EE.UU. todo lo político, económico y cultural. Tenemos que dotarnos de los medios precisos para convertirnos en socios de pleno derecho.

A escala mundial, la democracia se apoya, por una parte, sobre un tejido jurídico que está evolucionando hacia un ámbito global -por ejemplo, el nuevo Tribunal Penal Internacional- y, por otra parte, sobre la integración de los mercados mundiales en un sistema de relaciones igualitarias, sociales y ecológicas del que haya sido apartada toda pretensión de dominación.
 

Las fronteras de Europa

Estamos tocando un aspecto central. ¿Qué países podrán hacer parte de Europa, si se considera que todo el mundo tiene derecho a reivindicar los valores definidos anteriormente y que es necesario proseguir con la integración y expansión de Europa?

Si se afirma el peso de Europa, si define claramente su identidad, se plantearán inevitablemente algunas preguntas sobre el problema de su expansión. La historia nos había simplificado las cosas. Europa iba desde el Atlántico hasta el telón de acero y, en calidad de miembro de la OTAN, Turquía también debía formar parte de ella. Esta delimitación ha perdido su lógica tras la caída del Imperio soviético. Conviene, en efecto, redefinir las fronteras de Europa. Mañana acogeremos a los países de Europa central y oriental. Las negociaciones para su adhesión terminarán en los próximos años y pronto serán miembros de la UE. ¿Y después? ¿Qué ocurrirá con Rumanía, Moldavia, Ucrania y Biolorusia?

Geográfica y culturalmente, estos países forman parte de Europa, con la excepción de Rusia, que cubre una parte de Asia. ¿Pero ese criterio basta para definir las fronteras exteriores de Europa? Me parece que no. Sus límites son los de una entidad política fuerte capaz de garantizar la estabilidad geopolítica.

La aspiración a lograr la integración de los países de la UE exige que se excluya la adhesión de Rusia, demasiado grande para una Europa que sería desbordada por sus problemas, su complejidad y sus extravagantes dimensiones. La integración de Rusia sería un peligro para el funcionamiento de las instituciones europeas. Además, las pretensiones geopolíticas de Rusia hacen imposible su integración en la federación política. Por esa razón, deberían surgir otros subsistemas en torno a Europa. Rusia podría ser el centro de uno de ellos. En torno al Mediterráneo se formarán igualmente otros subsistemas.

Repito e insisto: es preciso que Rusia pueda existir junto a la UE, es necesario prestarle ayuda para que, junto a los países de la antigua unión (CEI) -cuyos hándicaps son similares-, pueda entrar en un proceso de integración semejante al de la UE, dado que no es posible plantearse su adhesión a la UE: su aspecto de potencia y su dimensión echarían por tierra el equilibrio europeo.
 

Comunicación entre los subsistemas

De todo esto se deduce que Ucrania y Biolorusia deben quedar actualmente al margen de la integración europea, para que Rusia no se encuentre totalmente aislada. Como decía, es preciso ayudar a estos países a formar una entidad propia, en cooperación con Rusia y otras antiguas repúblicas soviéticas. Hay que ayudarles a asegurar una estabilidad para Europa central y oriental, para que reinen la paz y la seguridad en esas regiones.

Me parece que se debería utilizar este modelo en otras regiones del mundo en las que se constituirían unidades integradas, con armonía económica y política, que definirían sus intereses comunes y se ayudarían mutuamente. En cuanto a la cuenca mediterránea, los países del Magreb y toda la parte oriental deberían poder formar con Israel otro subsistema. En África occidental, por ejemplo, deberíamos sostener la integración de los países de la Comunidad Financiera Africana, junto a Ghana y Nigeria.

Esta teoría sobre la cohabitación de grandes subsistemas no podrá ser puesta en práctica si construimos muros a lo largo de nuestras fronteras, pues, por el contrario, exige que nos abramos al comercio transfronterizo, sea cual sea su envergadura. El partenariado estratégico que Europa debe emprender con África del Norte y Rusia debe llevarnos a reconsiderar el concepto de una Europa fortaleza replegada sobre sí misma.

Así, los intereses nacionales pasarían a segundo plano, lo que daría más fuerza a las soberanías éticas y a las características regionales, lo que resultaría particularmente beneficioso en África. Por fin, sería posible desembarazarse de las fronteras fijadas en la época colonial y afirmar la diversidad de las identidades culturales, a la vez que lograr un mejor control sobre los conflictos regionales.
 

Turquía: ¿Bagdad o Barcelona?

En lo que concierne a Turquía, tal proceso sería realmente problemático, pero, al mismo tiempo, clarificaría algunas cosas. En el marco de la integración europea, Europa tiene que respetar su promesa histórica ante Turquía, es decir, el reconocimiento de su pertenencia a Europa. Sin embargo, la pregunta a plantearse es la siguiente: ¿están ustedes dispuestos a compartir esta integración sabiendo que, conforme a los valores defendidos por Europa, el respeto de los derechos humanos es una obligación absoluta? La adhesión de Turquía sólo puede ser considerada si la respuesta es un "sí" sin condiciones. Así que hacemos frente a una situación de incertidumbre al respecto.

Me imagino la ambivalencia de los ciudadanos turcos que se preguntarían: ¿por qué Europa? ¿Por qué no sería posible plantearse la unión con el Este de la cuenca mediterránea, formando una unión política entre Turquía, Jordania, Israel, Siria y Egipto? Semejante unión debería ser realizable en el plazo de unos 50 años y cambiaría radicalmente las relaciones con el Cáucaso y Rusia.

Tanto para la UE como para Turquía, el hecho de que la candidatura haya sido deseada y aceptada no puede significar una decisión limitada a la adhesión en sí misma. Sería necesario que las partes implicadas hablen de ello abiertamente. Esta candidatura representa, no lo olvidemos, una oportunidad histórica, que no debe dejarse pasar por alto, para introducir una estabilidad política en toda la cuenca meditarránea.

Turquía duda entre dos porvenires posibles, entre "Bagdad" o "Barcelona". Las dos vías son posibles, ambas presentan interesantes oportunidades y diferentes posibilidades.

Para Turquía, "Barcelona" barrería el integrismo kemalista tradicional y permitiría una autonomía con gobiernos regionales como los existentes en España. Por tanto, el país debería aceptar la descentralización en beneficio de las regiones, incluyendo la gestión autónoma de los kurdos dentro del Estado turco. "Bagdad", por el contrario, significa un reforzamiento del centralismo y del autoritarismo kemalista y, por eso mismo, un rechazo de Europa.
 

Europa necesita inmigración

Permitidme una última observación. Europa es una tierra de inmigración. Como nos enseña la historia, necesita a la inmigración, tanto por razones demográficas como económicas. Sin inmigración, Europa no irá muy lejos. El que la inmigración aporta energía es una banal enseñanza de la historia.

¿Cómo podrá Europa vencer los miedos irracionales ante la inmigración? ¿Cómo lograremos evitar la repetición de los fatales errores cometidos hace unos cincuenta años? Entonces, habíamos pedido mano de obra barata y tuvimos que constatar que llegaban seres humanos.

La inmigración es un proceso difícil y largo, para las dos partes implicadas. La inmigración significa, debe significar, entiéndase bien, que todas las personas que llegan, sea cual sea su origen, se convertirán, en algún momento, en europeos, formarán parte de Europa y se quedarán en ella.

Necesitamos inmigrantes, y no simplemente informáticos poseedores de la "carta verde" a los que se define como "inmigrantes útiles". Evocar el término "útil" hablando de inmigrantes sugiere que el resto de ellos son perjudiciales.

Todos los debates en torno a la utilidad de la inmigración, tal y como se presentan actualmente en Europa, tienen un relente de fatalidad e hipocresía. Los inmigrantes no son ni buenos ni malos, tanto si se les considera como seres humanos como si se toma en consideración la función que efectuan. Como ocurre siempre con los seres humanos, los hay buenos y los hay malos, como los hay profesionales de la informática y los hay principiantes sin formación. Eso es todo.

Esto me hace pensar en las afirmaciones filosemitas según las cuales el pueblo judío sería un pueblo muy particular, como demostraría el número impresionante de premios Nobel. Esto es falso, los judíos no son un pueblo de premios Nobel ni un pueblo de banqueros. Jean-Paul Sartre lo comprendió bien al afirmar que el antisemitismo sólo sería vencido cuando se juzgase a los judíos por lo que son, seres humanos como usted o como yo. Lo mismo ocurre con los inmigrantes.

Los inmigrantes se ven confrontados a situaciones sociales a las que deben adaptarse, y lo mismo les ocurre a los habitantes del país de acogida. La diversidad de las experiencias sociales vividas y las desigualdades entre las diversas evoluciones históricas necesitan una organización de la inmigración a escala de la Unión Europea, lo que es una condición necesaria para toda armonización. Sin embargo, Europa sólo llegará a gestionar adecuadamente estas diferencias si toma conciencia del deber de integración política y social, tomando en consideración tanto al ciudadano político, con el consecuente derecho de voto, y al ciudadano social con acceso a las instituciones integradoras que van desde la escuela infantil hasta la vida profesional cotidiana, pasando por la vivienda.

Quiero insistir aquí sobre el dolor de la inmigración, el dolor de tener que abandonar su patria, algo que nadie tiene derecho a subestimar. Todo inmigrante deja atrás a sus amigos y a su país, para probar suerte en otra parte. Antes de ser inmigrante, es un emigrante, y necesita tiempo para rencontrar sus referencias en este nuevo mundo cultural. De forma ineludible, debe aprender un idioma completamente ajeno al suyo, sin el que nunca podrá tomar la palabra.

Europa deberá comprender que no puede prescindir de los inmigrantes. Deberá reconocer sus necesidades y prestarse a ayudarles.

Entre los europeos, la extrema derecha fascista ataca ante todo, como en Alemania, a los hombres de color por miedo ante el porvenir, con el apoyo, en esto, de una parte de la población. Los demócratas deberían comprometerse todos en explicar que estos extranjeros son inmigrantes y que forman parte de la sociedad. Sería también necesario insistir en que su presencia aquí es deseada. Todos los demócratas deben adherirse a esta idea fundamental. Toda persona, y todo político en particular, que ponga en duda la necesidad de la inmigración favorece los actos de terrorismo y de exclusión por parte de la extrema derecha. En vez de hacerle comprender que se aisla de la sociedad, se le dan razones para creer que su actitud es legítima.

Es indispensable dar una orientación responsable a la inmigración. Tenemos necesidad de leyes claras al respecto, demostrando, en cada país y en el extranjero, que la inmigración es un factor decisivo para el porvenir de Europa.

Además, con independencia de lo anterior y de cualquier reflexión utilitarista, necesitamos una armonización del derecho de asilo. Garantizar asilo político a las personas privadas de sus derechos fundamentales es un elemento básico de consenso entre todos los europeos. Forma parte de la cultura europea. Hay que abordar el derecho de asilo político según esta dimensión y asegurar su protección. Esta garantía de asilo político es uno de los valores fundamentales que caracterizan la identidad europea, debe ser recuperada por la Carta magna y asegurarnos una Europa justa y pacífica.

Permitidme citar a Benjamín Franklin, uno de los primeros firmantes de la Declaración de independencia de Estados Unidos e inventor del pararrayos, un hombre del que se podría pensar que era inteligente y que, no obstante, nos permite comprender que incluso la gente inteligente puede perder su capacidad intelectual y verse asaltada por ideas absurdas ante el fenómeno de la inmigración. Decía Benjamín Franklin: "el número de individuos verdaderamente blancos sobre el Planeta es proporcionalmente mínimo. África es totalmente negra o muy oscura, y lo mismo ocurre en América, excepción hecha de los recién llegados. En Europa, los españoles, italianos, franceses, rusos y suecos tiene lo que podríamos llamar una piel bronceada. Los alemanes también tienen la piel oscura, salvo los sajones, quienes, junto a los ingleses, representan la mayor parte de la población blanca del mundo. Me gustaría que cada vez fuesen más" (citado pot Daniel Coh-Bendit y Thomas Schmid, en "Xénophobies - Histories d’Europe", Grasset Mollat, pp. 88-89).

Para mí, Europa es una visión, un sueño, incluso podría decir que una de las últimas utopías por la que vale la pena luchar. Estoy convencido de que la noción de "patriotismo constitucional", para recuperar la expresión utilizada por Jürgen Habermas hablando de Alemania, está llena de significado en el caso de Europa: lo que unirá a los europeos y forjará su sentimiento de identidad y pertenencia a Europa residirá precisamente en una adhesión común, consciente y reflexiva a los principios y normas consagradas por la Constitución. Al proponer una Constitución europea, siempre que sea digna de este nombre, ofrecemos a los pueblos europeos la posibilidad de alzarse hasta una auténtica cultura democrática común.

Estoy convencido de que los debates en torno a esta Constitución, así como el proceso de votación al que dará lugar, representan la condición indispensable para la elaboración de una nueva Europa. Las discusiones a las que cada uno de nosotros estamos invitados a participar suscitarán, no puede ser de otro modo, una toma de conciencia general y desembocarán en una identificación política.

Por ello, soy un "patriota" europeo, un "patriota" constitucional.
 

3 de noviembre del año 2000, Groningen

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